Marcio Veloz Maggiolo (Listin, 8-12-17)
En la vieja villa casi rural desplazada del Santo Domingo oriental la imaginación creció con los años, con el miedo, y con las posesiones en solo unos cuantos de los llegados de La Isabela cuando la misma quiso llamarse “Nueva Isabela” sin lograrse nunca, pero la angustia y el deshilo no hicieron mella en aquellos que nunca se mudaron de sitio, en los que prefirieron quedarse y seguir cultivando los predios de lo que luego fue llamado Pajaritos y que antes había sido feudo de Bartolomé Colón, quien beneficiara a los que viniendo, enfermos y desamparados, de La Isabela, encontraron comida, permanencia para los enfermos y para los hombres que produjeron bienes de consumo capaces de convertir “su” villa en un lugar de permanencia.
Ya Bartolomé Colón había trazado la villa y su hermano el Almirante, quizás con pluma de cernícalo o guaraguao, había escrito aquella carta en la que en 1498 rubricaba con su firma el nombre: Santo Domingo. Ni “de Guzmán”, ni nada parecido. El nombre Santo Domingo parecía ser un homenaje a un judío cardador de lanas llamado Domenico. Un Colombo casi desconocido que ahora emergía para ser recordado en el nombre destacado en una villa nombrando la futura urbe y que sería el trampolín de los primeros viajes hacia la llamada Tierra Firme y cuna de la nueva civilización impuesta por las oraciones y la espada.
Allá, en el oeste del Ozama, la incipiente ciudad, —con cuatro calles que eran sólo una según Fray Vicente Rubio, — reclamó atenciones, y su poca gente vio llegar seres de diversa cultura, nacionalidades y oficios; gentíos nuevos, porque muchos de los llegados en el Segundo Viaje y enfermos tuvieron que recalar desde La Isabela a la villa de Santo Domingo, retornaron, murieron o se acomodaron a la oferta de Bartolomé Colón que en principio les proporcionaba tierras y estabilidad precaria, aunque otros se esfumaron como fantasmas. Con la obra ovandina se consolidó el nuevo Santo Domingo. Carlos Esteban Deive se ha referido a la población judía que llegó silenciosa y se asentó con miras comerciales. Para sustituir los que habían llegado en el Segundo viaje, la corona insistió en la idea de dejar pasar, diríase que de modo subrepticio a los repobladores.
Ahora llegarían espaderos, nuevos monjes, gente de mar, políticos en cierne, rufianes, escribanos y jueces, comerciantes sefarditas (judíos de valijas y tonsuras falsas perseguidos e identificables por la ausencia de prepucio), y ya luego se estrenó la primeriza corte virreinal que se asentaba en las salas de la recentina torre del homenaje, y años después en el Alcázar fundado por Diego Colón, espacio florecido de soberbias españolas y de negros domésticos. La ira de Ovando contra los Colón quedaba sepultada por la decisión de la Corona.
Algunos viajarían con nombres supuestos, con lenguas regionales y un castellano aprendidos a pronunciar en el trayecto de aquellos inevitables meses marineros configurados por la esperanza, la sal, el oleaje y la espuma, marco agónico de la tierra distante. Hoy, dentro de la modernidad, la estatua de Fray Antón Montesino, todavía fraile abandonado a su suerte, indica con gesto broncíneo el camino por dónde vinieron, a la vez que acusa hasta el día de hoy, con sólida melena llena de cardenillo, el abuso, donde se esconden, donde están los encomenderos, los ladrones del pasado y del futuro, diciendo que la urbe está carcomida, que la avaricia rompió hace tiempo los sacos de cada época, y que la historia, acertijo perenne, se repite.