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Socios criminales

Written by Debate Plural

Gabriel Rockhill (Counterpunch, 23-12-20)

 

Los intelectuales tienden un velo sobre el carácter dictatorial de la democracia burguesa al presentarla como el absoluto opuesto del fascismo y no como otra fase natural del mismo en el que la dictadura burguesa se revela de modo más abierto”  (Bertolt Brecht).

Una y otra vez oímos que el liberalismo es el último bastión contra el fascismo, pues representa una defensa del Estado de derecho y de la democracia frente al intento aberrante y malévolo de los demagogos que pretenden destruir un sistema totalmente perfecto en beneficio propio. Esta aparente oposición ha arraigado profundamente en las llamadas democracias liberales occidentales gracias al mito de su origen compartido. Por ejemplo, todo escolar de Estados Unidos ha aprendido que el liberalismo derrotó al fascismo en la Segunda Guerra Mundial y que hizo retroceder a la bestia nazi  para establecer un nuevo orden internacional  construido sobre sólidos principios democráticos que –a pesar de sus potenciales fallos y errores– son antitéticos al fascismo.

Este marco de relaciones entre liberalismo y fascismo no solo les presenta como completamente opuestos sino que además define la propia esencia de la lucha contra el fascismo como la batalla por el liberalismo. De este modo forja un antagonismo ideológico falso. Porque fascismo y liberalismo comparten su innegable devoción al orden mundial capitalista. Aunque sea preferible el guante de terciopelo del gobierno hegemónico y consensual y el fascismo sea más proclive a aplicar sin reparos el puño de hierro de la violencia represiva, ambos pretenden mantener y desarrollar las relaciones sociales capitalistas, y han cooperado a lo largo de la historia moderna para lograrlo.

Lo que este aparente conflicto enmascara –y ese es su auténtico poder ideológico– es que la línea divisoria fundamental no es la que separa dos modos diferentes de gobernanza capitalista, sino capitalismo y anticapitalismo. La prolongada campaña de guerra psicológica librada bajo la engañosa bandera del “totalitarismo” ha contribuido en gran medida a disimular esta línea de demarcación al presentar falsamente al comunismo como una forma de fascismo. Tal y como Domenico Losurdo y otros pensadores han explicado con gran precisión histórica y todo lujo de detalles, esto es pura paparrucha ideológica.

Dado que el actual debate público sobre el fascismo tiende a enmarcarse en relación con la supuesta resistencia liberal al mismo, no hay tarea más urgente que la de reexaminar escrupulosamente el historial del liberalismo y el fascismo existentes en la actualidad. Como podrá comprobarse incluso en este breve resumen, lejos de ser enemigos, ambos han sido –a veces sutilmente, a veces de forma clara– compañeros de los crímenes capitalistas. En aras de la claridad y de la concisión, en primer lugar me centraré en el relato coyuntural de los casos no controvertidos de Italia y Alemania. No obstante, es preciso señalar desde el principio que el Estado policial racial y el vandalismo colonial de los nazis  –que superaron con creces las capacidades de Italia– siguieron el modelo de Estados Unidos.

La colaboración liberal en el ascenso del fascismo europeo

Es fundamental señalar que el fascismo surgió dentro de las democracias parlamentarias y que no conquistó el poder desde el exterior. Los fascistas alcanzaron llegaron al gobierno en Italia en el momento de grave crisis política y económica que siguió a la Primera Guerra Mundial y luego a la Gran Depresión. Esta fue también la época en la que el mundo fue testigo de la primera revolución anticapitalista que logró triunfar en la URSS. Mussolini, que se había afilado los dientes cuando trabajaba para el [servicio de seguridad británico] MI5 con el objetivo de desactivar el movimiento pacifista italiano durante la Gran Guerra, fue posteriormente respaldado por los grandes capitalistas industriales y los banqueros complacidos por su orientación política antiobrera y procapitalista. Su táctica fue trabajar dentro del sistema parlamentario, movilizando apoyos económicos poderosos para financiar su amplia campaña de propaganda, mientras sus camisas negras pisoteaban los piquetes obreros y a las organizaciones de trabajadores. En octubre de 1922, los magnates de la Confederación de la Industria y los principales directivos de banca le proporcionaron los millones que necesitaba para organizar la espectacular demostración de fuerza que fue la Marcha sobre Roma. No obstante, no llegó a tomar el poder sino que, como explica Daniel Guérin en su magistral estudio Fascismo y gran capital, acudió a la llamada del rey el 29 de octubre quien, siguiendo la normativa parlamentaria, le encargó la formación de un gobierno. El Estado capitalista se rindió sin pelear, pero Mussolini estaba decidido a conseguir una mayoría absoluta en el parlamento con el apoyo de los liberales. Estos respaldaron su nueva ley electoral en julio de 1923 y aceptaron presentarse en una lista conjunta con los fascistas a las elecciones del 6 de abril de 1924. Así fue como los fascistas, que hasta entonces ocupaban 35 escaños en el parlamento, consiguieron 286 con el apoyo de los liberales.

