Cultura Nacionales

El Arca de Noel: Sefarditas Iluminados

Written by Debate Plural

Jose del Castillo (D. Libre, 5-4-14)

He tenido la dicha inmensa de fraguarme en una relación privilegiada con algunos sefarditas iluminados. Como los descendientes del linaje de Noel Henríquez Athias (1813-1904), quien nació en Curazao, vivió en Saint Thomas, hizo estudios de comercio en Londres y decidió desembarcar en Santo Domingo en la segunda mitad de los 30 del siglo XIX, matrimoniándose en 1839 con Clotilde Carvajal Fernández, hija de cubano y dominicana. Unión que prodigó una decena de vástagos que prolongarían el linaje en el país a través de los Henríquez y Carvajal de impronta prodigiosa en la vida cultural y en otros órdenes. Como consigna el genealogista Antonio J.I. Guerra Sánchez, de este tronco surgieron las ramas H. Alfau, H. Sánchez, H. Mesa, H. Marty, H. Ortega, H. Velásquez, H. García, H. Pellerano, H. Perdomo, H. Méndez, H. Moreno, H. Aybar, Lamarche H. (García H), H. Ureña, H. Brodin, H. Lauransón. Y añadiría, H. Nolasco, H. Lombardo, H. Vásquez, Coiscou H., H. Gratereaux, Lluberes H., Prota H., H. Almánzar, todas familias laboriosas y honorables.

De la segunda generación de los Henríquez alcancé a don Fed (Federico Henríquez y Carvajal), el Maestro, colaborador de Hostos en su revolucionaria empresa pedagógica normalista y universitaria, juntamente con su hermano Francisco y la cónyuge de éste, Salomé Ureña. Adjetivado «amigo y hermano de Martí», a quien acompañó durante su visita a Santo Domingo en septiembre de 1892. Destinatario del testamento político del 25 de marzo de 1895 redactado por el patricio cubano antes de embarcarse en Montecristi tras su destino. Promotor del Álbum de un Héroe, publicado en Santo Domingo en 1896, a raíz de la caída de Martí el fatídico 19 de mayo del año anterior.

De la mano de mi madre Fefita -quien fuera alumna querendona de don Fed en la escuela de las Pellerano, casado en segundas nupcias con Luisa Ozema-, le visitábamos en su hogar museo de la calle Sánchez, entre Mercedes y El Conde, en residencia que perteneciera a Joseph Eleuterio Hatton, hacendado azucarero y tesorero del Partido Revolucionario Cubano que fundara Martí. Cuyas siglas JEH aparecen labradas en los tragaluces de las puertas interiores -como le observara en una ocasión a Francisco «Chito» H. Vásquez, nieto del Maestro y conservador de su biblioteca y objetos de valor histórico, como antes lo hiciera su padre Enriquillo.

Allí, vestido de dril blanco o crema hueso, achicado por el peso centenario de los años, don Fed se sentaba en la sala mirando hacia la calle y recibía afable a las visitas, manteniendo la puerta abierta de la amistad. Reverencial ante el patriarca, mi madre le saludaba y casi le pedía su bendición, introduciéndome como «José, mi muchachito». El me tomaba con sus manos arrugadas y amoratadas por el tiempo, el tronco hundido en el sillón, las ojeras pronunciadas y el pelo clareándole la cabeza aún lúcida. Eran escenas de ternura que todavía retengo en la retina.

Don Fed dirigió escuelas e impartió docencia. Presidió la Suprema Corte y fue rector de la Universidad de Santo Domingo. Fundador de la Academia Dominicana de la Historia y de su órgano Clío, en los 70 pude leer en el Archivo de la Nación y en hemerotecas de Santiago las colecciones empastadas del bisemanario El Mensajero y de la revista Letras y Ciencias, dirigidos por él. Gracias a José Henríquez Almánzar, dispongo de una muy completa muestra de sus libros, entre los Páginas Selectas, Nacionalismo, La Hija del Hebreo.

El otro Henríquez que sonó en el seno de mi hogar siendo yo un niño fue don Babá (Abad H.), fundador del Instituto Escuela, un centro educativo modélico que aprovechó el impulso y los saberes de los emigrados republicanos españoles que integraron su cuadro profesoral y directivo. Mis hermanas pasaron por sus aulas. Allí Colombino H. García, abuelo del fraterno Pascual Prota H. -ingeniero eléctrico y empresario, fundador de la Autoridad Nacional de Asuntos Marítimos y talento excepcional-, impartió docencia, como lo hizo en la Academia Batalla de Las Carreras, sirviendo como subsecretario de Educación.

Luego vino el encuentro con Pedro Henríquez Ureña y Amado Alonso, mediante su Gramática Castellana, dos volúmenes que conservo, usados como texto en el Colegio de La Salle. En Chile, dos alumnos de este maestro de generaciones, los argentinos Ponciano Torales y José Luis Najenson, fueron mis profesores y hablaban de él con fervor. Ser dominicano me granjeó un franqueo especial. El juez supremo Héctor Masnatta, invitado por mí a mediados de los 70 a impartir un curso en la UASD sobre corporaciones multinacionales, fue discípulo de nuestro humanista. Al igual que el Almirante Massera, huésped del gobierno, quien estampó su gratitud en las páginas del Listín Diario.

