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Crónicas del tiempo: General Gregorio Luperón (4)

Written by Debate Plural

Rafael Núñez (D. Libre, 12-10-15)  

“Un ejército pierde si no gana, una guerrilla gana si no pierde”. Henry Kissinger, a propósito de la guerra de Estados Unidos con Vietnam donde los miembros del Vietcong se valieron de esa táctica para hostigar a las tropas americanas.

La Guerra de la Restauración fue una hazaña revolucionaria, no sólo por sus motivaciones políticas, sino- y sobre todo- por las tácticas empleadas por los restauradores para vencer a un ejército regular de gran experiencia de lucha, con un entrenamiento superior, bien equipado y porque vencieron los elementos subjetivos que conferían un perfil superior a los soldados españoles, lo que daba a estos últimos una gran ventaja en el teatro de la guerra.

Desde antes de materializarse el proyecto anexionista del general Santana Familia, en la población dominicana se anidaba un sentimiento adverso de aquella empresa inconsulta y repudiada, pues eran muchos los políticos encarcelados, desterrados, asesinados y presentes en la isla que denunciaban la traición de Pedro Santana Familia a la causa original del proyecto independentista.

Dos elementos se destacaron en las primeras sublevaciones después de materializada la anexión: el primero tiene que ver con la táctica de guerra utilizada por los restauradores contra el ejército español, que se convirtió en un factor decisivo para que las fuerzas irregulares dominicanas vencieran finalmente a un ejército superior: la guerra de guerrilla.

Otro aspecto a destacar en aquella guerra patriótica tiene que ver con la estrategia de comunicación utilizada por los adversarios de los jefes sublevados, especialmente por quien pasó a dirigir la Capitanía General de la monarquía de España, general Pedro Santana Familia, quien empleó la maquinaria de propaganda de que disponía para destruir la reputación de algunos de los generales que, desde Haití, dirigían la oposición a sus planes de entregar la soberanía e independencia dominicanas.

El primer tema, la guerra de guerrilla, táctica a resaltar como ingeniosa en aquella conflagración, fue empleada por los restauradores inmediatamente se proclamó la adhesión a la monarquía de Isabel ll. Este, sin embargo, no fue un método de audacia nuevo puesto en práctica por los generales Francisco Sánchez, José María Cabral, Gregorio Luperón, Pepillo Salcedo y Benito Monción.

Aunque aplastados aquellos primeros intentos por las fuerzas dirigidas por el proclamado “Marqués de Las Carreras”, los guerreros de la restauración demostraron ingenio y ferocidad en aquella táctica, que tiene una historia tan larga como la guerra misma.

Dos años después de inauguradas las sublevaciones contra la anexión, una comunicación fechada en Santiago el 23 septiembre de 1863, dirigida por el vicepresidente Benigno Filomeno de Rojas al general en jefe Gregorio Luperón, se observa la claridad que tenían los comandantes de la Restauración en el tipo de lucha que habían de llevar a cabo para vencer al Ejército español, a los fines de coronar la segunda independencia.

En la carta de Filomeno de Rojas, que originó el conflicto con Luperón, tal como indicara en la entrega número 6, se hace énfasis, entre otras cosas, al tipo de guerra a desarrollar contra los españoles: “Le encarecemos el respeto a la propiedad, no porque tengamos razones para ello, sino por haber visto en sus proclamas que Ud. habla de confiscación de bienes. Sea Ud. igualmente cauto en las medidas rentistas, pues no es lo mismo un territorio que un cantón, y tal medida puede ser excelente para éste y ruinosa para aquel”. Ese primer aspecto de las instrucciones a Luperón fue debidamente respondido por el general de Puerto Plata con otra carta del 27 de septiembre, enviada desde la localidad de Cotuí.

Lo importante, sin embargo, son las instrucciones finales en la carta del vicepresidente en la que refiere a Luperón lo siguiente: “Haga Ud. requisiciones para el sostenimiento de las tropas. No olvide al entrar en campaña el sistema de guerrillas.”

Fue con esa táctica con la que el ejército Restaurador pudo derrotar las intenciones de España de controlar nuevamente la parte este de la isla. Un ejército irregular tiene desventajas para luchar con uno regular, si no se vale de la ingeniosidad y el empleo de métodos de hostigamiento que socaven el poder de fuego y superioridad del adversario.

La guerrilla no sólo es una forma de guerra de la que se han valido históricamente los ejércitos, sino que el propio pueblo de Israel, que permaneció 40 años deambulando en busca de la tierra prometida, inspirado por la promesa divina si se observa desde el punto de vista cristiano, no obstante tuvo que aplicar esta táctica para alcanzar a Canaán, guiados por Josué.

Para capturar a Jericó, la ciudad amurallada símbolo de poder y grandeza, la primera en ser asaltada por los judíos, la astucia de las emboscadas y el acoso, jugó un papel fundamental para lograr el asalto final. Como ése, se pueden citar las guerrillas puestas en práctica por los ejércitos de España, en las guerras Púnicas entre Cartago y Roma, en Las Galias y un montón de conflictos bélicos ocurridos en toda parte del planeta, hasta culminar con las de América Latina del siglo XX.

