Cultura Nacionales

Algo de background

Written by Debate Plural

Jose del Castillo (D. Libre, 2-11-13)

 

La inmigración haitiana en la República Dominicana se originó en el marco de una relación triangular establecida durante la Ocupación Militar Norteamericana de 1916 a 1924, cuando nuestro país y Haití (1915-1934) se hallaban ambos bajo el control del Cuerpo de Infantería de Marina de los Estados Unidos, hecho que facilitó el flujo de trabajadores del Oeste hacia los ingenios del Este de la isla. Era el período de la denominada Danza de los Millones y los precios del azúcar se habían disparado como efecto de la escasez provocada por la Primera Guerra Mundial. Europa, escenario del conflicto bélico, era el principal productor de azúcar de remolacha, cuya oferta había decaído y las empresas norteamericanas demandaban mano de obra abundante para expandir la oferta mundial de azúcar de caña y sacar ventaja de este boom.

A finales de 1920, los precios internacionales del azúcar se desplomaron estrepitosamente, consecuencia de la expansión extraordinaria de la producción azucarera de caña en los trópicos y la rápida recuperación de la remolacha europea, lo que saturó el mercado. Fenómeno que tuvo un impacto financiero devastador entre dueños de ingenios, colonos y comerciantes que se habían endeudado con los bancos al impulso del ciclo expansivo anterior. Materia prima del fresco novelado que es Cañas y bueyes de Moscoso Puello y del texto El Terrateniente de Manuel «Cundo» Amiama.

En este nuevo cuadro se produjo una reestructuración de la propiedad azucarera, fortaleciéndose la tendencia hacia la concentración en grandes corporaciones que pasaron a dominar todas las fases del proceso, incluido el comercio mayorista y minorista, como lo explica con lujo de detalles vivenciales la novela Over de Marrero Aristy. La mano de obra haitiana se reveló entonces funcional para deprimir el salario real y reducir costos, incrementándose su presencia en el corte, haciéndose ya estructural a nuestra operación azucarera.

Como narra con amargura un bodeguero de Moscoso en Cañas y bueyes: «En estos bateyes, ¡carajo! Uno se envejece, pierde sus fuerzas, se arruina la vida si viene arrancado, pierde todo lo que trae, si viene con algo, y termina por ir al pueblo a pedir limosna (…) Y se embrutece. Mirando solo caña, empotrerados si se puede decir, casi comiendo yerba. Salimos de aquí hechos unos animales. Ni periódicos, ni escuela, ni nada ¡Cañas y bueyes y haitianos!»

Desde entonces, disparados por el resorte de la demanda que igualmente los llevó, como a los jamaiquinos, a trabajar en los campos de caña del Oriente de Cuba -donde el padrino de Fidel Castro, Hippólite Hibbert, era el cónsul de Haití que tramitaba en Santiago de Cuba los arreglos de este flujo-, los haitianos realizaron la zafra azucarera dominicana y fueron desplazando progresivamente a los inmigrantes de las islas del Caribe llamados cocolos, quienes les precedieron en esta faena. Los cuales, a su vez, venían suplantando a los jornaleros criollos desde finales del siglo XIX.

Formándose de este modo una suerte de cadena de sucesiones laborales, eslabonada asimismo en su momento por el aporte de jíbaros boricuas que cruzaron el Canal de La Mona para cortar caña en el Este, con un pobre desempeño en cuanto a rendimiento en San Pedro de Macorís. Tal como se quejaba William L. Bass, dueño del ingenio Consuelo, uno de los promotores de esta importación de braceros en 1893, quien prefirió finalmente a los cocolos para formar sus brigadas de picadores. Ya desde los finales de la década del 80, el empresario puertorriqueño Juan Serrallés, dueño del ingenio Puerto Rico, había reclutado compatriotas suyos para trabajar en su propiedad.

Conforme a testimonio familiar, el inmigrante gallego Juan Gaviño, abuelo materno de Juan Bosch, padre de Ángela Gaviño Costales -quien nació en Puerto Rico junto a otros dos hermanos, figurando en 1946 en los registros de la Dirección de Inmigración de la República Dominicana con nacionalidad Americana-, se habría trasladado junto a su familia desde la isla vecina hacia 1897. Ingresando por San Pedro de Macorís para trabajar en el ingenio Puerto Rico de Juan Serrallés, estableciéndose luego en Río Verde, La Vega, como un «modesto agricultor» -nos dice Juan Bosch-, cuya propiedad «él sembró con su propio trabajo de cacao y de café». Remachando, sincero: «procedo de hogar humilde».

José Bosch Subirats, natural de Tortosa, Cataluña, habría arribado en goleta a San Pedro de Macorís procedente de Saint Thomas, en marzo de 1901, según figura en un registro de Inmigración. No sin antes probar suerte como albañil en Brasil, de acuerdo a su hijo Juan. En cuya cronología, elaborada por Piña Contreras, el padre figura como constructor de la chimenea de ladrillo del ingenio Italia de Vicini, hoy Caei. Un mundo, el de los ingenios, que aparece en el celebrado cuento de Juan Bosch Luis Pié -Premio Hernández Catá en La Habana en 1943-, en el que los dioses abandonan a su suerte a un desgraciado jornalero haitiano acusado sin razón de prender fuego a un cañaveral.

