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Efemérides patrias de la cultura

José Rafael Lantigua, ex ministro de cultura República Dominicana (D. Libre 2-6-13)

El año en que discurrimos se acoge como jornada de aniversarios históricos del patriotismo y la cultura dominicana, ideales para motivar acciones que procuren recordar la trascendencia de estas efemérides.

Junto al bicentenario de nacimiento de Juan Pablo Duarte, indiscutiblemente la celebración conmemorativa por excelencia de este año, existen otras fechas de relevancia que requieren la atención institucional y colectiva para que las divisas de la identidad y la proceridad dominicanas que, desde sus diferentes ángulos, comportan las personalidades objetos de estas evocaciones, sean exaltadas y divulgadas, preferentemente en la población joven que, por las añejas deficiencias de nuestro sistema educativo, ignora pormenores fundamentales de nuestra historia.

A riesgo de olvidar algunas de estas conmemoraciones, me permito recordar seis de ellas que me parecen las más resaltantes. Ya se ha conmemorado una: la del cincuenta aniversario del ascenso al poder del Presidente Juan Bosch Gaviño, el primer gobernante democráticamente elegido en la República Dominicana en más de tres décadas. El recordatorio de esta fecha memorable de nuestra historia -27 de febrero de 1963- me ha parecido débil. Esa fecha marca el inicio real del proceso democrático dominicano, que tendrá más adelante capítulos de largas inconveniencias para asentarse definitivamente, pero que deja, gracias al pensamiento y la práctica gubernativa de su máxima figura, un manojo de enseñanzas sobre la forma de ejercer la democracia en un país que todavía ignoraba sus valores, sacudido por la infame presencia durante poco más de seis lustros de un régimen férreo. Lamentablemente, aún persisten resquemores y malicias encubiertas en unos casos, insólitamente abiertas en otros, en torno al Presidente Bosch y al relieve alcanzado por sus efímeros siete meses de gestión gubernativa. Han pasado cinco decenios y todavía prevalecen actitudes de desdén a ese periodo luminoso de nuestra historia entre quienes recibieron la herencia de la derrota eleccionaria de diciembre de 1962, por un lado, y los que surgieron como adversarios, y siguen ejerciendo esa posición en nuestros días, a causa del Bosch posterior a 1973, los cuales se encuentran ramificados en diversos estratos sociales y políticos. En una nación menos atiborrada de consignas inmaduras y con un conocimiento menos ponzoñoso sobre los valores de la realidad histórica, un acontecimiento como el recordado recientemente debió merecer una mayor y mejor cobertura nacional.

En torno a esta figura egregia de nuestra vida política y cultural se centrará otro aniversario dentro de cuatro meses: el triste momento en que el Presidente Bosch sale del poder a causa del insensato madrugonazo del 25 de septiembre de 1963. El primero ha debido elevar los valores y reglas de la vida en democracia, enalteciendo el ejercicio transparente de un gobernante que intentó educar a una «clase dirigente» formada en el ostracismo o durante la dictadura, y a una población sin experiencia democrática, sobre la forma de vivir en este sistema en un país cuya geografía estaba afectada entonces por una pelonería inmensa y se mostraba aturdida, aunque esperanzada, ante la nueva realidad que vivía. El segundo aniversario mostrará el rostro severo de la imbecilidad política que llevó a un grupo de dirigentes partidarios y de comandantes militares a cerrar las válvulas de aquel proceso iniciático con postulaciones que socavaron ese intento democrático. Para conmemorarlo, se soltarán de nuevo en toda su rígida contumelia los resortes históricos que apadrinaron o ejecutaron aquella acción abrupta de resultados que abrieron caminos de sangre, de odio y de inseguridad por largos años. René Fortunato, más que nadie, ha mantenido viva la historia y sus recovecos. Bastará solo refrescarla, sin avivar enconos, sino para situar el momento histórico en el espacio que le corresponde y recoger la semilla democrática sembrada en aquel histórico febrero de hace cincuenta años.

En su ensamblaje intelectual, la historia recorre tramos diversos. No solo la vida política o el engranaje social con todos sus matices, conforma el discurrir histórico. El arte y la literatura -que es otra forma artística- cumplen roles determinantes en la construcción del devenir de los pueblos. Y en este terreno, el país dominicano tiene que realzar las contribuciones que, desde la escritura literaria o el ejercicio artístico, han realizado sus figuras señeras en distintos momentos de nuestra historia, aportando con su arte o con sus letras al desarrollo de la conciencia, de la identidad y del patriotismo. En este espacio sitúo cuatro conmemoraciones que se constituiría en un deshonor patrio el no tenerlas presentes en la agenda institucional dominicana de este año.

