Sergio Minué (El Gerente De Mediado, 9-12-20)

 

“Necesitamos el compromiso de las organizaciones y las compañías farmacéuticas para que todos los datos estén disponibles incluso si eso significa que debemos remontarnos 20 años. De lo contrario corremos el riesgo de otra reacción instintiva ante una posible pandemia. ¿Y realmente nos lo podemos permitir?”

Esto lo escribió Fiona Godlee, directora del BMJ hace más de 6 años. Estaba claro que no nos lo podíamos permitir pero ha vuelto a ocurrir: reacciones instintivas frente a la peor pandemia en un siglo. Esta semana Godlee vuelve a escribir en el BMJ un editorial con el título de “las lecciones perdidas del Tamiflu”, en el que se lamenta de lo poco que aprendemos de los errores que cometemos. Para el que no lo vivió o ha decidido olvidarlo, la gestión de la “pandemia” H1N1 fue uno de los mayores desastres y escándalos de la salud pública recientes, aunque hay que reconocer que ampliamente sobrepasado por la esperpéntica gestión de la COVID-19.

La lista de desatinos cometidos fue interminable: epidemia de histeria mundial no justificada por los datos de infección y muerte, conducta sumamente turbia de la OMS (que modificó sus propios criterios de pandemia para justificar sus decisiones, ocultando a la vez los evidentes conflictos de interés de sus asesores vinculados a Roche y Glaxo, las dos empresas productoras de Tamiflu y Ralenza), compra desproporcionada de ambos fármacos y de vacunas por parte de gobiernos de todo el mundo, tergiversación de la información…

Conviene volver a leer el mejor resumen de lo que ocurrió entonces, escrito por Juan Gervas, para comprobar hasta qué punto no aprendemos. En aquel entonces el Gobierno español compró cerca de 13 millones de vacunas de las que se utilizaron sólo 2. Al igual que el resto de países que se pillaron los dedos, España tuvo que buscar lugares donde colocar el excedente, desde subastarlas a donarlas a países “de bajos ingresos” o esperar a que caducaran para tirarlas a la basura.

Como bien describe Godlee, se ha vuelto a repetir con la COVID-19 la misma estrategia de venta y utilización indiscriminada de fármacos de efectividad no demostrada ni información suficiente sobre su seguridad, basados en estudios de propaganda de los laboratorios farmacéuticos. Conocer la verdad sobre el Tamiflú (oseltamivir) costó más de cinco años. Durante ese tiempo las dos empresas farmacéuticas se negaron a compartir sus bases de datos con investigadores independientes, lo que solo acabaron haciendo por la presión continuada del BMJ y la Colaboración Cochrane, cuyos trabajos confirmaron que el oseltamivir (Tamiflu) ni era efectivo en el tratamiento de la gripe ni reducía su transmisión, y a la vez producía efectos adversos importantes.

España gastó entonces 333 millones en el tratamiento de la gripe H1N1.Ahora podría gastarse alrededor de 1.200 millones, extensibles hasta algo más de 2.000, si suscribe los seis contratos que ha firmado o va a firmar la Unión Europea con los respectivos fabricantes (Pfizer/BioNtech, Astra Zeneca, CureVac, Sanofi/GSJ, Janssen y Moderna). En función de ello recibiría el 10,5% del producto y el correspondiente 10,5% de la factura total, entre137 y 206 millones de viales según informa Cinco días.

Para el ministro español, señor Illa, esto significaría “una estocada de muerte” para el virus. Término taurino muy expresivo que no se si el más adecuado para referirse a algo tan poco tangible como un virus. Es cierto que desde el momento en que Pfizer publicó su nota de prensa donde garantizaba el 95% de eficacia de su vacuna no ha habido político, tertuliano, epidemiólogo a sueldo, o experto televisivo que haya cuestionado ni siquiera tímidamente dichos datos, dando por hecho de que es cuestión de días la muerte anunciada del maldito coronavirus. Sin embargo los datos reales distan mucho de ello.

Bastan dos artículos de imprescindible lectura para confirmarlo: el primero es el trabajo de Sussane Hodgson et al. en Lancet sobre qué es lo que define la eficacia de una vacuna COVID-19. Una vacuna puede actuar frente a la infección, la transmisión o la enfermedad, pero lo verdaderamente importante es saber su efecto frente a la enfermedad severa y la muerte. Y no es posible demostrar estos dos últimos aspectos en la fase 3 de su desarrollo; de hecho “cualquier prueba de la eficacia respecto enfermedad severa o mortalidad en poblaciones en riesgo sólo se conseguirá tras su licencia a través de grandes estudios epidemiológicos”.

