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Cien días para no enamorarse

Written by Debate Plural

Aldana Vales (Revista Anfibia, 23-4-21)

 

Joe Biden cumple 100 días de gobierno. Al asumir,el presidente de Estados Unidos reconoció que lo esperaban cuatro crisis simultáneas: la pandemia, la economía, el cambio climático y la desigualdad racial. Batió récords por la cantidad de decretos firmados que buscan darle a la Casa Blanca un nuevo estilo. Pero a su gestión se le vino una quinta crisis, la que se gestó en la frontera con México e involucra a lxs niñxs que cruzan solxs y quedan a la suerte de la patrulla fronteriza.

Los primeros 100 días no solían ser una marca importante en los gobiernos del país norteamericano hasta la llegada de Franklin D. Roosevelt en 1933. No eran tiempos fáciles. Estados Unidos atravesaba la Gran Depresión y FDR firmó nada menos que el récord de 30 decretos en su primer mes en el despacho Oval. Desde entonces, los 100 días delimitan una especie de primer balance, un análisis de la efectividad de las medidas tomadas desde la Casa Blanca al inicio de una gestión.

Joe Biden tampoco asumió en un momento de tranquilidad para su país. No tiene que enfrentar un desempleo del 25 por ciento como FDR, pero sí una pandemia que ya se cobró más de medio millón de víctimas. Los famosos primeros 100 días aparecieron para él como una fecha límite autoimpuesta. Su objetivo, dijo, era suministrar en ese período las primeras 100 millones de dosis de la vacuna contra el COVID. No parecía una meta inalcanzable. Estados Unidos ya vacunaba a un ritmo de un millón de dosis diarias durante la finalización del mandato de Donald Trump. Sin mucho más que invocar la Ley de Producción para la Defensa, clave para el abastecimiento del material necesario para la campaña de vacunación, Biden lo cumplió a mediados de marzo, apenas pasada la mitad del tiempo que se había establecido a sí mismo.

En su primer mes de gestión, el flamante presidente de los Estados Unidos firmó 32 decretos. Superó el récord que ostentaba FDR. A los políticos de hoy no les toca solo encarar una crisis económica descomunal. Para el nuevo gobierno se trata también de imponer -y rápido- un nuevo estilo.

“Estamos listos para trabajar desde el día uno”, repetían Biden y Kamala Harris en la campaña. Buscaban un contraste, una oposición clara a lo que más le cuestionaban a su rival: la pésima gestión de la pandemia. El momento de empezar llegó el 20 de enero pasado, cuando la fórmula asumió en un escenario insólito. La ceremonia, que ya iba a ser limitada por temor a los contagios, se realizó en una Washington en estado de emergencia, custodiada por más 20.000 miembros de la Guardia Nacional tras el ataque que había sufrido el Capitolio dos semanas antes.

En las primeras 24 horas, Biden firmó 17 decretos que contenían más expresiones de deseo que políticas concretas, pero que permitieron ver rápidamente las nuevas prioridades: pandemia, economía, ambiente, inmigración, diversidad y, sobre todo, la recuperación del papel de Estados Unidos en la política mundial.

La vuelta a la normalidad

Terminaron los tiempos de tuits presidenciales escandalosos y de ataques con sobrenombres e insultos a los rivales políticos. Atrás quedaron las agendas que aseguraban que el presidente trabajaría “desde muy temprano hasta muy tarde” y aparecieron los comunicados con detalles de la actividad oficial. Retornaron las conferencias de prensa desde la Casa Blanca en las que funcionarios y funcionarias hablan seguido pero dan pocas respuestas.

Una de las primeras órdenes de Biden fue la de volver al Acuerdo de París, como señal de que la preocupación por el cambio climático va en serio. Revocó los permisos para el desarrollo del sistema de oleoductos Keystone XL, un proyecto que está en manos de Canadá y que lleva años en el centro de una polémica ambiental en el norte del país. La decisión le valió un comunicado del primer ministro canadiense, Justin Trudeau, para expresar su “decepción”.

