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Crónicas del tiempo: Ramón Cáceres Vásquez (Mon) (I)

Written by Debate Plural

Rafael Núñez (D. Libre, 22-6-15)

 

Aquel trágico domingo 19 de noviembre de 1911, se impuso la traición. El grupo de conspiradores horacistas segó la vida del presidente Ramón (Mon) Cáceres Vásquez, como se lo había propuesto. Los ejecutores del plan de asesinato ignoraron que con la acción se abrían nuevamente en la República Dominicana las puertas de la anarquía, el desorden, la inestabilidad económica y el caos institucional.

La vida del caudillo militar se extinguió entre el pavimento de la avenida que él instruyó construir para conectar a Santo Domingo con San Cristóbal y la residencia de Francisco J. Peynado, donde la esposa y la madre de éste, junto a Leonte Vásquez, intentaron salvarle la vida al Presidente. A los 45 años quedó su esposa viuda y 10 hijos huérfanos. Apenas balbuceó un llamado desesperado de agonía a su madre Remigia, con quien tuvo una relación especial.

En los contornos de Güibia, próximo al Malecón capitalino, estuvo echado moribundo el jinete de Estancia Nueva, que condujo a la República desde 1906 hasta 1911 por el camino de la pacificación, el hombre que soñó en convertirse en el último reducto del general machetero que llega a la Presidencia de la República.

Víctima de una conspiración, cuyo único objetivo fue el magnicidio para dar paso a las ambiciones desenfrenadas de poder, la muerte de Mon Cáceres a manos de sus antiguos compañeros de travesía política y bélica, es la expresión de la habitual pobreza del medio social que imperaba y que rodeó ese hecho, los acontecimientos previos y posteriores desde finales del siglo XlX e inicios del XX.

En el pensamiento de uno que otro de los pocos ciudadanos que con estupor fueron a socorrerle a la casa de los Peynado, pasaría por su mente retrospectivamente, como si se tratara de diapositivas, las imágenes de otro asesinato similar ocurrido a poco más de un kilómetro de distancia. En el centro de la ciudad de Santo Domingo el blanco de aquel crimen fue el padre de Mon, Ramón (Memé) Altagracia Cáceres, a quien, aprovechando la oscuridad de la noche, tres desconocidos le arrancaron la vida el 17 de septiembre de 1878, en la casa de Juan de la Cruz Alfonseca en la calle de Regina (José Reyes), en la Zona Colonial.

Aquel fatídico asesinato de Memé Cáceres (padre de Mon), a manos de desconocidos, en un momento en que el clamor popular lo señalaba como favorito para alcanzar la Presidencia de la República, habría sido fraguado por miembros del Partido Azul, pues el rumor público sindicaba como autores intelectuales a los generales Cesáreo Guillermo, a quien disputaba la candidatura presidencial del Partido Rojo, y Ulises Heureaux (Lilís), el gran caudillo, acción que no fue aclarada por las autoridades, por lo que el acontecimiento ha orbitado en la creativa imaginación popular por la falta de información oficial, dando espacio para que la rumorología haya construido todo tipo de especulación.

Ni siquiera los historiógrafos concuerdan con el dato exacto de quién fue el responsable de aquella trama. El más socorrido de los argumentos, pues, es que quien más se benefició con la desaparición física del baecista Memé Cáceres, habría sido Cesáreo Guillermo, quien en los comicios organizados por acuerdo entre los azules y verdes, luego del derrumbe del efímero gobierno de Buenaventura Báez, sería el único contrincante que enfrentaría a Memé, quien contaba con el apoyo de la espada de la Restauración, Gregorio Luperón, como se reveló luego en una carta dejada a los amigos por el general de Puerto Plata.

Un año y tres meses después, en enero de 1879, Cesáreo Guillermo resultó electo Presidente, pasando de Ministro de Interior y Policía del gobierno interino de Jacinto de Castro a la disputada Presidencia del país.

A treinta y tres años del crimen contra el candidato nacido en Azua, Memé Cáceres, los detalles para conspirar contra la vida de su hijo, el presidente Mon Cáceres, fue la comidilla entre amigos y allegados de él en los meses y semanas previas al día de su caída. ¿Fue una muestra de candidez o de confianza de parte de Mon?