En los 60 conocí en Bs Aires en la Librería El Ateneo a Jorge Luis Borges, su amigo porteño de tertulias literarias, y a Ernesto Sábato, autor de un ensayo monográfico sobre su obra. En la cual me inicié con la Antología que preparara su hermano Max para la Colección Pensamiento Dominicano dirigida por el librero y editor don Julio Postigo. Seguida por sus títulos en el Fondo de Cultura Económica. He devorado todo lo relacionado con PHU y por él hice amistad con Juan Jacobo de Lara, compilador de sus obras completas en la UNPHU. En la pasada Feria del Libro, compartimos con su hija Sonia H. Lombardo, quien vino a propósito de una nueva edición de sus obras a cargo de mi ex alumno Miguel de Mena.

A Max Henríquez Ureña lo conocí en los inicios de los 60 en la Librería Dominicana, en ocasión de la puesta en circulación en su patio de la obra La Independencia Efímera, en la Colección Pensamiento Dominicano, que incluyó dos volúmenes de su Panorama histórico de la literatura dominicana. Luego acudí a unas conferencias que impartiera en la Facultad de Humanidades de la UASD, en la que mi amigo Frank Moya Pons seguía carrera de Filosofía y Letras -en su momento secretario particular de don Max. Con la reaparición de Listín Diario en los finales del gobierno de Bosch, el escritor y diplomático inició una columna (Desde mi butaca) bajo el seudónimo de Hatuey, de la cual me hice lector asiduo. En las tardes animadas de El Conde, este personaje acostumbraba a ubicarse en la esquina José Reyes, en el costado de La Veneciana de Giovanni Abramo, siempre trajeado con colores pasteles en frescos tejidos de dril y mallorquín. Con ese rostro de mansedumbre bonachona.

Más tarde pude apreciar la tremenda sapiencia de este reservado señor de las letras, al leer su monumental Breve historia del modernismo editada por FCE de México y las obras completas coeditadas por la Universidad de La Habana y nuestro Ministerio de Cultura, al igual como se ha hecho con las de su hermana Camila, educadora en Cuba durante décadas, con una huella profunda en la pedagogía y la crítica literaria. Dos vástagos de Max fueron mis amigos, gracias a Felo Haza del Castillo y su hijo Rolandito. Leonardo, más sosegado, a quien traté en encuentros amables en Santo Domingo y el personaje de novela que fuera Hernán, cuya base visitaba cuando estaba en Miami, siempre fraguando fantásticos proyectos. Una figura de mil historias.

En los 70 interactué con otros Henríquez. Chito, sobrino nieto de Horacio Vásquez por el costado materno, colega en la UASD con quien me veía en una peña diaria. Un luchador antitrujillista fundador del Partido Socialista Popular a mediados de los 40 que hizo su exilio en Cuba, donde formó familia. Director del Departamento de Historia de la UASD e incansable docente, poseía una sólida formación e inteligencia superior. Hermano del legendario deportista Gugú, muerto en la expedición de Luperón. Y de Estelita -muy querida de mi madre, como lo fuera Chito-, quien matrimonió con el arquitecto Mario Lluberes, padres de Camilo, Marito y Alma, esta última madre de los jóvenes Vicini Lluberes, con la que fundamos el grupo cívico Pro Patria. En la última tertulia de Chito amisté con Nabú Henríquez Díaz, sobrino de Juan Tomás y a distancia, en una mesa próxima ya en La Cafetera o en la Esquizofrenia, veía a su primo Pitó Pérez H., con quien no se llevaba.

En el ambiente irrepetible del patio de la Logia Cuna de América (Franklin Mieses Burgos, Freddy Prestol Castillo, Chichí Alburquerque Zayas-Bazán, Herminio Henríquez, Gustavo Tavares Espaillat, Frank Logroño, Federico Henríquez Gratereaux, Frank Moya), asistía a la tertulia liderada por Enrique Apolinar Henríquez, don Quiquí. Otro patriarca respetable a quien había leído en mi adolescencia «desde mi sofá» de la Martín Puche, al repasar las páginas eruditas de Analectas -órgano de la logia dirigido por él en la década del 30, cuya colección empastada encontré en la biblioteca de mi padre. Su Sermonario del Editor era una sola palma de fuego nacionalista. Ahí leí a Bosch por primera vez: Guaraguaos. Aparte gratos recuerdos, surgió allí una buena amistad macerada en inquietudes comunes con Federico H. Gratereaux. Acudí a sus estimulantes conferencias en la Biblioteca Nacional junto a Gustavo Tavares E. y familia. Compartimos columna semanal en el vespertino Ultima Hora, con Freddy Prestol, Néstor Caro, Frank Marino Hernández y Andrés Julio Espinal. Viajes al interior a Macorís y La Romana, en la carroza americana de Felo. Sancochos de Marina con Montaner. Tertulias en El Caserío y la barra del Comercial junto a Franklin Mieses B. He celebrado su excelente programa de TV, los éxitos ensayísticos y su dirección en diari os como El Siglo.

Con los Henríquez me siento en familia. Viene de varias generaciones con mis abuelos y padres. Marito, presencia grata desde La Salle. Camilo, fraterno, vital, valiente y solidario. Alma, bondadosa y hermosa. Síntesis especial de sus raíces. Pascual, caro amico, agudo e ilustrado, con el tesón Prota, relojeros pioneros, y la vieja Sepharad aleteando en su intelecto. Y claro, las Norita, Beatriz, Neney, Grace Coiscou. Y José Luis González Coiscou, hijo de Mignon C. Henríquez. Todos salidos del Arca de Noel.

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