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En la seguidilla de medidas también entró la suspensión de la construcción del famoso muro en la frontera con México, pilar fundamental y concreto de la política de inmigración de Trump. También eliminó la prohibición que había establecido su antecesor para personas trans que quisieran integrar el ejército estadounidense. Ante las quejas por la cantidad de decretos que firmaba, Biden contestó que no estaba creando nueva legislación sino “eliminando malas políticas públicas”.

La vuelta a la normalidad parece ser, sobre todo, el regreso a los años del Gobierno de Barack Obama (2009-2017), en los que Biden fue vicepresidente. La nueva administración busca ahora “restaurar el liderazgo de Estados Unidos en el exterior”, tal como prometió en la campaña.

No hizo falta esperar mucho para ver lo que eso significaba en su totalidad. El 25 de febrero, con poco más de un mes en el Salón Oval, Biden autorizó un ataque aéreo contra instalaciones en el este de Siria bajo la excusa de que eran utilizadas por grupos apoyados por Irán que habían atacado recientemente a estadounidenses en Irak. Nada nuevo bajo el sol diplomático de Washington.

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Biden es también el cuarto presidente en tener que estar a cargo de las tropas estadounidenses en Afganistán, una guerra que comenzó en 2001. “No voy a pasarle esa responsabilidad a un quinto”, dijo recientemente, cuando prometió que el 1 de mayo empezará la retirada.

Gobernar en el centro

En el momento en que Bernie Sanders quedó fuera de la última primaria demócrata, en TikTok floreció una tendencia. Los centennials se grababan imitando el llanto que supuestamente tendrían en la elección general al votar por Biden como el mal menor frente a Trump. “Esto nos hace hacer el Comité Nacional Demócrata”, posteaban.

A sus 78 años, Biden lleva casi 50 en la política estadounidense. No solo no es un recién llegado a Washington. Sus opiniones y posturas moderadas son ampliamente conocidas.

Sin embargo, durante la campaña, Trump insistió en caracterizar a Biden como un títere del ala socialista del Partido Demócrata. Un candidato de la izquierda radical que, decía el magnate, venía a transformar a Estados Unidos en Venezuela o Cuba. El mensaje prendió de la forma esperada y la Florida latina se volcó hacia el lado del republicano.

Al sector progresista demócrata ya le gustaría que Biden fuera ese caballo de Troya del socialismo que pintaba el discurso de Trump. Pero está lejos de serlo.

En su libro Joe Biden. The Life, the Run, and What Matters Now (La vida, la candidatura y lo que importa ahora), el periodista Evan Osnos recuerda el pasado del actual presidente cuando todavía era senador. Votó a favor de desregular Wall Street, de la guerra con Irak, de la ley que definió al matrimonio como la unión entre un hombre y una mujer. Fue el autor de una reforma carcelaria en 1994 que los críticos consideran como la culpable de una encarcelación masiva y de una crisis del sistema penitenciario. Como vicepresidente, acordó mantener recortes impositivos de la era de George W. Bush con tal de evitar un default de la deuda con el que amenazaban los republicanos. Su propio partido quedó horrorizado con esa negociación.

A pesar de todo, Biden resultó imprescindible para los demócratas. El senador está “bien situado geográfica y culturalmente”, le explicó David Axelrod, jefe de estrategia de Obama, a Osnos. Una descripción que básicamente significa que Biden logra atraer el voto de los varones de la clase trabajadora del Medio Oeste del país, ese que le dio la espalda a Hillary Clinton en estados clave como Wisconsin y Michigan en 2016, pero que el partido recuperó en las últimas elecciones. En ningún grupo demográfico Biden le quitó tantos votos a Trump como en el de varones blancos.

Biden es “la veleta que marca dónde está el centro del Partido Demócrata”, recoge Osnos en su libro. Si los vientos de cambio vienen desde la izquierda, él parece tomar nota. Pero también canaliza el límite de lo que el electorado demócrata centrista está dispuesto a apoyar.

En la campaña, prometió subir el salario mínimo en todo el país. La oportunidad se presentó cuando el Congreso tuvo que votar el plan de estímulo de 1,9 billones de dólares y los demócratas intentaron incluir el tema en el mismo paquete. Lo retiraron en cuanto fue evidente que necesitaban apoyo republicano para llegar a la votación y no lo tenían.