Uno de ellos, Plutarco Mieses, personalmente le dio detalles de la conjura que preparaba en ese sentido el general Luis Tejera, hijo, igual que Emilio, de Emiliano Tejera, este último un distinguido intelectual en el que se apoyó el horacismo en sus años de gloria, y jefe de una familia que jugó un rol fundamental en la administraciones del propio Cáceres.

Incluso, uno de los complotados fue Luis Felipe Vidal, azuano, quien había planeado dar muerte a Mon Cáceres por el supuesto disgusto con sus políticas públicas, situación que expresaron a través de un «Manifiesto revolucionario», que se le atribuye la autoría a Vidal, y que fue publicado un año y medio después del asesinato del Presidente en el periódico «La Voz del Pueblo», de Montecristi, en las ediciones del 15 al 22 de diciembre de 1912, como recogen los historiadores Juan Daniel Balcácer, Rufino Martínez y Pedro Troncoso Sánchez en la «Breve antología de Ramón Cáceres».

Personalidad y Decisión

El demostrado arrojo y coraje de Mon sucumbieron ante otro aspecto de su personalidad: su sinceridad, sentimiento en aparente contraposición con el carácter de un guerrero de su talla. Esa franqueza, heredada de su padre, fue la que se impuso la mañana de ese domingo cuando lo iban a matar; no advirtió en ese momento la hipocresía de Luis Felipe Vidal, el autor del manifiesto contra su gobierno, que evidencia una actitud propia de los políticos sin escrúpulos, enraizada en aquellos años del «caciquismo» regional, que se expresaba con golpes de Estado, «revoluciones», anarquías, abusos y fusilamientos de propios y extraños, como única bujía que encendía el motor de la nación. Remigia, la madre de Mon lo advirtió siempre.

El constructor de la paz, sin embargo, hizo ingentes esfuerzos para que el país rebasara la etapa anárquica, caracterizada por el caciquismo de generales regionales, que eran islas aparte en cuyos caprichos moraba la «Ley y el Orden», que aplicaban de manera arbitraria contra ciudadanos sospechosos de tener ideas disidentes.

En su ejercicio de poder, Mon Cáceres demostró con creces que actuaba para ir echando a un lado al tradicional jefe militar que, representado en muchos de sus antiguos compañeros, alegaba cualquier razón personal, política o económica para desatar los demonios de la fuerza bruta en las regiones bajo su mando.

Mon Cáceres no desconocía que con la mayoría de esos hombres, el país estaba endeudado por el «servicio a la Patria», pero no echaba a menos tampoco su criterio independiente de que esas mentes bárbaras tenían que irse a su casa a teñirse sus canas, y hacer las anécdotas a sus nietos de las contiendas bélicas en las que eran protagonistas de primera fila.

Por ese reconocimiento de que buena parte de estos hombres fueron los artífices del horacismo en la «Revolución de la desunión» podría estar la razón de haber postergado la decisión, pero la determinación de acabar con aquel estado de cosas fue el inicio del fin de sus días.

Estando Horacio Vásquez en Nueva York, tras su renuncia del gobierno a mediados de 1909, a su regreso de Europa en 1910, circula el 1ro de enero de ese año una carta firmada por éste y de la autoría de Enrique Henríquez, otrora canciller del régimen de Ulises Heureaux (Lilís), en la que se hacen serios cuestionamientos a la forma en que Mon Cáceres dirigía la cosa pública.

Mucho dolor provocó a Mon Cáceres aquella comunicación en la que, entre otras rúbricas, aparecía la del primo al que admiraba, y quien fue su inspiración en la política: Horacio Vásquez. Su primo entendió, y rompió con el grupo de instigadores, entre otros, Enrique Henríquez y Luis Tejera, dejando Horacio clara su posición, tal como recoge el diplomático norteamericano Benjamín Sumner Welles en «La viña de Naboth» de la siguiente manera: «…no (voy) a urdir tramas subversivas, ni mucho menos a permitir nada que pusiera en peligro la vida de Mon».

(II)

La deshonestidad es algo intrínseco en el ser humano. Las investigaciones de historiadores criollos y extranjeros, sin embargo, son fuentes irrefutables que citan a hombres y mujeres que actuaron correctamente en la política. Horacio Vásquez, por ejemplo, dio evidencias inequívocas de que no se involucró en los planes para secuestrar o dar muerte a su primo Ramón (Mon) Cáceres.

Aunque otras debilidades y faltas son atribuibles a Horacio Vásquez, los estudiosos de la historia dominicana aciertan que éste jamás se involucró en el magnicidio del mocano.