El otro aspecto resaltable en la Guerra de la Restauración fue la campaña sucia contra Francisco Sánchez, a quien Pedro Santana acusó de haberse vendido a los haitianos porque el prócer febrerista no solo se sirvió de las armas facilitadas por el presidente haitiano Fabre Geffrard, sino que desde Puerto Príncipe entró al territorio nuestro para combatir la anexión. Medios de comunicación pro santanistas repitieron la calumnia y propagaron la especie de que se trataba de una invasión haitiana, lo que se constituía en una campaña sucia, pues se valía de la mentira con el fin de mellar su imagen.

César A. Herrera, en su libro “Anexión-Restauración”, tomo l, advierte sobre el clima de propaganda adversa que se difundía contra los rebeldes: “Recuerde el lector que entre el caudal de propagandas capitaleñas acerca de la expedición circuló la especie y hasta la prensa se hizo eco de ella, de que eran haitianos los que venían contra nosotros”. Fue una forma de manipulación de la psiquis del pueblo dominicano con esta infamia contra el prócer.

El periódico “La Prensa”, de La Habana, a quien Herrera refiere como pro Santana, publicó esto: “El general antes dominicano y ahora haitiano Sánchez, y otros catorce creo que son o han sido conducidos prisioneros a San Juan”.

El periódico “La Razón”, dirigido por el santanista Manuel de Jesús Galván distorsionaba la realidad al publicar este comentario: “Los habitantes o vecinos del lugar conocido con el nombre del Cercado, situado hacia la frontera del Sur, han hecho prisionero al ex-general Francisco Sánchez, quien a estas horas ha debido ser juzgado”.

Testimonios y documentos de la época comprueban que los pobladores de El Cercado ni se opusieron ni hostigaron a las tropas rebeldes, dirigidas por Sánchez. Tampoco es condenable que un general o político emplee la fuerza de sus adversarios (los haitianos) para lograr sus propósitos. Como señaláramos en el artículo número 5 de este serial, el entonces presidente haitiano Geffrard se convirtió en aliado de la causa dominicana por un interés particular suyo, y eso lo aprovechó el prócer Sánchez para invadir el país. La campaña sucia contra Sánchez de conspirador y traidor no prosperó, porque el pueblo dominicano lo reconoce hoy como uno de los tres padres de la Patria. La espada de Sánchez después de ser fusilado, sería levantada por el general Gregorio Luperón.

Sin ambición de gloria, huérfano de tutoría política, carente del germen de la envidia, con gran sentido de la lealtad y del respeto por los hombres que abrazaron junto a él la causa de la Patria, el general Gregorio Luperón- dijo Joaquín Balaguer- fue “el antípoda del intelectual de gabinete”. Tampoco buscó serlo, ni hizo alardes de esa condición.

De los próceres de la Restauración hizo un manto sagrado, un don invaluable, de la causa hizo una pelea permanente que no descuidó ni relegó un segundo de su vida.

Alcanzada la cima superior del heroísmo, Luperón transitó ese camino sin vanidad ni ínfulas de grandeza. Su figura, no obstante, no podía ser despreciada o echada a la orilla del sendero que conducía al futuro, como quedaron otros de su generación, relegados a un plano inferior.

Su intuitiva formación política esculpió al estratega militar hasta llevarlo al rango de prócer, ganado sin lisonjear, en el campo de batalla, con el trabajo duro, exponiendo su vida, protegiendo la condición de prócer con el celo que emerge del compromiso. Esa fue su responsabilidad: mantenerse al servicio de la Patria con tesón y sin vacilación.

De una enérgica fibra temperamental, el egregio general restaurador estuvo, como Alejandro Magno, en primera línea de combate, inspirando con su ejemplo, inoculando valor a sus tropas. Y es que su ideal, energizado por un pensamiento superior antillanista, voló por encima de los mortales que hacían causa común en el proyecto emancipador.

De espíritu guerrero, el general Luperón demostró ser magnánimo, pues enseñó respetar a los soldados y oficiales que empuñaron la espada por la causa de la Patria. Con integridad, dedicación y pasión, insufló en el torrente del quehacer público la sabia fundamental de la nacionalidad.

El guerrero que arrimó su hombro para ser posible la segunda independencia nacional, no cejó en sus propósitos. Ni ante los criollos vende patria que intentaron enajenar la soberanía, ni contra el extranjero que intentó humillar la dignidad nacional.

Aquella máquina de guerra, no se desanimaba en el combate y enfrentaba los peligros con determinación, parecido al gran estratega George Washington, el de la revolución norteamericana que derrotó a los británicos en Manhattan. Por eso, sin haber alcanzado la estatura política y militar, Luperón fue delegado para afrontar una de las encomiendas más difíciles de los Restauradores: detener el avance del temido “Marqués de Las Carreras” (Pedro Santana Familia), a quien no solo frenó, sino que derrotó de manera humillante.

