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Cuando Cortázar fue el rayo y la magia

Written by Debate Plural

José Rafael Lantigua, ex ministro de cultura República Dominicana (D. Libre 20-7-13) 

 

«…en qué napa de bóvedas calcáreas, entre menudos esqueletos de lémur, bate su tiempo el corazón del agua».

(Instrucciones para matar hormigas en Roma)

¿Cuándo penetró Julio Cortázar en los lectores dominicanos? Aventurar una fecha tal vez sea imposible, aunque algún memorioso podría resolvernos el acertijo. El escritor argentino nacido en un pueblito de los suburbios de Bruselas desarrolló «un camino largo y sinuoso» en su carrera, en la afirmación de Jaime Alazraki. Como sucede casi siempre con muchos grandes escritores, Cortázar no logró en años ser tomado en cuenta ni por la crítica ni por los lectores. La pasión literaria se asentó en él gracias al amor por la lectura que le inculcó su madre, quien les seleccionaba los libros que debían servir para su formación. Y en esa tarea de lecturas nacieron sus primeros intentos en la escritura.

Contaba 24 años de edad cuando dio a conocer Presencia, un librito de sonetos que publica por cuenta propia en 1938 y que nunca más volvió a publicar hasta que hace ocho años con la edición de sus obras completas Círculo de Lectores lo incluyó en el volumen que recoge toda su poesía. Esperó once años para volver a la palestra y entonces optó por el teatro en 1949 con Los reyes que, aunque Borges lo leyó y acogió en su revista Los Anales de Buenos Aires, el mismo Cortázar aseguraría años más tarde que casi nadie se enteró, recibiendo «un silencio absoluto y cavernoso». Entonces no era Cortázar aún. Era Denis. Julio Denis. Así firmaba.

Al ser ignorado como poeta y dramaturgo, lanza su talento hacia la novela. Escribe en el mismo 1949: Examen y Divertimento, la primera de las cuales la Editorial Losada la rechaza por el uso, que creyeron excesivo, de palabras obscenas. Julio Denis decide guardarlas en una gaveta, hasta que la rueda de la fortuna -en un Julio que creía ciegamente en el destino- le favoreció con la fama y entonces los editores que en lo adelante publicarían hasta sus escritos más intrascendentes, hicieron publicar póstumamente aquellas dos novelitas treinta y siete años más tarde y cuando ya el joven treintañero que las compuso estaba bajo tierra.

Poeta, escritor de teatro, novelista. Tareas no superadas. Denis cambia a Cortázar. Julio Cortázar. Y el destino comienza a modificarse. Se exilia a Francia y le entra al cuento como nueva arma de combate literario. No a las tres sino a las cinco sería la vencida. Porque Bestiario, Final del juego, Las armas secretas, Los premios, incluso Historias de cronopios y de famas -uno de sus dos buques insignia-, surgidos entre 1951 y 1962, no alcanzarán la estelaridad que merecían hasta que Rayuela, en 1963, soltó el trabuco y lanzó el estruendo y la llamarada celeste en todos los confines del orbe. Y conste, no digo mal. No el orbe hispánico solamente, sino el orbe orbe, el orbe global, el conmocionado orbe universal.

A partir de Rayuela el mundo literario se vino abajo. Aplaudiendo o desconcertando. Se soltaron las amarras de la lengua y se inauguró un discurso narrativo que todavía, cincuenta años después, sigue abriendo callejas y confines, como una invención desaforada en la anotación de Omar Priego. Los confines temblaron con la incesante radicalidad de «esa novela calidoscópica, fragmentaria, revuelta, llena de inserciones intrusas, de desarrollo intermitente, hiperactiva, que avanza a saltos y sobresaltos» en el camino examinador que describe Saúl Yurkievich, y que como destacara el autor a Priego en célebre entrevista instauró dos bandos: los que la rechazaron de plano y los que la abrazaron para crear muchas rayuelitas en influencia que el mismo Cortázar considerada negativa, esperanzado en la llegada de una tercera generación que lograra restablecer el equilibrio.

Para muchos, entre los que me encuentro, Julio Cortázar advino a nuestro universo de lectores con la publicación de Rayuela, que presumo hizo su entrada triunfal a los mentideros literarios dominicanos años después de su primera edición, o sea hacia la segunda mitad de los sesenta y, en muchos casos, en la primera mitad de los setenta. Entre asonadas y revoluciones, la patria literaria pudo haber quedado ausente del portento, pero además nada fue tan estruendoso aún. Cortázar entraba en el ruedo del boom y los truenos del estallido avanzaron consistentemente, pero con la lentitud que facilitaban estas geografías isleñas alejadas de la devoración lectora de las grandes urbes, aquí sí, del orbe hispánico.