“Hay diversas opiniones relativas a si Horacio Vásquez era parte del complot para matar a Mon, pero particularmente no creo que él tuviera responsabilidad del crimen”, fue la respuesta de Mario Cáceres, nieto de Ramón (Mon) Cáceres, que sentado en el mismo lugar que sirvió como eje de la conspiración contra Ulises Heureaux, cuida como su vida el legado histórico de sus abuelos.

Historiadores clásicos y contemporáneos concuerdan en el hecho de que si bien la deshonestidad también abunda en la política dominicana, Horacio no quiso ser parte del plan de asesinato de Mon, pero otras flaquezas de carácter lo llevaron luego a cometer errores.

“Lo único que se puede decir es que Horacio no aprobó la muerte de Mon, no. Eso no, hay gente que dice que sí, pero no. Horacio no daba para eso, él no era un perverso. Era un gran ambicioso, que era otra cosa”.

Es la afirmación categórica de Roberto Cassá, historiador y director del Archivo General de la Nación.

No porque la componenda criminal perpetrada el 19 de noviembre de 1911 fuera ajena en la conducta de un político como Horacio, sino porque si hubo una razón por la que él incursionó en la política, fue por su firme convicción de poner fin a las maquinaciones tiránicas de Ulises Heureaux (Lilís), que fueron algunas de las causas de división en el Partido Azul.

Aunque surgieron diferencias entre los primos, Horacio Vásquez no podía establecer similitud entre el proceder de Mon y el de Lilís, asesinado el dictador gracias al plan fraguado y ejecutado por ambos en la provincia Espaillat. Otras causas muy propias de la relación entre los seres humanos, condujeron a un enfriamiento de esa amistad, pero la génesis de la discordia se la llevarían a la tumba. No obstante, Mario Cáceres, nieto de Mon, rodeado del mismo ambiente campestre en Estancia Nueva, Moca, atribuye esas disparidades a que tenían carácter distinto.

En su juventud, Mon Cáceres no mostró interés en la política, sin embargo rompió con ese proceder desoyendo los reiterados consejos de su madre, doña Remigia, que le disgustaba que cualquiera de sus hijos incursionara en ella.

Pedro Troncoso Sánchez, el consagrado historiador dominicano, catedrático y diplomático, escribió acerca de la personalidad de doña Remigia en la biografía titulada “Ramón Cáceres”. Explica cómo se enraizó la aversión por la política en esta singular mujer cibaeña. Y no era para menos.

La experiencia que tuvo doña Remigia con su esposo Manuel Altagracia Cáceres (Memé), fue aleccionadora. La viuda de Memé, en una de sus reflexiones con su hijo Mon, se lo planteó:

“La política es la profesión que más pierde a los hombres, mi hijo; en la que ponen más pasiones y más odios. Ella atrae a los ambiciosos de poder, y mientras éstos matan, traicionan, se vengan y hacen sus componendas, sus secretarios lo disimulan todo con palabras bellas y falsas. Pero lo que a la postre trae la política es desgracia. Mira cómo ha terminado tu pobre padre, por causa de la política. Era demasiado bueno, demasiado honrado, para ser político. Nunca lo seas tú, hijo mío”.

Desoír esta sentencia iba a costarle la vida.

Mon Cáceres escuchaba a su madre con atención porque era un hijo respetuoso y obediente, pero en su vida también se atravesó la política. Del recto criterio que tuvo el asesinado presidente sobre la participación en la política, antes de incursionar en ella, habla Pedro Troncoso Sánchez:

“De sus cavilaciones sobre este concepto, y de sus lecturas, ha sacado en limpio que quien no sea patriota y no esté dispuesto a consagrarse al bien del país, desinteresadamente, no debe aspirar a gobernar. Piensa que dedicarse a este oficio por afán de lucro o por ambición de mando, aparentando preocuparse por el bien de todos o haciéndolo a medias, es sencillamente un crimen. Su primo, Horacio Vásquez le conversa siempre sobre los temas de actualidad, poniendo un ardor que Mon todavía no comparte”.

La visión que tuvo Mon sobre la política, lo refrendó en el ejercicio de la vida pública debido a la fuerza de su carácter, que reforzó en el trabajo agrario en la hacienda mocana y en el quehacer público.

