José del Castillo Pichardo (D. Libre, 14-3-15)
Eran días nerviosos en que poco a poco nos convertíamos en hombres libres al igual que hombres-libro. Con las órbitas dilatadas salíamos a las calles cautelosas a conquistar la plaza ciudadana. Las vitrinas se atrevían a mostrar sonrientes las nuevas o viejas portadas de libros censurados por la dictadura. Regocijo de lectores, conversación de esquina, diálogo caliente en los bancos de los parques, cuchicheo sabihondo en los mesones de café aromático del Sublime, La Cafetera, el Jai Alai o en las mesas de trago del Panamericano, el Roxi o el Dragón. Unas tostadas de pan de agua con mantequilla, tostoncitos de plátano con mucha sal, el inefable cátchup, un servicio de chicharrón de pollo o de bolitas de queso amarillo, aprovisionaban el avituallamiento. El espeso humo de cigarrillo Hollywood o del proletario Cremas de la Tabacalera, completaba la atmósfera que rodeaba las tertulias de los jóvenes.
Poetas de vanguardia convocaban a la lectura de sus versos. Neruda nos abría las páginas espléndidas del Canto General para recorrer los caminos accidentados de América y su Chile natal, con semblanzas de las etnias aborígenes, los conquistadores, los libertadores, de héroes y tiranos. Trazando en periplo poético su diversa y contrastante geografía. «Antes de la peluca y la casaca/fueron los ríos, ríos arteriales:/fueron las cordilleras, en cuya onda raída/el cóndor o la nieve parecían inmóviles:/fue la humedad y la espesura, el trueno/sin nombre todavía, las pampas planetarias.» La voz, igual espléndida, de Miguel Alfonseca, articulaba los versos raigales del vate chileno.
Nicolás Guillén nos conquistaba a cantar canciones para soldados y sones para turistas en el Caribe abrasante. Nos envolvía sonoro con ese sóngoro consongo de su Cuba -tan nuestra- de cuadro multiétnico, «donde todos somos un poco níspero». Afirmaba la veta africana: «Ésta es la canción del bongó:/-Aquí el que más fino sea,/responde, si llamo yo.» Reivindicando la pluralidad nacional: «Pero mi repique bronco,/pero mi profunda voz,/convoca al negro y al blanco,/que bailan el mismo son,/cueripardos y almiprietos/ más de sangre que de sol,/pues quien por fuera no es noche,/por dentro ya oscureció.» Mulato y maraquero, su verso -digno de musicalización por el grupo Bonyé que hoy anima las tardes dominicales en las ruinas de San Francisco- movía la cintura y los pies.
Aleteaba en el vuelo de la paloma popular, con esa contagiosa canción para dormir a un negrito que se pegaba a la piel. «Coco, cacao,/cacho, cachaza,/¡upa, mi negro,/ que el sol abrasa!» Navegando en el mar de las Antillas, como lo hace Cuba en su mapa: «un largo lagarto verde/con ojos de piedra y agua.» Un largo Silvano Lora, con su portentosa nariz de jefe indio americano, declamaba a Guillén, así como la poesía del pintor cubano Fayad Jamís, su querido amigo parisino patrocinado por André Breton en la muestra de su obra pictórica en los salones de arte de la Ciudad Luz. Eran las veladas de Arte y Liberación en el patio del Palacio Consistorial de la vieja Santo Domingo, con invitados como Corpito Pérez Cabral y Dato Pagán Perdomo -inductores sapientes de nuestra temprana militancia-, obra mural a cargo de Condesito, Silvano, Iván Tobar y Norberto Santana.
Un León Felipe anticlerical irreverente, desde su morada mexicana, comunicaba el mensaje justiciero, dolorido, prometeico, de la España transterrada -compilado en su Antología Rota que editara Pleamar en Buenos Aires, con auspicio de Alberti y prólogo de Guillermo de Torre, más luego Losada- y su grito, el de Ganarás la luz, lo hacíamos nuestro. «No he venido a cantar, podéis llevaros la guitarra./ No he venido tampoco, ni estoy aquí arreglando mi ex/ pediente para que me canonicen cuando muera./ He venido a mirarme la cara en las lágrimas que caminan hacia el mar,/ por el río/ y por la nube…/ y en las lágrimas que se esconden/ en el pozo,/ en la noche/ y en la sangre.» En actuación magistral y grave del poeta y declamador Héctor Dotel Matos, quien tenía a su cargo la poesía comprometida de otro ibero, Gabriel Celaya, fundador de la colección editorial Norte.
Rafael Alberti, desde el exilio bonaerense con camisa marinera y melena militante, declaraba que la patria era grande y humanitaria, que el ideal era alegre, enamorado y escarlata. Nos alentaba a amar la mar desde la vigía poética de su Marinero en tierra: «!Tan bien como yo estaría/en una huerta del mar,/contigo, hortelana mía!/En un carrito tirado/ por un salmón, !qué alegría/vender bajo el mar salado,/amor, tu mercadería!» Lorca andaluz -hablando por boca del poeta Alfonseca-, montado en potra de nácar, derramaba con sus versos lozanos la gracia de guitarra del Cancionero Gitano. Machado, Miguel Hernández, Vallejo, Mir y Carmen Natalia -madrina ejemplar de Juventud Democrática a mediados de los 40, al igual que Josefina Padilla Deschamps y Maricusa Ornes Coiscou- dramatizada ésta por la súper talentosa Jeannette Miller, nos poblaban la cabeza de sueños, a los cruzados bisoños de Arte y Liberación.
