Jean-Claude Paye (RedVoltaire, 9-6-18)
En nuestro texto anterior, «Imperialismo contra ultramperialismo», sosteníamos que, al desindustrializar el país, el superimperialismo estadounidense había debilitado el poderío de Estados Unidos como nación. El proyecto inicial de la administración Trump era proceder a una reconstrucción económica sobre una base proteccionista.
Dos bandos se enfrentan, el bando portador de una renovación económica de Estados Unidos y el que favorece una conflictualidad militar cada vez más abierta, opción que parece impulsada principalmente por el Partido Demócrata. La lucha entre los demócratas y la mayoría de los republicanos puede interpretarse entonces como un conflicto entre dos tendencias del capitalismo estadounidense, la tendencia portadora de la globalización del capital y la que predica una reactivación del desarrollo industrial en un país en declive económico.
Para la administración Trump es prioritario el restablecimiento de la competitividad de la economía estadounidense. La voluntad de esta administración de instalar un nuevo proteccionismo debe verse como un acto político, como una ruptura en el proceso de globalización del capital, o sea como una decisión de excepción, en el sentido que explicó Carl Schmitt: «es soberano quien decide la situación excepcional». En este caso, la decisión aparece como un intento de romper con la norma de la transnacionalización del capital, como un acto de restablecimiento de la soberanía nacional estadounidense ante la estructura imperial organizada alrededor de Estados Unidos.
Regreso de lo político
El intento de la administración Trump se plantea como una excepción ante la globalización del capitalismo. Se muestra como un intento de restablecer el predominio de lo político, por haber quedado demostrado que Estados Unidos ya no es la superpotencia económica y militar cuyos intereses se confunden con la internacionalización del capital.
El regreso de lo político se traduce primeramente en la voluntad de aplicar una política económica nacional, de fortalecer la actividad en territorio estadounidense gracias a una reforma fiscal destinada a reinstaurar los términos del intercambio entre Estados Unidos y sus competidores. Actualmente, esos términos se han degradado netamente en desfavor de Estados Unidos. El déficit comercial global de Estados Unidos llegó a 12,1% y se eleva a 566 000 millones de dólares. Al sustraer el excedente que el país obtiene en los servicios, para concentrarnos únicamente en los intercambios de bienes, el saldo negativo alcanza incluso 796 100 millones de dólares. Por supuesto, el déficit más impresionante se registra en el intercambio con China: en 2017 alcanzó el nivel record de 375 200 millones de dólares, sólo en bienes.
La lucha contra el déficit del comercio exterior sigue siendo un tema central en la política económica de la administración estadounidense.
Al haber rechazado el Congreso su reforma económica fundamental, la Border Adjusment Tax, que debía promover una reactivación económica mediante una política proteccionista, la administración trata de reequilibrar los intercambios caso por caso, mediante acciones bilaterales, presionando a sus diferentes socios económicos, principalmente a China, para que reduzcan sus exportaciones hacia Estados Unidos y aumenten sus importaciones de mercancías estadounidenses. Para lograrlo, acaban de realizarse importantes negociaciones. El 20 de mayo, Washington y Pekín anunciaron un acuerdo destinado a reducir significativamente el déficit comercial de Estados Unidos en relación con China. La administración Trump reclamaba una reducción de 200 000 millones de dólares del excedente comercial chino y una fuerte reducción de los derechos de aduana. Trump había amenazado con imponer derechos de aduana por 150 000 millones de dólares a las importaciones de productos chinos y China tenía intenciones de responder gravando las exportaciones estadounidenses, principalmente la soya y el sector de la aeronáutica.
Oposición estratégica entre demócratas y republicanos
Globalmente, la oposición entre la mayoría del Partido Republicano y los demócratas reside en el antagonismo de dos visiones estratégicas diferentes, tanto en el plano económico como en el militar. Ambos aspectos están íntimamente vinculados.
Para la administración Trump la rectificación económica es un tema central. La cuestión militar se plantea en términos de respaldo a una política económica proteccionista, como momento táctico de una estrategia de desarrollo económico. Esta táctica consiste en desarrollar conflictos locales, destinados a frenar el desarrollo de las naciones competidoras, y a hacer fracasar proyectos globales contrarios a la estructura imperial estadounidense, como –por ejemplo– el de la Ruta de la Seda, una serie de “corredores” ferroviarios y marítimos que conectarían China con Europa, un proyecto que contaría con la participación de Rusia.
En esta táctica de la administración Trump, los niveles económico y militar están estrechamente vinculados, pero –al contrario de la posición de los demócratas– no se mezclan. La finalidad económica no se confunde con los medios militares desplegados. El redespliegue económico de la nación estadounidense es, en este caso, la condición que permite evitar, o al menos posponer, un conflicto global. La posibilidad de desencadenar una guerra total se convierte en un medio de presión destinado a imponer las nuevas condiciones estadounidenses de los términos del intercambio con los socios económicos. La alternativa que se ofrece a los competidores es permitir a Estados Unidos reconstituir sus capacidades ofensivas al nivel de las fuerzas productivas o verse implicado rápidamente en una guerra total.
La distinción, entre objetivos y medios, entre presente y futuro, desaparece en la acción de los demócratas. Esta mezcla los momentos estratégico y táctico. La fusión de esos dos aspectos es característica de la «guerra absoluta», de una guerra carente de todo control político, que obedece sólo a sus propias leyes, las del «ascenso a los extremos».
¿Hacia una guerra «absoluta»?
La capacidad del Partido Demócrata para bloquear un redespegue interno en Estados Unidos tiene por consecuencia que si Estados Unidos renuncia a desarrollarse le quedaría como único objetivo el de impedir por todos los medios –incluyendo la guerra– que sus competidores y adversarios puedan hacerlo. Sin embargo, el escenario ya no es el de las guerras limitadas de los tiempos de Bush o de Obama, o sea el de una agresión contra potencias medias ya debilitadas –como Irak– sino más bien el de la «guerra total», tal como la concibió el teórico alemán Carl Schmitt, o sea el de un conflicto que provoca una completa movilización de los recursos económicos y sociales del país, como los conflictos que abarcaron los periodos de 1914-1918 y de 1940-1945.
Pero la guerra total, debido a la existencia del arma nuclear, puede adquirir ahora una nueva dimensión, que corresponde a la noción –desarrollada por Clausewitz– de «guerra absoluta».
Según Clausewitz, la «guerra absoluta» es la guerra conforme a su concepto. Es la voluntad abstracta de destruir al enemigo, mientras que la «guerra real» es la lucha en su realización concreta y su utilización limitada de la violencia. Clausewitz oponía esas dos nociones ya que el «ascenso a los extremos», característico de la guerra absoluta, no podía pasar de ser una idea abstracta, utilizada como referencia para evaluar las guerras concretas. En el marco de un conflicto nuclear, la guerra real se hace conforme a su concepto. La «guerra absoluta» abandona su estatus de abstracción normativa para convertirse en una realidad concreta.
De esa manera, como categoría de una sociedad capitalista desarrollada, la abstracción de la guerra absoluta funciona concretamente, se transforma en una «abstracción real», o sea una abstracción que ya no pertenece sólo al proceso de pensamiento sino que resulta también del proceso real de la sociedad capitalista.