Jose del Castillo (D. Libre, 27-2-16)
Rostro de niño añoñado, consentido. Ojillos vivaces e inteligentes, perilla de manzana fresca. La sonrisa amable se le dibujaba en los labios formándole dos ranuras en los pómulos, irradiando al interlocutor seguridad y comprensión. Una cierta impaciencia le estresaba el rictus cuando las cosas no iban conforme a lo esperado. Objetivos claros, definidos, dominio de la escena. Justo como opera un diestro fotógrafo que capta los elementos, los compone en su estética óptica, y los plasma sobre la película con la apertura del diafragma al disparar, click, dejando que la luz penetre dosificada en las intimidades de la cámara.
Lo conocí en los 70 como maestro del arte fotográfico, asistiendo a sus exposiciones colectivas e individuales, acudiendo a sus charlas educativas y leyendo sus artículos sabatinos en el Listín Diario. Los talleres en Casa de Teatro, impartidos con paciencia pedagógica, me proveyeron herramientas útiles cuando era un aficionado a los misterios de una tecnología que había viabilizado el registro de la imagen desde el siglo XIX.
Luego vendría una relación más personal, al colaborar en proyectos que nos unirían en el tiempo. Entre 1982 y 1984 me correspondió dirigir el Museo del Hombre Dominicano y desde esta plataforma cultural estrechamos lazos en la conceptualización y montaje de una exposición multimedia, cuyo núcleo consistió en una colección de fotografías de Wifredo García (1935-1988) sobre la realidad de la frontera domínico haitiana. Textos de Manuel Arturo Peña Batlle, Freddy Prestol Castillo, Manuel Rueda, Lupo Hernández Rueda, descriptores del origen de esta franja divisoria y su accidentada historia, de una geografía contrastante y demografía semoviente, se amalgamaron con productos agrícolas, artesanías, ajuares domésticos, instrumentos de trabajo, altares religiosos, bebidas y alimentos, patrones arquitectónicos, propios de los pueblos que habitan esa franja.
La Frontera no sólo fue un exitazo -con la conjunción de múltiples talentos y la museografía de Isabel Mendoza y Pedro José Vega, asistidos por Darío Mercado- al inaugurarse en la sede del Museo del Hombre Dominicano en la Plaza de la Cultura y permanecer para ser visitada por los escolares de la capital. Su impacto fue tal, que recorrió las cabeceras de provincia, alojándose en las gobernaciones, en los ayuntamientos, en locales universitarios y de entidades culturales, con una asistencia récord.
Bajo acuerdos de colaboración interinstitucional con el Museo del Hombre Dominicano, La Frontera traspasó los límites nacionales, iniciando un periplo internacional en la Galería de la Universidad de La Florida, en Gainesville. Desde allí, la muestra se movió hacia otras instituciones culturales de Estados Unidos, entre ellas el Historical Museum Southern Florida de Miami. Recuerdo que al realizar los arreglos con Helen Safa, directora del Centro de Estudios Latinoamericanos de la Universidad de La Florida, Wifredo planteó que el juego original de fotos y paneles se había maltratado durante los trámites de traslado por los cuatro puntos cardinales de la geografía dominicana.
El artista sugirió ordenar la ampliación y montaje de un nuevo set, para lo cual el Museo no disponía de recursos. El procesamiento técnico se efectuaba en los laboratorios centrales de la Kodack en Rochester, New York State, que tenían la exclusividad del tratamiento de las películas Kodachrome y Cibachrome. Fue entonces cuando Wifredo, ante la angustia que me abrumaba, me dijo: “No importa, José, yo cubro de mi bolsillo la totalidad del nuevo juego de ampliaciones.”
A Gainesville acudimos Wifredo y quien escribe, a la inauguración de la muestra, que se combinó con un seminario sobre el Caribe, organizado por la universidad con la asistencia de una nutrida representación de caribeanistas de Estados Unidos y América Latina. El impacto de la estética antropológica del artista fue conmovedor. Allí nos congregamos el etnógrafo y novelista Miguel Barnet, los historiadores Manuel Moreno Fraginals y Frank Moya Pons, el sociólogo Jorge Duany, entre otros. Y encontré a un talentoso estudiante de postgrado dominicano, el economista Mario Báez, un verdadero hermano que ha hecho carrera sirviendo en organismos de la ONU.
Aparte de esta exposición, otras muestras sobre religiosidad popular, el rostro del dominicano y el carnaval nos unieron. En ocasión de la celebración del 1er Festival de la Cultura en 1983, Wifredo me pidió que le habilitara un stand en la primera planta del MHD, con el propósito de retratar a todos los visitantes que así lo quisieran. La idea era captar la dominicanidad a través del caleidoscopio morfológico y las expresiones gestuales de la gente que acudiera al Festival. Dos cámaras sirvieron para este trabajo de investigación: una Polaroid con la cual Wifredo obtenía una fotografía de impresión instantánea que obsequiaba a cada persona que colaboraba en la tarea; una Mamiya reflex para procesar en blanco y negro la otra captura realizada por el artista.