¿Fueron las circunstancias que se impusieron en el guerrero mocano ante su primera actitud de mantenerse alejado de la política? ¿Habría sido el medio que influyó para que se embarcara en la guerra y en la política? , o ¿fue el destino, eso que nadie sabe qué fuerza lo impulsa, el que colocó a Mon Cáceres en un espacio privilegiado de la historia del país?

Mon Cáceres, producto del medio

Los tres factores se conjugarían, más el hecho de que algunos rasgos de su perfil los heredó, además, de su progenitor.

El padre de Mon Cáceres, como he venido señalando, fue Manuel Altagracia (Memé) Cáceres, nacido en Azua en 1838, el año en que Juan Pablo Duarte y sus compañeros fundaban La Trinitaria; Memé era hijo de la dominicana María Fernández, oriunda de las Matas de Farfán y del venezolano Juan Manuel Cáceres.

A los 17 años, Memé Cáceres ya había peleado en Santomé, San Juan de la Maguana, bajo las órdenes del general José María Cabral, ostentando el rango de teniente en una batalla desigual de los dominicanos contra el poderoso ejército de 12 mil guerreros haitianos, que se inició el 22 de diciembre de 1855, pero que se ganó heroicamente.

Todas las guerras intestinas despiadadas, en las que no solo Memé Cáceres se estrenó como militar, sino que un aluvión de criollos se graduó en esos episodios bélicos, tuvieron su origen en la gran pobreza material de La Española que dos siglos después del descubrimiento de Cristóbal Colón, sus habitantes vivían de lo que se cultivaba y no había otro medio de producción que generara riqueza. Esas condiciones deplorables se mantuvieron hasta los siglos XVl, XVll y principios del XVlll.

Juan Bosch, en su “Historia dominicana”, al referirse a la mejoría económica que luego darían algunos pueblos del Cibao, plantea que

“123 años después, esto es el 16 de agosto de 1887, fue cuando se inauguró la primera vía de comunicación que conoció el país como el Ferrocarril Central Dominicano, el cual según afirma el historiador Emilio Rodríguez Demorizi, nunca salió de Samaná ni llegó a Santiago, pues su recorrido fue exclusivamente de Sánchez a La Vega y 8 años después, el 16 de agosto de 1895, se inauguró un ramal de San Francisco de Macorís a La Jina”.

La primera prueba del ferrocarril fue el 13 de mayo de 1884.

Las vías de comunicación terrestre de la época no solo eran pésimas, sino escasas. Ramón Cáceres (Mon) y su primo Horacio Vásquez se dedicaban al negocio de las recuas para transportar mercancías por el Cibao central andando por caminos inhóspitos, negocio que fue impactado negativamente con las vías del ferrocarril; esta obra iniciada por la dictadura de Ulises Heureaux, luego ampliada varias veces, una de ellas en el gobierno de Mon Cáceres, 60 años después fracasó por la competencia que le hacían los camiones, autobuses y automóviles.

No obstante, en los últimos 32 años del siglo XlX, se produjo un acontecimiento que también impactó positivamente la economía criolla. Se trató del Grito de Yara, que dio inicio a la guerra de independencia de Cuba, que al extenderse al oriente cubano, los ingenios azucareros fueron destruidos en gran parte, así como fincas ganaderas y cafetaleras.

Citando al historiador Julio Le Riverend, Bosch afirma que de 100 ingenios que había en Cuba en 1868, solamente uno se salvó del azote del ejército Mambí.

La guerra cubana, en la que tuvo una participación fundamental el general dominicano Máximo Gómez, generó un éxodo de familias cubanas hacia diferentes países del continente Americano, entre ellos, República Dominicana.

El 25 de noviembre de 1873, estalla en Puerto Plata un movimiento conspirador baecista contra los seis años de Buenaventura Báez, cuyo líder fue Ignacio María González. A esa provincia norteña fueron a dar, un año después, los inmigrantes cubanos Carlos y Diego Loynaz, quienes establecen el primer ingenio azucarero en las cercanías de la Novia del Atlántico. Un segundo ingenio, La Esperanza, queda instalado en lo que es hoy el barrio San Carlos, en la Capital, referido por Bosch como “la primera empresa capitalista”, que comenzó a moler unos cuatro años después. Otros ingenios fueron construidos, y en abril de 1880 el propio Gregorio Luperón, entonces presidente del país, pasó a ser parte de una sociedad mercantil dedicada a producir azúcar. En medio de un caos político y una crisis económica a principios del siglo XX es que Ramón (Mon) Cáceres llega a la Presidencia de la República.

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