La Casa Blanca prefirió, ante todo, que el resto del paquete fuera aprobado rápidamente. Era su principal iniciativa para enfrentar este año.

Unir a los estadounidenses

La administración Biden (“Biden-Harris”, como insisten en llamarla oficialmente desde la Casa Blanca) es una gestión con una diversidad sin precedentes en el país. No solo Harris es la primera mujer en alcanzar la vicepresidencia, el puesto ejecutivo más alto que alguna vez haya alcanzado una persona de su género en la historia del país. El gobierno tiene también a la primera secretaria del Tesoro con Janet Yellen, el primer latino e inmigrante a cargo del Departamento de Seguridad Nacional con Alejandro Mayorkas y la primera persona trans en ser nominada y aceptada para un cargo en el gabinete, con Rachel Levine a cargo de la Subsecretaría de Salud. La lista es larga.

Para la nueva administración, no pasa inadvertido que uno de los mayores legados de la era Trump es la habilitación del discurso supremacista blanco y la de los supuestos valores tradicionales estadounidenses. Uno de los primeros decretos de Biden establece el apoyo del Gobierno federal a las comunidades desatendidas. No tiene mucho más que definiciones y buenas intenciones, pero marca una diferencia con la presidencia anterior.

“Para demasiados, el sueño estadounidense permanece fuera de alcance. A menudo, las desigualdades enquistadas en nuestras leyes y políticas públicas y en nuestras instituciones privadas y públicas le han negado la igualdad de oportunidades a individuos y comunidades. Nuestro país enfrenta crisis simultáneas en la economía, la salud y el clima que han expuesto y exacerbado las inequidades, a la vez que un movimiento histórico que busca justicia ha resaltado los costos insoportables del racismo sistémico”, reconoce Biden en el documento. El reclamo desesperado de justicia racial es la otra gran crisis que atravesó Estados Unidos en 2020, cuando se multiplicaron las protestas a partir del asesinato de George Floyd.

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Apenas comenzada la nueva gestión, la página oficial de la Casa Blanca volvió a tener una sección en español. Del sitio también desapareció toda mención al proyecto 1776, impulsado por Trump y que marca el año de la Declaración de la Independencia como el inicio de la historia del país. Para gran parte de la comunidad afroestadounidense, que sitúa el racismo como característica fundante de la nación, ese año es 1619, cuando llegó el primer barco con esclavos.

No es solo la comunidad negra la que reclama. Trump pasó un año refiriéndose al coronavirus como “China virus”. En ese tiempo, los crímenes de odio contra personas de ascendencia asiática aumentaron 149 por ciento en 2020 en las 16 mayores ciudades de Estados Unidos.

El pasado 16 de marzo, un hombre asesinó a ocho personas en tres salones de masajes en Atlanta. Seis de ellas eran mujeres asiáticas. Biden y Harris, que tenían pensado viajar a la ciudad para promocionar el plan de recuperación económica, reemplazaron su agenda con una reunión con líderes de la comunidad. “Sin importar cuál haya sido la motivación (del ataque), sabemos esto: demasiadas personas asiático-estadounidenses han estado caminando por la calle preocupadas. Se han despertado cada mañana durante el último año sintiendo que su seguridad y la de sus seres queridos está en riesgo. Han sido atacadas, culpadas, acosadas y usadas como chivos expiatorios”, sostuvo él.

Para una administración obsesionada con la unión del país, no hay duda de que la forma de expresarse que tenía el gobierno anterior contribuyó a este clima. “Estamos aprendiendo otra vez lo que siempre supimos. Las palabras tienen consecuencias”, dijo Biden desde Atlanta.

Que nadie diga la palabra crisis

Para el Día de San Valentín, la primera dama de los Estados Unidos, Jill Biden, decoró un sector del jardín de la Casa Blanca con corazones gigantes. Rojo, rosa o blanco, cada uno tenía una palabra de esperanza. “Sanación”, “amor”, “bondad”, “fuerza”, “familia”. No los puso en cualquier zona del predio. Los instaló en el césped que comúnmente usan los periodistas acreditados como fondo para sus salidas en vivo. Todos los gestos parecen milimétricamente calculados.