Pese a los balances iniciales de su inserción masiva en los ingenios dominicanos, los puertorriqueños resultaron vitales para fomentar y levantar el Central Romana, laborando en tareas fabriles, administrativas y de supervisión. Formando el cuerpo de guarda campestre, para lo cual se trasladó un grupo de policías de la Isla del Encanto al mando de un oficial de apellido Morales. Poblando con su positiva presencia el sugar town que conocemos como La Romana. Ordenado, de limpieza impecable, hoy convertido en destino turístico de clase mundial, pionero por demás en el modelo de zona franca industrial. No en vano su principal centro social de recreo tradicional es la Casa de Puerto Rico.

Volviendo a la presencia haitiana en la zafra dominicana, aunque en sus inicios correspondió a un flujo regulado, pronto se reveló la existencia de un fuerte componente ilegal de esta inmigración, facilitado por la contigüidad territorial de ambos países. Esta corriente clandestina, operando fuera del marco de los permisos formales de contingentes concedidos a las empresas azucareras, se evidenció en el Censo de Población de 1920, que arrojó 894 mil habitantes y registró 28,258 nacionales haitianos, representando éstos el 57% de la población extranjera en el país.

Quince años después, el Censo de 1935 mostró la duplicación de los haitianos en ese lapso: 52,657 sobre 1 millón 479 mil habitantes. Aunque se mantuvo en ambas fechas en torno al 3% de la población total, 3.1% y 3.5%, respectivamente. Sin embargo, esta cifra es un referente demográfico del denominado «Corte» de 1937.

Con el ascenso de Trujillo al poder en 1930 se adoptaron medidas denominadas en su conjunto de dominicanización del trabajo. La crisis económica de los años 20 había desnacionalizado aún más a la industria azucarera doméstica, con la quiebra del colonato y el desplazamiento de la fuerza de trabajo criolla. El presidente Trujillo tomó disposiciones migratorias y laborales restrictivas orientadas a forzar a los empleadores a reclutar más dominicanos (70% mínimo), una política flexibilizada por gestión de las empresas azucareras y la legación diplomática norteamericana, para viabilizar la zafra. Entre las acciones iniciales se trasladaron en camiones trabajadores dominicanos desde el Sur y el Cibao hacia los ingenios del Este, para propiciar su incorporación. Y se presionó para el pago de los salarios en moneda de curso corriente, en lugar de vales y tokens emitidos por las empresas.

La brutal matanza de 1937, un fenómeno complejo todavía rodeado de misterio, habría que referirla al aludido incremento demográfico haitiano, conjugado con problemas fronterizos inspeccionados in situ por el dictador -denuncias de contrabando y robo de ganado, predominio de población haitiana residente en posesión de predios en el lado dominicano de zonas limítrofes. Que sirvieron de contexto y pretexto a la fatídica decisión practicada por el régimen de Trujillo. Origen de un serio conflicto diplomático, resuelto en 1938 mediante indemnización económica, con la intervención arbitral de la administración Roosevelt y figuras de sistema interamericano como el Pacto Gondra. Pese al impacto negativo en las relaciones bilaterales, las empresas azucareras norteamericanas, encabezadas por Mr. Edwin Kilbourne, fueron autorizadas por el gobierno dominicano a traer oficiosamente braceros para la zafra.

En este ambiente se promulgó la Ley de Migración de 1939 y su Reglamento, vigentes hasta el 15 de agosto del 2004, que declara no inmigrantes a los jornaleros temporeros y sus familias y les reserva una categoría especial. Una sección de dicha ley establece las regulaciones y procedimientos específicos para la importación de braceros con destino a las empresas y para proceder a su repatriación al término de la cosecha, 15 días después. Otros no inmigrantes, conforme la ley, son los visitantes en viaje de negocios, estudio, recreo o curiosidad. Asimismo, personas que prosigan a través de la República con destino al exterior y aquellas que sirvan como empleados de cualquier buque o nave aérea.

Tras la entrada en vigencia de esta ley, el régimen propició la inmigración judía en Sosúa, tras hacerse representar en la conferencia de Evian celebrada en 1938, en la que se trató a instancias del presidente Roosevelt el tema de los refugiados europeos de las persecuciones nazis. De igual modo, la de los republicanos españoles derrotados por el bando nacionalista en 1939. Y fomentó las colonias agrícolas española, húngara y japonesa desde mediados de los años 50.

Los censos de población de 1950 y 1960 registraron 19,193 y 29,500 haitianos, respectivamente, casi la mitad de 1935. Este indicador revela que durante el régimen de Trujillo el flujo migratorio se mantuvo bajo control, ya que operaron acuerdos de contratación de braceros y al término de la zafra los trabajadores temporeros retornaban a Haití, como sucedió en 1952 y 1959, con vigencia de 5 años renovables.

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