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¿Es pertinente y eficaz la guerra contra las estatuas?

Written by Debate Plural

Francisco Herranz (Sputnik, 25-6-20)

 

Después de la guerra contra el virus, ha llegado la guerra contra las estatuas. Conmovido por el brutal homicidio del afroamericano George Floyd a manos de la policía estadounidense, el mundo asiste a una oleada de ataques a esculturas de personajes históricos acusados de ser racistas e imperialistas.

Las preguntas surgen inevitablemente: ¿Es pertinente este tipo de conductas? ¿Es eficaz?

Una nueva moda recorre los cinco continentes. Agitando el ya popularizado eslogan Black lives matter (Las vidas de los negros importan), miles de jóvenes, y no tanto, se dedican a derribar y pintar monumentos de hombres (ninguna mujer) por considerar que estos jugaron un papel determinante en favor del racismo, el esclavismo y el colonialismo.

La lista de personajes afectados empieza a ser bastante considerable. Unos terminaron en las aguas del puerto inglés de Bristol, como el comerciante de esclavos de finales del siglo XVII, Edward Colston, abiertamente colonialista. Otras obras de piedra o de bronce fueron prudentemente retiradas de los lugares donde suelen estar expuestas para evitar su deterioro irreparable, como le pasó a la escultura en la Universidad de Oxford del empresario británico Cecil Rhodes, quien hizo fortuna en Sudáfrica con la minería y la venta de diamantes, impulsando abiertamente la segregación racial a finales del siglo XIX.

Colón, una de las «víctimas»

Estatuas del descubridor de América, Cristóbal Colón, fueron arrumbadas a la fuerza o incluso «decapitadas» en varias ciudades (Boston, Minneapolis, Miami) y estados norteamericanos (California y Virginia) al vincularse su figura de conquistador de la Corona de Castilla a la masacre y dominación de tribus y pueblos autóctonos.

Otro explorador español, el misionero y fraile Junípero Serra, sufrió la ira de la gente en Palma de Mallorca, Los Ángeles y San Francisco.

El monumento en Milán al famoso periodista italiano, Indro Montanelli, fue cubierto de grafitis. Montanelli admitió que en los años 30 compró y se casó con una niña de Eritrea (África) que solo tenía 12 años.

La figura del primer ministro británico, Winston Churchill, que se encuentra a escasos metros del Big Ben, en el centro de Londres, tuvo que ser protegida y vigilada por dos policías después de que un grupo de desconocidos pintara la palabra «racista» en la base del monumento, recordando que el político calificó a los indios americanos y a los aborígenes australianos de «subraza».

Los ataques a ilustres personajes históricos alcanzaron incluso al autor de El Quijote, cuyo monumento en un parque de San Francisco quedó pintarrajeado y vituperado. ¿También él fue racista? No que sepamos. De hecho, Miguel de Cervantes fue esclavo nueve meses en Argel, entonces bajo control turco, donde estuvo cautivo cinco penosos años.

Es evidente que no basta con derribar, destruir o ensuciar estatuas para borrar la huella del pasado. Sin embargo, ¿sirven estos actos de protesta para modificar nuestro sistema de valores? ¿Tienen eficacia para cambiar la conciencia social? Es posible.

En Bélgica, esta fiebre contra las estatuas incómodas ha abierto un fuerte debate político sobre la figura del rey Leopoldo II. Muchos belgas se cuestionan precisamente ahora el papel de aquel monarca, símbolo de un pasado colonial decimonónico que fue especialmente brutal en África. Otro ejemplo es España, donde ha empezado a discutirse de nuevo la posibilidad de «jubilar» las estatuas a Colón, especialmente dos de ellas, muy conocidas, una emplazada en Barcelona y otra en Madrid.

Las estatuas pagan la culpa

El movimiento de «estatuafobia» parece pertinente porque se trata de visualizar un tema muy presente en la historia de la Humanidad —el genocidio colonialista— que hasta ahora no ha sido abordado sin tapujos en países como el Reino Unido, Francia o España que fueron potencias coloniales. El objetivo no consiste en reescribir los libros históricos sino en acabar con la glorificación de ciertas personas que contribuyeron a crear la actual situación, donde la desigualdad por razones de raza representa un problema sistémico muy frustrante.

El vandalismo, en ocasiones, puede ser útil porque es directo, visual y tiene un mensaje rompedor que llega a abrir los ojos o la empatía del colectivo. La cuestión radica en que no caiga en la destrucción gratuita ni que pierda su legitimidad ni su perspectiva.

En momentos de revuelta, son las estatuas los primeros símbolos que terminan derribados por la acción espontánea de los ciudadanos. Basta recordar las efigies destronadas en los años 90 del siglo pasado de Sadam Husein, en Bagdad, o de Félix Dzerzhinski, en Moscú.

«Se trata de la memoria, se trata de los momentos particulares en que se crearon los monumentos, generalmente para sostener, para apoyar una agenda particular de un grupo en particular», afirma la historiadora brasileña Ana Lucia Araujo, profesora en la universidad de Howard (Estados Unidos) y especialista internacional en memoria de la esclavitud.

«El fantasma del pasado, el pasado colonial, todavía persigue estos espacios», apostilla Araujo, defensora de abordar el racismo ya desde las escuelas.

Los fantasmas del pasado

Espantar los fantasmas del pasado supone un ejercicio muy difícil de realizar porque la historia es «un proceso en marcha, siempre inacabado y como tal susceptible de interpretación», asegura el catedrático español de Antropología Social, Ricardo Sanmartín.

En este contexto, «un símbolo siempre es más complejo que el simple retrato de alguien. La historia nunca cabe en una estatua», señala el académico. Los principios éticos actualmente compartidos hacen difícil exaltar el racismo, la xenofobia o el antisemitismo, pero comprender las circunstancias ajenas, o las del pasado, no significa aprobarlas, recuerda con acierto Sanmartín.

Ahora atravesamos la explosión mediática del movimiento, pero tarde o temprano decaerá la atención de los medios de comunicación. Será entonces el momento adecuado para calibrar las consecuencias, comprobar el grado de concienciación de la gente y analizar la respuesta de la élite política. Con respecto a esto último, los primeros indicios son poco esperanzadores pues apuntan a que a los dirigentes les disgusta, entre mucho y bastante, el revisionismo histórico pues eso resta muchos votos, especialmente entre los sectores más tradicionalistas. De ahí el rechazo frontal de Donald Trump, Boris Johnson o Emmanuel Macron.

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