La primera llega el próximo lunes, cuando se conmemora el centenario de nacimiento del poeta nacional, Pedro Mir. He dicho antes que Mir integró el poema a su empoderamiento social, hizo que alcanzara la dimensión de la profecía y el aliento de esperanza en tiempos históricamente difíciles y absurdos. Hace 64 años, en La Habana, Mir creó Hay un país en el mundo y, a partir de aquel entonces, el poema pasó a ser la representación de la esencia de la dominicanidad mancillada y la esperanza del porvenir iluminado. Nadie debería negar que el país posterior a la Era de Trujillo no fue fundado en las calles ni en las plazas ni en los discursos ni en las proclamas políticas. Ese país fue fundado por un poema que nos descubrió desnudos en la orfandad de los sueños, que nos vinculó con la necesaria esperanza, que nos enseñó que estábamos colocados en el mismo trayecto del sol, que éramos oriundos de la noche y que, en medio de una frondosa geografía el campesino breve, seco y agrio moría descalzo y la tierra no le alcanzaba para su bronca muerte. Todo lo demás vino después, pero primero fue el poema de Mir y sus secuelas. Con toda justicia y derecho, Mir recibió en vida la excelsa distinción de Poeta Nacional de parte de las cámaras legislativas. El centenario de su nacimiento debiera constituirse en una orgía de patriótico lirismo en todos los rincones de la República.

Olvido doloroso que el país cultural debiera resarcir, ha sido el centenario de la muerte en San Pedro de Macorís, el 18 de enero de 1913, de otro gran poeta, Gastón Fernando Deligne. Han pasado cinco meses y poco se ha hecho para recordar esta efeméride del patriotismo literario. Deligne fue la personalidad poética más encumbrada de la primera mitad del siglo veinte como el exponente más brillante de su generación. Por largo tiempo, el poeta petromacorisano fue considerado en la élite literaria dominicana como el poeta nacional, y sin dudas que lo fue (en franco debate con Salomé Ureña) para los que ejercieron la literatura, como escribas o lectores, hasta entrados los años sesenta. «El espíritu nacional mejor dotado para la alta meditación poética… el poeta dominicano que ha recibido, con mayor abundancia, el don supremo de la inspiración verdaderamente creadora», en palabras de Joaquín Balaguer, quizá el mayor defensor de su estatura literaria. Aún hay tiempo para recordar a Deligne, para reanalizar su obra y sus grandes aportes a la poesía dominicana del pasado siglo.

El próximo 14 de junio, en el marco de una gran fecha patriótica, se ha de recordar el centenario de nacimiento de otra importante figura de las letras dominicanas, nativo de San Rafael del Yuma, el historiador y novelista Ramón Marrero Aristy. Pocas veces recordado, Marrero es uno de los novelistas fundamentales de nuestra historia literaria. Simpatizó temprano con las ideas socialistas, pero se plegó, como otros tantos intelectuales, al régimen trujillista, ocupando relevantes posiciones públicas y haciéndose cargo de la historia dominicana oficial que había desestimado escribir Américo Lugo. Al final, seguramente por profundas diferencias con la dictadura a la que servía, fue víctima de la vesania del régimen, pero la importancia de su labor narrativa le otorga una dimensión especial a su vida. Sus novelas Over y Balsié son ejemplares virtuosos de la mejor narrativa dominicana, la primera dentro del espectro de las costumbres, y la segunda como obra cimera de la denominada novela de la caña. Ignorar a Marrero este año sería imperdonable.

Uno más. En esta semana que concluye, el pasado lunes 27, debió conmemorarse el centenario del nacimiento en Burgos, España, de José Vela Zanetti, el artista republicano que se asentó en el país de la dictadura y que aquí realizó una obra portentosa, diseminada por gran parte de la República, en murales y lienzos de gran valor. Algo aún debe hacerse para recordar a este gran artista. Cuando las instituciones y los ciudadanos olvidan las grandes efemérides de un país (y las literarias y culturales los son), o solo recuerdan las que son políticamente convenientes, los espacios de valoración histórica de su discurrir se entumecen y se pervierten. No solo las militares y políticas son efemérides patrias. Las son también, y en igual o mayor grado, las culturales que constituyen el patrimonio engrandecedor de un pueblo.

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Debate Plural

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