Con Rayuela el lenguaje se hizo añicos. Y hasta la forma de leer una novela. Y de escribirla. Julio lo afirmaría mucho tiempo después, cuando los críticos, a favor o en contra, habían empleado todas sus neuronas en un análisis que resultó en muchos casos inútil, y cuando los lectores habían empleado todas las fórmulas para empalmar su gusto con aquel texto que raptaba la palabra para levantarla, degradarla, convertirla en sumisa compañera de vínculos cerrados, donde la ficción fue inventiva sintáctica, juego, humor y eufonía, como música o jerga, como ardid, treta, artilugio.

Cortázar -lo dijo- escribió Rayuela sin responder a ningún plan. Viró la torta para hacer todos los juegos con sus lectores y reírse en sus narices, sin mirar a los ojos, babeando de risa sobre su barbilla, a los lectores que enfrentaron aquel texto casi inhóspito. Esto no lo dijo, lo deduzco. «Sólo cuando tuve todos los papeles de Rayuela encima de una mesa, es decir, toda esa enorme cantidad de capítulos y fragmentos, sentí la necesidad de ponerle un orden relativo. Pero ese orden no estuvo nunca en mí antes y durante la ejecución de Rayuela». Son sus palabras y su juego. La carcajada todavía resuena porque los críticos dijeron por años todo lo contrario. O sea, Julio no sabía que estaba escribiendo Rayuela, léase, un invento que iba a transformar por décadas el panorama de la novela en el orbe -no sólo hispánico, dije- y decimos invento porque Cortázar así la define, «una especie de inventar en el mismo momento de escribir». Y machaca: «Rayuela no es de ninguna manera el libro de un escritor que planea una novela (aunque sea vagamente), se sienta ante su máquina y empieza a escribirla. No, no es eso. Rayuela es una especie de punto central sobre el cual se fueron adhiriendo, sumando, pegando, acumulando contornos de cosas heterogéneas que respondían a mi experiencia en esa época en París, cuando empecé a ocuparme ya a fondo del libro».

La historia de cómo se escribió Rayuela es una novela en sí misma. Materia para el desván de un psicoanalista. Y muchos, ¿cuántos?, nos rompimos la sesera leyendo el invento. A pesar de que una nota introductoria en aquella vieja edición de Bruguera que guardamos, instruía sobre su forma de lectura. Y Julio declaraba luego que había más de una opción para leer Rayuela. La primera es la lineal, como se leen todas las novelas. Aventurarse en sus múltiples enigmas y luego el discurso de la conjetura en el ordenamiento del rompecabezas. Y la segunda, en las propias palabras de Julio, que el lector se salte capítulos «que estaban muy adelantados a capítulos que estaban muy atrasados». Para joderse. Es lo que Priego llamó frente a Julio, «una incitación a la participación del lector en una reescritura de la novela», reafirmando Cortázar que su novela tiene doble posibilidad de lectura y que su recomendación definitiva era que el lector lo leyera saltándose capítulos, o comenzando por un capítulo para regresar a otro, «porque ahí es donde lo va a leer entero. Si lo lee de la primera manera (o sea, linealmente) pierde mucho». Y encontramos a la Maga, y la absorbimos hasta la sinrazón en el último pitillo devorado por Oliveira. («En el fondo la Maga tiene una vida personal, aunque me haya llevado tiempo darme cuenta. En cambio yo estoy vacío, una libertad enorme para soñar y andar por ahí, todos los juguetes rotos, ningún problema. Dame fuego».)

Entonces, creo, fue la aventura. El rayo y la magia. La magia que parió aquel rayo tronador y deslumbrante. Todos los cuentos. Diez libros he contado. Las prosas que Julio dijo que no son cuentos, sino simplemente prosas, las historias de cronopios y el tal Lucas. Las novelas, que solo fueron cuatro, si desprendemos las dos primeras y un addendum que salió de la segunda que se conocieron póstumamente. La poesía -después de su fracaso sonetista, Julio volvió a las andadas con otros dos poemarios-, sus obras misceláneas (que manera de nombrar cosas como estas: La vuelta al día en ochenta mundos y Ultimo round, entre otras), su epistolario, sus textos políticos, sus papeles inesperados y sus «otros», esa clasificación desigual que incluye textos como Viaje alrededor de una mesa, y Nicaragua tan violentamente dulce. En fin, todo Julio Cortázar, el de antes y el de después, se construyó a partir de Rayuela, desde la orilla de una admiración que crece hasta hoy, sin límites.

Hace cincuenta años de Rayuela y unas semanas atrás, en un encuentro en El Escorial con Mario Vargas Llosa, su primera esposa -y la que al final cargó con su enfermedad y su entierro- Aurora Bernárdez, al revelar que no es la Maga de esta novela, «ni de lejos», ante la pregunta del premio Nobel de qué cree ella que va a quedar de Julio Cortázar, respondió sin pestañear: «No tengo idea. Hay que esperar 50 años más. Julio quedará en el repertorio de esos escritores ausentes que estarán siempre presentes».

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