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Tienen razón los republicanos en EEUU: la democracia está amañada. Y son ellos los beneficiarios

Written by Debate Plural
Stephen Holmes (Sin Permiso, 4-12-20)

 

El “establishment” republicano, pese a sacar injustamente provecho de la sesgada composición del Colegio Electoral, de la sobrerrepresentación en la Cámara de Representantes, debido a la manipulación de las circunscripciones electorales, y en el Senado, debido al número igual de escaños para cada estado, no ha tenido prisa por rechazar las ridículas alegaciones de Donald Trump de que el sistema electoral norteamericano está amañado en favor de los demócratas. Sudando por la segunda vuelta a vida o muerte en Georgia [de dos escaños para el Senado el próximo enero] los dirigentes del partido están aparentemente aterrados de enojar al rey loco, que tiene en propiedad a sus votantes, no sea que haga que se desplomen sus porcentajes, como ya está haciendo con Fox News.

Pero la complicidad republicana con este ataque sin precedentes a la democracia norteamericana no es cuestión de conveniencia a corto plazo o temor a represalias. Es mucho peor que eso. Mitch McConnell y los demás no sólo le están siguiendo la corriente al presidente hasta que remita su obsesión. Los votantes de Trump son los votantes republicanos y el Partido Republicano no puede desentenderse fácilmente de ellos ni de sus enloquecidas teorías conspirativas, ni siquiera pasado el 20 de enero.

Esto comporta importantes implicaciones respecto a la forma en que debería responder Biden al incalculable daño infligido al país, en lo cual entra de qué modo enfoque su Departamento de Justicia la restauración del imperio de la ley.

El Partido Republicano se encuentra profundamente comprometido con ese campo de juego ofensivamente inclinado que permite a una minoría de votantes elegir una mayoría de senadores e, indirectamente, una mayoría de jueces en el Tribunal Supremo, por no mencionar al ocasional presidente, como en 2000 y 2016. Forman un partido desvergonzadamente antidemocrático ya sólo en ese sentido, aun dejando a un lado sus descarados esfuerzos de supresión del voto e intimidación de los votantes. Acaso sea esta la principal razón por la que sus líderes se han mostrado tan remisos a desvincularse de la engañosa acusación de que las elecciones presidenciales 2020 han estado “amañadas”. Saben que el sistema está amañado. Está amañado para favorecer a los republicanos. Y se deleitan no sólo en la audacia de Trump de darle la vuelta a la verdad, sino también la forma en que distrae la atención del amaño auténticamente desmedido que le concede a una minoría el poder de imponer su voluntad a la mayoría norteamericana.

Los cargos republicanos se están distanciando lentamente del rechazo embarazosamente ilusorio por parte del presidente a aceptar la realidad de su derrota. Pero el hecho de que se esté tardando tanto refleja una profunda verdad acerca de la política del país, a saber, que los norteamericanos todavía siguen librando la Guerra Civil. Cuando Trump y sus descabellados representantes gritan “fraude electoral”, no quieren decir fraude en el sentido técnico de llenar las urnas o de errores en el escrutinio de los votos legales. Lo que quieren decir es que los demócratas han degradado la composición del electorado facilitando a los afroamericanos de Detroit, Atlanta, Filadelfia y Milwaukee, los votantes demócratas más fiables del país, que se inscriban y voten. Trump habría sido elegido de modo aplastante, vienen a decir, sólo con que se hubiera permitido votar a los “verdaderos norteamericanos”, lo que quiere decir exactamente aquellos en los que están ustedes pensando.

La célebre “estrategia sureña” de Nixon, confeccionada con el apoyo de Strom Thurmond, el infame segregacionista de Carolina del Sur, basta para recordarnos que la indulgencia republicana frente a los temores blancos no comenzó, y no terminará, con Donald Trump. Clave para los orígenes históricos de la aquiescencia republicana a los esfuerzos de Trump por destrozar la democracia norteamericana es su desesperado gambito, destinado a fracasar, por convencer a los parlamentos de los estados controlados por los republicanos en Wisconsin, Michigan y Pensilvania de  reemplazar a los delegados favorables a Biden en el Colegio Electoral de cada estado por una lista de electores favorables a Trump.