Conciliador, Luperón dio muestras inequívocas de desprendimiento cuando terminada la lucha por restaurar nuestro territorio hizo esfuerzos por la unificación de los que, como él, pelearon por la misma causa. De guerrillero en la causa liberadora, el prócer supo asumir con humildad, energía y entereza los roles más elevados, ya como general, ministro o presidente provisional de la República. Pudiera hallarse en esa actitud de desapego por los cargos, la explicación de por qué cuando resultó escogido presidente provisional 1879-1880, prefiriera gobernar desde Puerto Plata y confiar en Ulises Heureaux (Lilís) la representación presidencial en Santo Domingo, actitud criticada por algunos historiadores.

La crítica viene al debate porque se especula que lo menos que hizo Heureaux fue guardar las espaldas de su líder en la Capital. El Partido Azul, no obstante, es el resultado de su visión, de un pensamiento que ensanchó entre el galopar de su caballo, o sorteando conflictos políticos. Sus miras se ampliaron cuando entró en contacto con aquellos insignes puertorriqueños Ramón Emeterio Betances y don Eugenio María de Hostos.

Hombre de temperamento inquieto y genio indomable, Luperón supo moldearlos, atarlos con el nudo de la humildad y solo dejarlos desbocar cuando cierta circunstancia de la guerra lo imponía.

Dominó el inglés y el francés sin tener escuela, como no la tuvo en otros ámbitos, pues como bien apunta Joaquín Balaguer en “Los próceres escritores”, “cuando se surge, como surgió Luperón, de la noche de la esclavitud sin el menor elemento de cultura, y se cae después en el tumulto de las guerras civiles para seguir conduciendo mesnadas sanguinarias, no es empresa fácil apoderarse de una pluma para escribir, con inspiración verdaderamente nacional, páginas que la historia no desdeñe o que no puedan ser prontamente cobijadas por la indiferencia y el olvido”.

Por su temprano despuntar, Luperón se convirtió en una celebridad de la guerra, la cual ganó por la gallardía y el arrojo demostrados en los momentos cruciales. Su reputación fue creciendo entre los soldados del ejército restaurador al mismo ritmo que ascendió el prestigio en las filas aliadas de aquel genio militar y político Arthur Wellesley, el duque de Wellington, quien obtuvo un resonante triunfo contra Napoleón Bonaparte en la batalla de Waterloo, al sur de Bruselas, en Bélgica, territorio que pertenecía entonces al Reino Unido de los Países Bajos. Cada uno en su medio, Wellington liderando las fuerzas de varios ejércitos europeos, y Luperón en la guerra que coronaría la definitiva independencia del nuevo y pequeño Estado.

Ambos fueron ingeniosos en las técnicas empleadas en la guerra, así como en las formas de liderazgo y de mando. Uno y otro se situaron siempre a corta distancia de peligro, como suelen hacer los fieros estrategas militares. Sucedió con Luperón cuando enfrentó a Santana en la batalla decisiva, pero también se había producido en 1815 cuando Wellington, con el ímpetu que le hizo famoso, ejerció el mando cerca de la acción, en una actitud casi temeraria.

Sin entrar en el análisis de las particularidades de las dos guerras y guardando las diferencias de una y otra, en la forma de los mandos y el carácter del estratega militar, hay que subrayar la pobreza del ejército criollo, comparado con el español, que ya venía de confrontaciones en el continente africano.

Wellington se convirtió, pues, en legendario en Waterloo, Alejandro Magno lo hizo en Gaugamela (casa de los camellos), territorio ubicado en la Mesopotamia en el norte de Irak, mientras el general Luperón pasó su prueba de fuego en el “Sillón de la Viuda” y reiterado su valor, además, en Arroyo Bermejo y Sabana de Guabatico.

En sus “Apuntes Biográficos”, el soldado de Puerto Plata no se auto cubre de gloria al narrar los hechos en los que fue protagonista de primera fila, sino que resalta la valentía, entrega y sacrificio de sus compañeros de causa, desde los hombres con rango similar, hasta el simple soldado, como se observa en esta cita, extraída del tomo l de su obra:

“El coronel Benito Monción, envió una carta a Luperón, con el ciudadano Pedro Antonio Pimentel, pidiendo órdenes sobre lo que debía hacer con un cañón que tenía, y el resto de su columna. Luperón le escribió que se concentrara a Sabaneta; pero cuando el valiente Pimentel iba con la orden de Luperón, el general Hungría con su columna atacaba el puesto avanzado de San José, camino de Guayubín a Sabaneta, a donde llegaba Pimentel al mismo tiempo. En vista de esto, como valiente que era, se unió a los de Sabaneta, arrostrando grandísimos peligros”. Con esas palabras reconoce el general Luperón la gallardía de sus compañeros.

Aborreció al político cuyo accionar solo tiene un sentido: el amor al mando. Sin embargo, por el vigor de su carácter reprochó la dejadez de algunos miembros de su partido, rasgo que lo define como responsable en el cumplimiento de sus deberes.

Luperón fue siempre el centinela presto a servir de estandarte a los nobles ideales, un guardián permanente, sin pausas ni dobleces, no llegó a conciliábulos, tácitos o sobreentendidos con colaboradores o aliados que pusieran en tela de juicio su honradez y verticalidad.

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