Los nazis alcanzaron el poder de un modo bastante parecido, trabajando dentro del sistema parlamentario y buscando el favor de los grandes magnates de la industria y de los banqueros. Estos últimos proporcionaron el apoyo que les permitió crecer como partido y, en último término, asegurar su victoria electoral en septiembre de 1930. Posteriormente Hitler rememoraría (en un discurso pronunciado el 19 de octubre de 1935) lo que supuso contar con los recursos materiales necesarios para financiar a 1.000 oradores nazis con sus propios vehículos, para que pudieran celebrar unos 100.000 mítines en el trascurso de un año. En la elección de diciembre de 1932, los dirigentes de la socialdemocracia, mucho más a la izquierda que los liberales de la época pero con quienes compartían una agenda reformista, se negaron en el último momento a formar una coalición contra el nazismo con los comunistas. “En Alemania ocurrió lo mismo que en muchos otros países, en el pasado y en el presente”, escribió Michael Parenti, “los socialdemócratas prefirieron aliarse con la derecha reaccionaria antes que hacer causa común con los rojos”. Previamente a la elección, el candidato del partido comunista Ernst Thaelmann había declarado que votar al mariscal de campo von Hindenburg equivalía votar por Hitler y por la guerra. Apenas unas semanas después de su victoria electoral, Hindenburg propuso a Hitler para canciller.

En ambos casos, el fascismo accedió al poder a través de la democracia parlamentaria burguesa, en la que el gran capital financia a los candidatos suscriben sus objetivos al tiempo que crean un espectáculo populista –una falsa revolución– que dirija o sugiera las preferencias de las masas. Su conquista del poder tuvo lugar dentro de este marco constitucional y legal, que aseguraba su aparente legitimidad tanto en el frente interno como en la comunidad internacional de las democracias burguesas. Leon Trotsky lo entendió a la perfección y diagnosticó lo que iba a acontecer con una notable intuición:

“Los resultados están a la vista: la democracia burguesa se transforma legal y pacíficamente, en una dictadura fascista. El secreto es bien sencillo: la democracia burguesa y la dictadura fascista son instrumentos de una única clase, la de los explotadores. Es absolutamente imposible prevenir la sustitución de un instrumento por el otro apelando a la Constitución, al Tribunal Supremo de Leipzig, a nuevas elecciones, etc. Lo que hace falta es movilizar las fuerzas revolucionarias del proletariado. El fetichismo constitucional brinda la mejor ayuda al fascismo”.

Una vez asegurado el poder, el fascismo mostró su rostro autoritario y se transformó en lo que Trotsky describía como una dictadura burocrático-militar de estilo bonapartista. Con resolución –a un ritmo diferente en Italia que en Alemania– se lanzó a completar la tarea para la que había sido contratado: aplastó a los sindicatos, erradicó a los partidos de la oposición, cerró las publicaciones independientes, suspendió las elecciones, utilizó a las clases más bajas y racializadas como chivo expiatorio, privatizó los bienes públicos, inició proyectos de expansión colonial y dedicó enormes cantidades de dinero a una economía de guerra que beneficiaba a los industriales que le habían apoyado. Para establecer la dictadura directa del gran capital, llegó a prescindir de algunos de los elementos más plebeyos y populistas de sus propias filas al tiempo que aplastaba a muchos desconcertados liberales con la maquinaria represiva de la lucha de clases.