Entonces llegaba el viejo Walt Whitman con su barba blanca sabia y nos desataba los zapatos para pisar descalzos la hierba fresca de sus versos libres. Nos llevaba a caminar por los confines salvajes de las praderas, a remontar montañas maravillosas y caudalosos ríos, a repasar los oficios y labranzas de la gente de trabajo, a acudir a asambleas democráticas de su grande América. Este padre venerado de tantos poetas en el mundo, cantor de la épica americana, enfermero en la Guerra Civil, cantado por Neruda en una oda y contra cantado por Pedro Mir a propósito de su manifiesto Canto a mí mismo: «Yo me celebro y yo me canto,/Y todo cuanto es mío también es tuyo,/Porque no hay un átomo de mi cuerpo que no te pertenezca.»
Traducido con entusiasmo erudito por Jorge Luis Borges, León Felipe, Neruda y otros. «Sin/desdeñar/los dones/de la tierra,/la copiosa/curva del capitel,/ni la inicial/purpúrea/de la sabiduría,/tú/ me enseñaste/a ser americano,/ levantaste/mis ojos/a los libros,/hacia/el tesoro/de los cereales:/ancho,/en la claridad/de las llanuras,/me hiciste ver/el alto/monte/tutelar. Del eco/ subterráneo,/para mí/ recogiste/ todo,/ todo lo que nacía,/ cosechaste/galopando en la alfalfa,/cortando para mí las amapolas,/visitando/los ríos,/ acudiendo en la tarde/a las cocinas.» (Oda a Walt Whitman).
Mientras aquí, Manuel, el del Cabral, nos recordaba las raíces, Cibao adentro donde mora Mon y su revólver, en diálogo franco con los hijos de Haití. Y con sus manos de agua temblorosa tocaba el tambor sensual del trópico picapedrero. «Hombres negros pican sobre piedras blancas,/tienen en sus picos enredado el sol./Y como si a ratos se exprimieran algo…/lloran sus espaldas gotas de charol.» Era la realidad quemante del negro en el caleidoscopio de colores de nuestra población, con su correlato de estratificación social y diversidad cultural, la que emergía junto a la libertad política en la primavera dominicana.
En ese contexto, se rescataba la vertiente social y trigueña de la poesía de Héctor Incháustegui Cabral y su Canto triste a la patria bien amada. «Patria…/y en la amplia bandeja del recuerdo,/dos o tres casi ciudades,/luego,/un paisaje movedizo,/visto desde un auto veloz:/empalizadas bajas y altos matorrales,/las casas agobiadas por el peso de los años y la miseria,/la triste sonrisa de las flores/que salpican de vivos carmesíes/ las diminutas sendas.» Muchachos jubilosos, estábamos de fiesta por tanto descubrimiento junto.
En esas estábamos cuando las barbas ideológicas llegaron a nosotros. Si no, pregunten al Commander Efraím o a Víctor Ramírez. Eran tan profusas como las de Fidel, que nos asaltaban con su defensa política en el proceso por el ataque al cuartel Moncada, titulada La historia me absolverá. Se colaban en los maratónicos discursos en la Plaza de la Revolución que Radio Habana transmitía en vivo y Bohemia difundía impresos. Verba a borbotones que enloquecía a los jóvenes catorcistas y a otros que no lo eran, multiplicándose los imitadores. Las del Che, barbas más ralas, llegaban con su manual de La Guerra de Guerrillas, que nunca me gustó por ser yo un ser urbano, acostumbrado a ir al campo sólo a marotear frutas, cazar rolones y guineas o a bañarme en el río -a lo sumo a deslizarme en yagua por la falda de El Gajo, en mi Constanza bucólica de infancia-, no a hacer la guerra verde olivo. Contra el guardia criollo con el tolete.
Los barbudos vinieron también en versión europea. Mediante Marx, con tupida pelambre y su carnal Engels, más atildado -por lo menos peinado. Sus rostros se perdían entre tanta barba y tanta pedantería intelectual en juegos dialécticos y vocación polémica, que dejaron plasmados como seña de identidad del movimiento socialista. Una marca que copiaría pragmático el sagaz Lenin, con su candado pelirrojo que casi pude tocar en 1973 en el Mausoleo que preserva su momia, adjunto a las murallas del Kremlin. Sus textos fundamentales, provistos en ediciones soviéticas y sudamericanas de bajo costo, aportaban municiones a nuestras discusiones. Otros barbados de moda serían el victimizado en México con picana stalinista León Trotsky, con una chivita intelectual, lentillas de sabio y aire de suficiente, este brillante autor de Historia de la Revolución Rusa, formulador de la teoría de la revolución permanente. A quien mi amigo Grigulevich, en misión de Beria, trató de liquidar primero con el auxilio fallido de Siqueiros, metralleta en mano.
Afeitado, Jan Valtin, seudónimo del comunista alemán y espía soviético infiltrado en la Gestapo Hermann Krebs -renegado luego de la Komintern y radicado en EEUU-, publicaba su novela autobiográfica La noche quedó atrás, antídoto ante tanto marxismo, convertida en bestseller. La Hora 25, del rumano Constantine Virgil Gheorghiu, llevada al cine por Carlo Ponti con Anthony Quinn y La Gran Estafa del ex comunista peruano Eudocio Ravines, eran otros ingredientes del sancocho ideológico que se cocía en los 60. A veces indigesto.