Los asesores de Trump creeen evidentemente que su maniobra antidemocrática resulta perfectamente constitucional, puesto que el Artículo II, Sección 1, Cláusula 2 de la Constitución norteamericana declara que “cada estado designará” a los electores [del Colegio Electoral] presidenciales “del modo en que pueda indicar el parlamento del mismo”. Esa cláusula parece suficientemente clara hasta que recordamos, como aparentemente detestan hacer los republicanos, que la Constitución de los artífices legisladores se vio radicalmente revisada por las enmiendas de la Guerra Civil. En particular, la Sección 2 de la XIV Enmienda de 1868 se diseñó para penalizar a cualquier estado que tratara de negar a cualquier ciudadano norteamericano “el derecho de voto en cualquier elección para escoger a los electores del presidente y vicepresidente de los Estados Unidos”. Permitir a los parlamentos de los estados controlados por los republicanos que nombraran a los electores entraría gravemente en conflicto con esta cláusula de suma importancia. Fue agriamente impugnada en los estados de la antigua Confederación por la misma razón por la que los partidarios retrógrados de Trump se niegan a aceptar su derrota. La Sección 2 de la XIV Enmienda se consideró en su época, y aparentemente se sigue viendo todavía, como una traición a la solidaridad racial de la mayoría blanca porque se confeccionó para reconfigurar el electorado norteamericano concediendo el voto a los afroamericanos. Haciéndose descaradamente eco de los aullidos de traición del Sur posteriores a la Guerra Civil, demuestra Trump por qué se le debería recordar como segundo presidente de la Confederación.

Si bien nada de esto implica que el apetito bienintencionado de Joe Biden por cierto grado de colaboración bipartidista sea completamente imposible, sugiere que puede estar pensando en ello del modo equivocado. El “establishment” republicano, tal como se ha mencionado, le tiene pánico a la perspectiva de enajenarse a los votantes de Trump. Pero tienen también contundentes razones, ua vez pasado el 20 de enero, para consignar a Trump al olvido político. Esta es la cuña que debería explotar el presidente electo. Al fin y al cabo, las esperanzas presidenciales de Nikki Haley, Marco Rubio, Ted Cruz y hasta Mike Pompeo dependen de que el actual predilecto de su electorado se vea barrido del escenario. Y si se puede silenciar su estridente voz, el partido puede albergar la esperanza de retirarse a sus costumbres previas a Trump basadas en hacer discretas apelaciones al resentimiento blanco aceptables entre gente educada.

Aunque Biden afirma que quiere restaurar el imperio de la ley que se ha visto profanado por el Fiscal General saliente, William Barr, puede que se imagine que la mejor forma de convencer al menos a algunos republicanos para que colaboren con su administración consista en cerrar los libros en pretérito dirigiendo su nuevo Departamento de Justicia a fin de que lo pasado pasado esté. Pero tratar de “sanar el alma de la nación” desalentando una concienzuda investigación de las potenciales violaciones de las leyes federales por parte de Trump recuerda la definición que daba Robert Frost de un liberal como “un hombre que no puede ponerse de su propio lado en una discusión”.

Si retraerse del enfrentamiento es lo que tiene en mente Biden, puede estar subestimando el deseo tácito de la dirección republicana de librarse del demagogo que ha tomado como rehén a su electorado. Puede que aprueben en silencio, pero de corazón, que mantenga su promesa de no interferir en los esfuerzos de su fiscal general por desvelar la amplitud de las actividades ilícitas en el cargo. Hasta el procesamiento penal, si se llega a ello, podría ser una acto de colaboración bipartidista, pues, al descacreditar públicamente a Trump, liberaría a unos cuantos republicanos más para que se mostraran ocasionalmente cooperadores. Esta posibilidad debería atraer a un presidente electo, que, respaldado por ochenta millones de votantes, no sólo está dispuesto a llegarse hasta la otra bancada, sino que está deseoso de ponerse del lado de su lado en una discusión.

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