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Vuelve el pánico satánico: una demencial historia sobre el poder del miedo

Written by Debate Plural

Daniel Bernabé (Russia Today, 17-12-21)

 

Granada, la ciudad andaluza que da cobijo a la Alhambra, se preparaba para la Navidad decorando sus calles como otras tantas urbes españolas. Sin embargo, un suceso tan inesperado como bizarro la ha situado como protagonista de la actualidad. Un grupo de manifestantes, apenas unas decenas de personas, se concentraron el sábado 11 de diciembre frente al Ayuntamiento pidiendo la dimisión del alcalde. ¿El motivo? Creían ver en la iluminación navideña cruces invertidas, símbolos demoníacos contra los que rezaron, mientras que sostenían carteles que calificaban al arzobispo de traidor y coreaban «fuera el satanismo». Aunque la increíble escena parecía propia de una película de Álex de la Iglesia no sólo tuvo lugar realmente, sino que vino precedida por la complicidad de la ultraderecha.

En los días previos un vídeo que denunciaba la diabólica amenaza luminosa se difundió por servicios de mensajería. La diputada ultra Macarena Olona, posible candidata de Vox a las próximas elecciones andaluzas, manifestó en sus redes el viernes 10 que: «Pensaba disfrutar con mi pequeño enseñándole la iluminación navideña de las calles de Granada. Pero no voy a llevarle porque pasaría miedo. Se ha decidido llenarlas de cruces invertidas. Los sueños de los niños deberían ser sagrados». Aunque la mayor parte de la gente se tomó a broma el suceso, e incluso advirtieron a Olona de que esas mismas luces están presentes en Zaragoza, donde gobiernan los conservadores del PP con apoyo de Vox, el mensaje ya estaba en marcha: España es presa de una conspiración satánica que viene a arruinar los sueños de los niños.

Todo esto no daría para mayor comentario si no fuera porque en Estados Unidos durante la década de los ochenta tuvo lugar un fenómeno conocido como el satanic panic, un profundo acontecimiento social que no sólo desvió la atención de problemas como la creciente desigualdad hacia la lucha contra el ocultismo, sino que encarceló injustamente a centenares de ciudadanos. Una demencial historia en la que se pueden leer los rasgos paranoides de una sociedad educada en el miedo, pero también una hábil maniobra cultural del reaganismo. La ultraderecha española no da puntada sin hilo y tras contribuir a la desinformación sobre la pandemia, impulsar a los antivacunas e inventarse problemas de seguridad pública, ahora pretende sacar tajada del pánico a lo demoníaco. ¿Si funcionó una vez, por qué no habría de hacerlo en esta ocasión?

Situémonos en el Estados Unidos de la década de los setenta, un país en crisis, receloso de sus líderes y aún lamiéndose las heridas por la derrota en Vietnam. El impulso contracultural de los sesenta ha sucumbido a su raíz individualista y la pretensión de cambiar el mundo ha quedado reducida a la búsqueda de un cambio interior. Florecen todo tipo de charlatanes, sectas y gurús en los que los jóvenes de clase media buscan guía. Charles Manson ha sido sólo el comienzo, el resultado más extremo de un fenómeno en el que la peculiaridad y la rareza cotizan al alza, algo que rápidamente es captado por los publicistas que pasan de promocionar productos a asociarlos a estilos de vida alternativos: los hippies se transformarán en los nuevos yuppies.

Anton Szandor LaVey contempla el momento con optimismo. Su Iglesia de Satán, fundada en 1966, crece, su Biblia negra vende miles de ejemplares. Detrás de su culto hay poco más que una mezcolanza confusa de ocultismo, naturismo y new age, que apela a las pulsiones más primarias del ser humano contra las reglas sociales: el sexo fácil es siempre un gran reclamo para tu producto. Lo cierto es que LaVey tiene un estilo y unas ideas que, paradójicamente, son muy similares a las que llevarían al reaganismo a su victoria: libertad individual por encima de todo, autorrealización sin tener en cuenta los contextos socioeconómicos y una gran cantidad de palabrería contra el concepto de sociedad. No es casual. LaVey ha sido un lector voraz de Ayn Rand, la ultraliberal madre putativa de la ola neoconservadora de los años ochenta.