La burocracia burguesa permitió el ascenso del fascismo no solo en Italia y Alemania; lo mismo ocurrió a escala internacional. Los estados capitalistas rehusaron formar una coalición antifascista con la Unión Soviética, un país que 14 de ellos habían invadido y ocupado desde 1918 a 1920 en un fallido intento de destruir la primera república de los trabajadores del mundo. Durante la Guerra Civil española (que para historiadores como Eric Hobsbawm fue una versión en miniatura de la gran guerra de mediados de siglo entre fascismo y comunismo), las democracias liberales burguesas no respaldaron oficialmente al gobierno izquierdista democráticamente elegido.  Prefirieron cruzarse de brazos mientras las potencias del Eje suministraban un apoyo masivo al general Franco, cabecilla de un golpe de Estado. Resulta tremendamente revelador que Franco, un autodeclarado fascista que suele ignorarse cuando se debate el fascismo europeo, entendió con meridiana claridad las razones por las cuales las características accesorias del fascismo podían diferenciarse considerablemente en función de la coyuntura precisa: “El fascismo, ya que esa es la palabra que se utiliza, el fascismo presenta cada vez que se manifiesta características que varían en la medida en que varían los países y los temperamentos nacionales”. Fue la URSS la única nación que acudió en ayuda de los republicanos que combatían el fascismo en España, enviando tanto soldados como materiales. Franco devolvería posteriormente el favor, por decirlo de alguna manera, cuando envió una división de voluntarios a combatir el comunismo ateo al lado de los nazis. Por supuesto, Franco también se convertiría en la posguerra en uno de los grandes aliados de Estados Unidos en su lucha contra la Amenaza Roja.

En 1934 Reino Unido, Francia e Italia firmaron el Acuerdo de Múnich, por el que aceptaban que Hitler invadiera Polonia y colonizara los Sudetes de Checoslovaquia. “La reticencia de los gobiernos occidentales a iniciar negociaciones efectivas con el Estado Rojo”, escribió Eric Hobsbawm, “incluso en 1938-1939, cuando ya nadie negaba la urgencia por fraguar una alianza contra Hitler, es demasiado evidente. De hecho, fue el miedo a quedarse solo para enfrentarse a Hitler lo que al final motivó a Stalin –que desde 1934 había sido el campeón inquebrantable de una alianza de Occidente contra el Führer– a firmar el Pacto Stalin-Ribbentrop de agosto de 1939, con el que esperaba mantener a la URSS fuera de la guerra”. Este pacto de no agresión fue presentado de forma hipócrita en la prensa occidental como la innegable indicación de que nazis y comunistas estaban aliados de alguna manera.

El capitalismo internacional y el fascismo

Los empresarios industriales y los banqueros, así como los terratenientes, no fueron los únicos que apoyaron en Italia y Alemania el ascenso del fascismo al poder y se beneficiaron de él. Lo mismo puede decirse de muchas de las grandes corporaciones y bancos con sede en las democracias occidentales burguesas. Henry Ford quizá sea el ejemplo más notorio desde que en 1938 fue galardonado con la Gran Cruz del Supremo Orden del Águila Alemana, el máximo honor que podía otorgarse a cualquier persona no alemana (Mussolini la había recibido ese mismo año). Ford no solo había canalizado muchos fondos hacia el partido nazi, también le había proporcionado buena parte de  su ideología antisemítica y antibolchevique. Ford estaba convencido de que “el comunismo era una creación totalmente judía”, por citar a James y Suzenne Pool, una idea que compartía Hitler, y algunos autores han sugerido que este último se sentía ideológicamente tan cercano a Ford que algunos pasajes del Mein Kampf fueron copiados directamente de la publicación antisemita de Ford, The International Jew.

Ford no fue la única compañía estadounidense que invirtió en Alemania. Muchos otros bancos, empresas e inversores se aprovecharon espléndidamente del proceso de “arianización” (la expulsión de los judíos de los negocios y la transferencia forzosa de sus propiedades a manos “arias”) y del programa de rearme alemán. Según el estudio magistral de Christopher Simpson, “media docena de compañías estadounidenses clave (International Harvester, Ford, General Motors, Standard Oil of New Jersey y Du Pont) estaban muy involucradas en la producción de armas alemanas”. De hecho, la inversión estadounidense en Alemania aumentó bruscamente cuando Hitler subió al poder. Simpson escribe que “los informes del Departamento de Comercio muestran que la inversión estadounidense en Alemania aumentó un 48,5 por ciento entre 1929 y 1940, al tiempo que decrecía en la misma medida en el resto de Europa continental”. Las filiales alemanas de compañías como Ford y General Motors, así como varias compañías petroleras, hicieron un gran uso del trabajo esclavo en los campos de concentración. El de Buchenwald, por ejemplo, contribuía con mano de obra forzada a la producción de la enorme planta de General Motors en Russelsheim, así como de la fábrica de camiones Ford situada en Colonia, y los directivos alemanes de Ford aprovecharon al máximo los prisioneros de guerra rusos para su producción bélica (lo que supone un crimen de guerra según las Convenciones de Ginebra).