Resultado de este esfuerzo fueron miles de fotos que sirvieron a García para montar un show de imágenes (audiovisual) sobre el rostro del dominicano, que llevamos a Puerto Rico en 1987, en el marco de una Semana Cultural Dominicana realizada en la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Cayey. Allí viajamos Nicolás de Jesús López Rodríguez, Manuel Rueda, Frank Marino Hernández, George Arzeno Brugal, Manuel García Arévalo, Francis Pou y Wifredo García. Hospedados y agasajados en la placidez montañosa de Cayey por la rectora Margarita Benítez -hija de don Jaime Benítez, rector/presidente emblemático de la UPR y anfitrión de nuestro Juan Bosch en su exilio borinqueño-, con la asistencia eficaz de Margarita Ostolaza y Carlos Di Núbila.
Otro proyecto nos puso a trabajar a todo vapor, antes de su muerte, acaecida en 1988. El libro Carnaval en Santo Domingo, preparado por quien escribe, en coautoría con Manuel García Arévalo, con fotos de Wifredo García y Mariano Hernández, aporte bibliográfico y fotográfico pionero en la tarea de rescate de esta relevante tradición folklórica que hoy llena de orgullo a nuestro pueblo y sirve de seña de identidad de la dominicanidad en su proyección internacional.
Bajo los auspicios del Banco de Desarrollo Interamérica, S.A., que presidió Polibio Díaz, nos enfrascamos en la ardua tarea de investigar en archivos, realizar trabajo de campo, redactar los textos y seleccionar el material fotográfico. En la casa de Wifredo en Arroyo Hondo -ya convertida en un verdadero museo fotográfico- agotamos junto a Manolito García Arévalo múltiples sesiones repasando sus colecciones de diapositivas, preseleccionándolas por materias, descartando y quedándonos con las que en definitiva se integraron al libro, hermosamente diagramado por Ninón León de Saleme e impreso en Amigos del Hogar en 1987.
Riguroso, exigente, directo, Wifredo no hacía concesiones a su propia obra. Seguro de lo que tenía entre manos, trabajamos siempre en armonía, con un gran respeto recíproco hacia nuestros respectivos talentos. Aparte de la fotografía, en cuyo dominio reinaba con precisión técnica y propiedad conceptual, Wifredo se tomaba el cuidado de formular observaciones sobre el texto, mediante un procedimiento socrático. Había un escritor y poeta anidado en este artista del lente, como lo revelan sus artículos y las obras La Catedral del Bosque, Fotografía, un arte para nuestro siglo y El testamento de plata.
En 2009 acudí al Centro León a un reencuentro con Wifredo García y sus peculiares obsesiones. Allí encontré la maravillosa plasticidad de su producción fotográfica. Su ojo antropológico, aguzado en el retrato de los oficios de hombres y mujeres del pueblo, en el perfil curtido de ancianos montañeses y la viñeta ingenua de los niños retozones de los barrios. Me empapé de su fascinación por lo simple. El tratamiento limpio del paisaje. El mensaje de la composición. La ternura persistente de este laborioso artesano. Me dejé llevar por su sensibilidad de humanista raigal. Era Wifredo, de nuevo, quien me miraba con ojillos vivaces y sonrisa de niño bueno.
Como sentenciara reflexivo al trazar el arco de su trayectoria vital y artística ante la inexorable proximidad de la muerte: “en cuanto a mí, quizás se haya tratado de una búsqueda insaciable para descubrir eso que llamamos ‘identidad’ del dominicano”.
Nacido en Barcelona, de madre dominicana de ascendencia catalana (Domenech) y padre valenciano, se trasladó a los 11 años a Santo Domingo, residiendo entre Santiago y la capital. Egresado de farmacia y química, hizo postgrado en bromatología de alimentos en Kansas, impartiendo docencia en la Madre y Maestra, así como en la UASD y la UNPHU. Sus talleres de técnica fotográfica hicieron historia en Casa de Teatro. Fundador de Jueves 68 y Fotogrupo, incansable expositor en más de medio centenar de colectivas e individuales, cosechó unos 30 premios nacionales e internacionales, rompiendo las barreras de la Guerra Fría al exhibir desde Washington a Moscú, pasando por su España natal, París, Tokio y América Latina.
Formó hogar con Hortensia Marcial Silva, procreando tres hijos. Su legado imborrable ha quedado en miles de imágenes, en libros y artículos, en una fabulosa colección de cámaras y equipos que conformaron su Casa Fotográfica, ubicada en un remanso de paz arborizado en el viejo Arroyo Hondo.
Su huella amable, estampada en esa contagiosa sonrisa, todavía nos persigue por los meandros misteriosos del recuerdo.
Eterno maestro de la Fotografía Dominicana y Caribeña.