Ronald Reagan, un actor secundario de western, maneja con soltura el disfraz. Mientras que por un lado promueve una sociedad de un hedonismo amoral y egoísta, por el otro se apoya en los fundamentalistas evangélicos: acciones, coca y porno VHS en una mano y el ultraconservadurismo integrista en la otra. Todo mezclado con unas buenas dosis de miedo que, esta vez, tenían que surgir de una amenaza diferente a la URSS, ya que la caza de brujas había dejado unas cicatrices que no se debían volver a abrir. Si Arthur Miller escribió Las brujas de Salem como alegoría del macartismo, en esta ocasión la narrativa persecutoria copiaría las formas de su denuncia: en vez de rojos habría que aterrorizar a la población con el príncipe de las tinieblas.

Estados Unidos ya venía asustado de fábrica y películas como La semilla del diablo, El Exorcista o La Profecía habían ayudado a sembrar en el imaginario colectivo la vuelta del maligno como una amenaza real. Si a esto le sumamos la popularidad de casos como los del asesino del zodiaco o el del alfabeto –matar por entregas siempre es bueno para la audiencia– la pradera estaba lista para el incendio. Michelle recuerda: una historia verídica de satanismo, fue un libro publicado en noviembre de 1980, unos pocos meses antes de la primera victoria de Reagan en las elecciones presidenciales, que se convirtió rápidamente no sólo en un bestseller, sino en el argumento definitivo para iniciar un auto de fe a escala nacional.

El libro, escrito por un psiquiatra canadiense que respondía al nombre de Lawrence Pazder, versaba sobre los testimonios de Michelle Smith acerca de unos supuestos abusos en rituales satánicos que padeció en su infancia. El método empleado, el de la regresión hipnótica, de nulo valor científico, valió como coartada para perpetrar un revoltijo lleno de lugares comunes extraídos de la cultura pop satánica, hechos no sustentados en ninguna prueba y que investigaciones posteriores demostraron falsos. Si además añadimos el pequeño detalle de que Lawrence y Michelle eran pareja, la estafa resulta aún más evidente. ¿Cómo podemos medir el descomunal éxito del libro? Haciendo notar que en los siguientes años se registraron más de 12000 denuncias de rituales satánicos con abusos en los que la policía no encontró prueba alguna de que hubieran sucedido.

Cuando la máquina del terror se puso en marcha fue imparable, entre otras cosas porque existía un interés comercial mediático que acompañó al político. En 1988 se llegó a la cumbre de la locura televisada con «Adoración al diablo: exponiendo la clandestinidad de Satanás», un programa especial de dos horas conducido por Geraldo Rivera, presentador conocido no sólo por su bigote sino también por sus altas dosis de sensacionalismo. Por el espacio pasaron curas, demonólogos, madres asustadas, adolescentes confusos e incluso Ozzy Osborne, mediante una conexión vía satélite con Londres. Rivera afirmó que Estados Unidos albergaba a un millón de satanistas, obviamente dispuestos a cualquier fechoría. Existía un país que se reía de estas cosas en el Saturday Night Live, pero también otro que se las tomaba totalmente en serio. La idea era poderosa: ya no se trataba tan sólo del miedo al demonio, algo abstracto y sobrenatural, sino a sus seguidores, camuflados entre tu familia, tus vecinos o el señor que te vendía el pan. Y por supuesto los profesores.

El modelo familiar de doble ingreso propuesto por Reagan había necesitado de la incorporación masiva de la mujer al mundo laboral, por lo que proliferaron las guarderías y los colegios infantiles a lo largo de todo el país. ¿En quién se posaron los ojos inquisidores en busca de satanistas? En aquellos que podían pervertir a los niños y abusar de ellos. El caso más significativo fue el de la Guardería MacMartin, donde se acusó a la familia que la regentaba de todo tipo de tropelías en un juicio plagado de errores donde se indujo a los niños a mentir para incriminarles. En 1983, Judy Johnson denunció a los educadores por abuso en ritual satánico. La histeria hizo que otras 360 familias se sumaran a la causa. Tras siete años de proceso, en 1990, se dictaminó que los propietarios de la guardería MacMartin eran inocentes, después incluso de haber excavado el entorno de la escuela en busca de túneles secretos. Sus vidas y su negocio estaban destruidos. Nadie pareció tener en cuenta que la señora Johnson, la primera denunciante, padecía de una esquizofrenia agravada por el alcoholismo.

El pánico satánico buscó otros muchos chivos expiatorios para su cruzada vesánica, siempre relacionados con los niños, principal vector moral para que nadie se atreviera a cuestionar sus intenciones. Los juguetes fueron los siguientes sospechosos. Supuestos expertos denunciaban en programas de máxima audiencia cómo Los Pitufos eran realmente cadáveres, por su piel azul y sus labios negros, que intentaban introducir la homosexualidad entre los más pequeños, ya que, salvo Pitufina, todos eran personajes masculinos. Los Thundercats y los Masters del universo también quedaron señalados como productos nocivos, algo casi esperable al lado de las acusaciones contra Mi pequeño Pony y Los osos amorosos, que al parecer escondían pentagramas y oscuros rituales en su diseño. Un auténtico despropósito que, pese a lo absurdo de la situación, se extendió incontenible.