El segundo es el magnífico trabajo de Peter Doshi, director asociado del BMJ en esta revista (y uno de los autores de aquella histórica revisión Cochrane) cuyo título ya lo dice bien claro: “Salvarán vidas las vacunas COVID-19? Los ensayos actuales no están diseñados para decírnoslo”.  Doshi señala que ninguna de las vacunas está diseñada para detectar reducciones en algunos de los resultados severos, como reducción de hospitalizaciones, ingresos en UCI o muertes. Tampoco sobre si interrumpen la transmisión del virus. El número necesario de casos puede explicar parcialmente el hecho: “las admisiones hospitalarias por COVID-19 y la muerte debido a ella son demasiado infrecuentes en estudios sobre el uso de una vacuna en poblaciones de 30.000 personas como para demostrar diferencias estadísticamente significativas”. Lo mismo es aplicable a la reducción de mortalidad o la transmisión de la infección: los ensayos no están diseñados para ello. Aún así se venden como si tal cosa ocurriera y se aceptan sin pruebas por responsables políticos, comunicadores y expertos. Ninguno de esos ensayos incluyen niños o adolescentes (salvo parcialmente el de Astra Zeneca), ni pacientes inmunocomprometidos ni embarazadas o mujeres en lactancia. Y aunque algunos incluyen ancianos, su número no es suficientemente relevante para sacar conclusiones claras de su eficacia en este grupo. La consecuencia de esto es brutal: como señala Paul Offit “si no tenemos datos adecuados en mayores de 65 años éstos no deberían recibir la vacuna, y no dejaría de ser vergonzoso que los que más la necesiten no la reciban”. Situación similar sucede con las minorías.

Otra cuestión importante es la seguridad: el número de los participantes en todos los ensayos realizados hasta la fecha es insuficiente para garantizarla. Como escribe Eric Topol, citado por Dashi: “…estás hablando de dar una vacuna a decenas de millones de personas; ¿y tu te vas a basar en solamente 100 eventos?

Hay un argumento sumamente peligroso en muchos de los que se aferran como a un clave ardiendo a la supuesta eficacia de las vacunas: las agencias responsables sólo autorizarán vacunas seguras y efectivas. Difícil de creer cuando esa demostración se realiza a través de notas de prensa y no de publicaciones científicas. Difícil de confiar cuando los contratos con las empresas son confidenciales. Este aspecto apenas preocupa a los que ocupan cada día páginas de prensa, radios y espacios televisivos diversos. Según informa Cinco Días, todos “estos contratos contarán con una cláusula de retorno, por la que España deberá abonar el coste del encargo realizado al fabricante si finalmente la vacuna no recibe la autorización, según fuentes de Sanidad, aunque los términos exactos de la penalización no se conocen por la confidencialidad de los acuerdos”. ¿Qué ocurriría entonces si hipotéticamente una vacuna no recibe autorización? ¿Otro Tamiflu 2 pero a lo grande?

Según informa el diario chileno La Tercera en este país las empresas farmacéuticas no responderán en caso de daño o muerte de los inoculados, teniendo que ser el Estado el único responsable por efectos adversos de las vacunas. El Gobierno chileno respondió que no había otra opción cuando negociaron con las farmacéuticas. No parece que vaya a ser Chile una excepción en la negociación de las vacunas COVID 19. ¿Qué ocurrirá en España ante la aparición de efectos adversos? ¿Pagará también el Estado, señor Illa?

En resumen no disponemos de información fiable (publicada en revistas serias) sobre la eficacia de las vacunas, la medición de su supuesta eficacia no incluye su posible efecto ni en enfermedad grave ni en mortalidad, ni sería muy representativa en ancianos. Y para remate las empresas que las comercializan parece que obtendrán beneficios incalculables cargando con los riesgos a los gobiernos.

Con la pandemia H1N1 un grupo de blogs alertó respecto al sinsentido de lo que estaba pasando (Gripe y calma). Hoy es impensable. El silencio de los corderos es atronador.