John Foster Dulles y Allen Dulles, que posteriormente se convertirían en secretario de Estado y director de la CIA respectivamente, dirigían Sullivan & Cromwell, según algunos el mayor bufete de abogados de Wall Street en la época. Estas personas desempeñaron un importante papel en la supervisión, asesoramiento y gestión de las inversiones globales en Alemania, a la sazón uno de los principales mercados internacionales –especialmente para los inversores de EE.UU.– durante la segunda mitad de la década de 1920. Sullivan & Cromwell trabajaban con casi todos los principales bancos de Estados Unidos y supervisaban inversiones en Alemania superiores a los 1.000 millones de dólares. Trabajaban también con docenas de compañías y gobiernos de todo el mundo pero, según Simpson, John Foster Dulles “claramente favorecía los proyectos para Alemania, para la junta militar en Polonia y para el Estado fascista de Mussolini”. En la posguerra, Allen Dulles trabajó incansablemente para proteger a sus socios de negocios y tuvo un notable éxito salvaguardando sus activos y ayudándoles a evitar la persecución.

Así como la mayor parte de los relatos liberales sobre el fascismo se centran en su teatro político y en las excentricidades que no forman parte de su esencia, eludiendo así un análisis sistémico y radical, es importante reconocer que si el liberalismo permitió el ascenso del fascismo, el capitalismo dirigió su crecimiento.

¿Quién derrotó al fascismo?

No es sorprendente que las democracias burguesas de Occidente retrasaran enormemente la apertura del frente occidental y permitieran que su antiguo enemigo, la URSS, se desangrara por la maquinaria de guerra procapitalista nazi (que contaba con amplia financiación de los rusos blancos). De hecho, el día después de que la Alemania nazi invadiera la Unión Soviética, Harry Truman declaró rotundamente: “Si vemos que Alemania está ganando, deberemos ayudar a Rusia, y si Rusia va ganando, deberemos ayudar a los alemanes para así permitir que maten a todos los comunistas que puedan, aunque no quiero ver a Hitler victorioso bajo ninguna circunstancia”. Una vez que Estados Unidos entró en guerra, importantes funcionarios como Allen Dulles trabajaron entre bastidores para intentar negociar un acuerdo de paz con Alemania que permitiría a los nazis centrar toda su atención en borrar a la URSS del mapa.

La idea generalizada (al menos en Estados Unidos) de que al final el fascismo fue derrotado por el liberalismo en la Segunda Guerra Mundial, principalmente gracias a la intervención estadounidense en la contienda, es un bulo sin fundamento. Tal y como Peter Kuznick, Max Blumenthal y Ben Norton recordaron a sus oyentes en un debate reciente, el 80 por ciento de los nazis muertos en guerra cayeron en el Frente Oriental ante la URSS, donde Alemania había desplegado 200 divisiones (frente a solo 10 en el Frente Occidental). 27 millones de soviéticos dieron su vida luchando contra el fascismo, frente a 400.000 soldados estadounidenses (lo que equivale aproximadamente al 1,5 por ciento del número de víctimas soviéticas). Fue principalmente el Ejército Rojo quien derrotó al fascismo en la Segunda Guerra Mundial, y es el comunismo –no el liberalismo– el que constituye el último baluarte contra el fascismo. La lección histórica debería ser obvia: no se puede ser auténticamente antifascista sin ser anticapitalista.

La ideología del falso antagonismo

La construcción ideológica de falsos antagonismos, en el caso del liberalismo y el fascismo, sirve para diversos propósitos:

  • Establece el principal frente de lucha entre posiciones rivales dentro del campo capitalista.
  • Canaliza la energía de la gente hacia la lucha por lograr los mejores métodos para gestionar el control capitalista en lugar de para abolirlo.
  • Elimina las verdaderas líneas de demarcación de la lucha de clases global.
  • Intenta descartar de un plumazo la opción comunista (eliminándola por completo del campo de lucha o presentándola hipócritamente como una forma de “totalitarismo”).

Al igual que sucede en las competiciones deportivas, que son importantes rituales del mundo contemporáneo, la lógica del falso antagonismo amplía y exagera todas las diferencias idiosincráticas y las rivalidades personales entre dos equipos opuestos, hasta el punto de que los enloquecidos seguidores llegan a olvidar que básicamente participan en el mismo juego

En la cultura política reaccionaria de Estados Unidos, que ha intentado redefinir a la Izquierda como liberal, es de la mayor importancia reconocer que el antagonismo principal que ha estructurado y continúa organizando el mundo moderno es el existente entre el capitalismo –impuesto y mantenido a través de la ideología y las instituciones liberales, así como por la represión fascista, según el momento, el lugar y la población en cuestión– y el socialismo. Al reemplazar esta oposición por la existente entre liberalismo y fascismo, la ideología de los falsos antagonismos pretende convertir la lucha del siglo en un espectáculo capitalista en lugar de en una revolución comunista.

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