Quienes, por supuesto, también sufrieron una implacable persecución fueron los músicos de heavy metal. Tanto Black Sabbath como Judas Priest se tuvieron que enfrentar a demandas por el suicidio de sus fans adolescentes, provocados supuestamente por unos mensajes subliminales insertos en su música. No eran raros los programas con señoras de pelo ahuecado, al estilo de Nancy Reagan, escuchando horrorizadas discos de heavy en sentido inverso. El mundo del rol fue otro objetivo de la ira contra lo demoníaco. Especialmente Dragones y Mazmorras, que contó incluso con una asociación en exclusiva para intentar acabar con él, la conocida como BADD: Bothered About Dungeons and Dragons. Incluso algo tan norteamericano como la propia celebración de Halloween quedó en entredicho, al extenderse bulos sobre asesinos satánicos camuflados bajo el disfraz y la algarabía nocturna.

La histeria colectiva fue cesando en Estados Unidos con el fin de la era Reagan, coincidiendo con la desaparición de la URSS pero también con la aparición de un nuevo enemigo en escena: Sadam Hussein. ¿Para qué se necesitaba un enemigo sobrenatural cuando se había encontrado un nuevo villano en Oriente Medio? Aún así, la persecución de este enemigo interior dejó secuelas en el propio sistema de justicia, sobre el que pesan casos como el de los tres de Memphis Oeste, unos jovenes condenados a pena de muerte y cadena perpetua en 1993 por el asesinato en un supuesto ritual satánico de unos menores. Lo cierto es que en 2011, tras dieciocho años en prisión, tuvieron que ser absueltos al presentarse nuevas pruebas que los exoneraron. Su mayor delito fue ser seguidores de la contracultura gótica. Cuando la ley intenta saciar un miedo inducido deja de ser justa para convertirse en una farsa.

El pánico satánico que azotó Estados Unidos desde los años ochenta hasta mediados de los noventa no fue casual. Como hemos visto tuvo detrás el interés político de los conservadores para manejar el miedo de la población hacia un enemigo inexistente, algo que cohesiona el país y resta de la sociedad un espíritu crítico hacia sus líderes. También uno religioso, que fue aprovechado por evangelistas y católicos para situarse como la barrera divina contra la amenaza del maligno: los exorcismos televisados de los predicadores resultan tan grotescos como inculpatorios. ¿Cuál fue la tercera pata interesada en fomentar esta histeria? Todos aquellos que podían rentabilizar económicamente el miedo, especialmente programas sensacionalistas que pagaban generosamente a todo tipo de supuestos expertos por sus desvaríos.

El pánico satánico, sin embargo, no desapareció para siempre sino que cambió de forma resurgiendo puntualmente en la sociedad norteamericana. En los atentados del 11 de Septiembre se hicieron populares ciertas fotografías entre aquellos que creían ver la figura del demonio en la nube de polvo tras el colapso de las torres. En el Tea Party se dieron cita una gran cantidad de integristas que buscaban señales de que el presidente Obama era un enviado satánico, desatándose las suspicacias en 2013 por su parecido físico con el actor que encarnaba al diablo en la serie La Biblia. El pánico por los payasos asesinos, el Pizzagate o QAnon han sido una trasposición de la histeria satanista a nuestros días, especialmente si tenemos en cuenta la coartada de la defensa de la infancia para desatar el terror, la ira y evitar que nadie cuestione su autenticidad.

Toda esta historia está llena de momentos tan delirantes como tragicómicos, que a cualquier adulto medianamente funcional sólo le pueden llevar a la carcajada. Pero convendría recordar que el propio FBI cataloga a QAnon como «amenaza terrorista doméstica», una secta digital conspirativa que se refiere habitualmente a sus enemigos como la «camarilla de adoradores de Satán». La diputada Macarena Olona tan sólo está siguiendo un guión que ya ha funcionado en Estados Unidos y que la ultraderecha utiliza como una herramienta más en toda Europa para lograr sus objetivos, esta vez con la potencia de lo digital como medio principal para sembrar el terror y la desconfianza. Cuiden a sus niños de Satán, también de Mi pequeño Pony. Pero cuídenlos más de esta nueva ola reaccionaria y descivilizatoria contra la ilustración.

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