La primera conferencia de prensa formal de Biden fue agendada para fines de marzo, 68 días después de su asunción. Ninguno de sus antecesores pasó tanto tiempo sin convocar una desde el inicio de la presidencia. El actual mandatario responde preguntas del periodismo en algunos eventos, pero esquiva la exposición. Para un gobierno obsesionado con el control del relato, el Biden sin guión es la peor pesadilla. Siempre lo fue.

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“Nuestros aliados en la región fueron nuestro mayor problema en Siria”, le contestó a un estudiante de la Kennedy School de Harvard en 2014, recuerda Osnos en su libro. El comentario causó que el presidente de Turquía, Recep Tayyip Erdoğan, demandara un pedido de disculpas.

Los ejemplos del problema comunicacional que representa dejar solo a Biden frente a una cámara también son recientes. El 17 de marzo, la cadena ABC le preguntó si pensaba que el presidente ruso Vladimir Putin era un “asesino”. “Lo pienso”, contestó Biden. Para Rusia, fueron “declaraciones muy malas” que demuestran que el nuevo mandatario “no quiere mejorar” unas relaciones bilaterales que ya se encuentran en muy mal estado.

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A pesar de todo, la imagen del nuevo presidente es buena. El sondeo más reciente del Pew Research Center le da una aprobación del 59 por ciento. La mayoría de las personas encuestadas apoyan la forma en la que está manejando varios temas. Esto es especialmente positivo en el caso de la gestión de la pandemia, en el que llega hasta casi los dos tercios.

La confianza en el mandatario cae cuando se trata de la capacidad de encarar de forma efectiva los temas raciales o tomar buenas decisiones en torno a inmigración. Este tal vez sea el punto más débil de la nueva gestión, que aspira a lograr una ambiciosa reforma migratoria sin mucha chance en el Congreso.

La idea central de Biden es crear una ruta para legalizar y darles la ciudadanía estadounidense a unos 11 millones de inmigrantes que llegaron al país sin papeles. Si pasan un chequeo de antecedentes y pagan impuestos, aquellas personas que estaban viviendo en el país al 1 de enero de 2021 podrán acceder a la residencia en cinco años. En tres más, a la ciudadanía, si pasan el examen de historia cívica y de inglés.

Es prácticamente imposible que esa ley llegue a ser votada. El Partido Demócrata necesita por lo menos 60 votos en el Senado para impedir una obstrucción de los republicanos. No los tiene.

La imagen emblemática de las iniciativas migratorias de Trump no es tanto la del muro como la de los niños encerrados en la frontera, separados de sus padres por la política de “tolerancia cero” para quienes cruzaran desde México. Cientos de esas familias todavía no fueron reunificadas y, en su segundo debate presidencial, Biden eligió atacar a su rival por esas medidas.

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Hoy también él enfrenta una emergencia humanitaria en la frontera. El gobierno mantiene algunas restricciones para las personas adultas que quieren ingresar al país desde México, pero las quitó en el caso de los niños. En los últimos dos meses la cantidad de menores de 18 años que cruzan sin acompañamiento se disparó.

Solo en marzo ese número alcanzó los 18.000, un récord en los últimos 20 años.   Quedan bajo el control de la Patrulla Fronteriza, que no tiene instalaciones para atenderlos a todos. Medios y congresistas insisten en preguntar si esto es una crisis, mientras la funcionaria encargada de manejar la frontera con México anunció que dejará su puesto cuando Biden llegue a los 100 días de mandato. Ese era el plan desde un principio, asegura la Casa Blanca.

La palabra crisis se evita a toda costa. “No creemos que haya que ponerle una etiqueta”, prefirió contestar la secretaría de Prensa cuando la situación comenzó a ser evidente. Las únicas iniciativas del Gobierno son, por ahora, la de abrir centros temporales para alojar a los niños y la de recurrir a la Agencia Federal para el Manejo de Emergencias. Es el organismo encargado de los desastres inesperados, como esta crisis, para la que la administración que se decía lista desde el primer día no estaba preparada.

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