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Una democracia muy normal

Written by Debate Plural

Mario de Casas (El Cohete a la Luna, 25-11-20)

 

A no hacerse ilusiones respecto del país que cumple el rol de imperio dominante y ha marginado a su pueblo

«El sistema de gobierno estadounidense ha mostrado, durante sus 240 años, su ejemplaridad, despertando la envidia de todo el mundo.»
Joseph Robinette Biden Jr.

El mito

Afirmaciones como la del epígrafe son compartidas por una nada despreciable masa de la población occidental: se ha arraigado el mito basado en la fábula de que la norteamericana es la democracia por antonomasia y, en consecuencia, digna de ser imitada. La historia, la Constitución y el régimen electoral estadounidenses desmienten tales creencias.

Entre mayo y septiembre de 1787 se reunió en Filadelfia la Convención que terminaría elaborando la Constitución de los Estados Unidos. Estuvo presidida por George Washington. Benjamin Franklin, Alexander Hamilton y James Madison fueron algunos de los delegados que serían llamados “Padres Fundadores”. Allí se establecieron las bases de la república que formarían las 13 excolonias inglesas.

Hamilton habló unos días después de iniciada la Convención y pronunció un discurso de seis horas para justificar las restricciones a la influencia plebeya en el gobierno. Explicitó un proyecto imperial para Estados Unidos y llegó a afirmar que “no me considero partidario del gobierno republicano” (Farrand, 1966); lo cual, más allá del ardor retórico del debate, quería decir que un sistema representativo electivo necesitaba concentrar en la Unión el máximo poder para funcionar adecuadamente, y el poder de la Unión en el brazo ejecutivo presidencial, el menos controlable por el pueblo.

El plan antidemocrático de Hamilton no llegó a incorporarse íntegramente, pero su rechazo a la participación popular dejó marcas indelebles: propuso crear un gobierno con un Presidente y un Senado elegidos de por vida, la Convención no lo aceptó pero tampoco dispuso elecciones populares directas. La excepción fue la Cámara de Representantes, aunque en este caso las legislaturas estatales imponían los requisitos a los candidatos y casi todos los Estados exigían tener propiedades para votar, excluían a las mujeres, los indígenas y los esclavos. La Constitución dispuso que los senadores fueran elegidos por los legisladores estatales, el Presidente por electores elegidos por los legisladores estatales, y los magistrados de la Corte Suprema nombrados por el Presidente con acuerdo del Senado. En rigor, la Constitución no reconoce la soberanía del pueblo sino la de los gobiernos estatales.

Consecuencias muy constitucionales

Como toda legislación, esta no hizo más que expresar la estructura de clases de la sociedad que pretendía ordenar. Aseguraba mecanismos para la representación política de los poderosos y la exclusión de los oprimidos bajo la forma de la “democracia representativa”. Así, la Constitución norteamericana —inspiradora de la argentina de 1853, vigente con modificaciones— no sólo no ponía fin a las desigualdades sino que habilitaba la permanencia y profundización de toda clase de injusticias sociales. Se entiende, fue elaborada por ricos para ricos: otorga algunas libertades políticas a cambio del respeto por la organización que sostiene el status quo. Desde un siglo después y hasta hoy, la expansión imperialista norteamericana usará estos principios para justificar el dominio de sus monopolios, la expoliación de los países pobres, los golpes de Estado y las guerras por la “libertad y la democracia” que los Estados Unidos libraron o avalaron en todo el mundo.

Con el argumento de garantizar la libertad y la igualdad de los ciudadanos, se excluye al Estado de toda intervención importante en el terreno de los hechos económicos, excepto cuando favorece a la burguesía que había reemplazado a las formas feudales; entonces, las multitudes populares no pueden ejercer los derechos que teóricamente les otorga la Constitución, salvo en una sola dirección: la que favorece el control del Estado por parte de la alta burguesía.

Cuando el pueblo reclama por el despojo, como tempranamente en Francia en 1848 y 1870, el propio Estado se encarga de reprimirlo implacablemente; y cuando el sistema amenaza con dar resultados distintos de los previstos, los sectores dominantes hacen trampas, como con el más reciente lawfare.

El régimen electoral

Los problemas surgidos del proceso electoral que culminó el 3 de noviembre no son nuevos, lo nuevo es que han aparecido agudizados, algo previsible con un sistema fuertemente sesgado contra el ejercicio de la voluntad popular. La pandemia, por su parte, ha puesto en evidencia las hondas insuficiencias de las democracias en esta fase del capital, que en Estados Unidos han alcanzado su más clara expresión.

Un dato expone con elocuencia el diseño antipopular de las normas electorales: en los últimos 20 años el Partido Demócrata ha obtenido mayor cantidad de votos que el Partido Republicano en todas las elecciones menos en una —George W. Bush logró 3 millones de votos más que el demócrata John Kerry—, sin embargo los republicanos han ocupado la Casa Blanca la mayor parte de ese período.

Si alguien se pregunta por qué no se elimina el Colegio Electoral, como sucedió en nuestro país, debe buscar la respuesta en el intrincado proceso que habría que recorrer para lograrlo: se requiere un cambio en la Constitución que debe ser aprobado en primera instancia por el Senado. El Senado se conforma en base al procedimiento que establece una ley claramente inclinada en favor de los Estados pequeños, predominantemente conservadores: cada Estado elige 2 senadores. California con casi 40 millones de habitantes tiene el mismo número de senadores que New Hampshire, un Estado rural que sólo tiene algo más de 1 millón de habitantes. Y por si esto fuera poco, el reglamento del Senado establece que para decisiones muy importantes la mayoría requerida es del 60 % de los integrantes de la cámara. Pero además, si se lograra esta aprobación, se requiere que la iniciativa cuente con el apoyo de 2/3 de los Estados.

Otros hechos que desnudan el mito de la democracia modélica son el bajo nivel de participación electoral y un rígido bipartidismo con base en la ausencia de proporcionalidad del sistema. Si se compara la última elección, en la que hubo una concurrencia a las urnas inusualmente alta, el porcentaje de votantes estuvo por debajo del que muestran otros países, con obligatoriedad del voto o sin ella. En Estados Unidos el voto no es obligatorio, como corresponde a una concepción ultraliberal que supone que la obligación de votar implica un ataque a las libertades individuales. El mismo argumento de los anti “cuarentena”.

Para completar el panorama, con lógica hamiltoniana se instituyó otra barrera infranqueable: la privatización del sistema electoral. Prácticamente la totalidad de los recursos que insumen las candidaturas provienen de fondos privados que se gastan fundamentalmente en espacios mediáticos, redes, etc., totalmente desregulados y disponibles al mejor postor, no hay límites a los espacios que puede comprar un candidato. Aunque no siempre se da una relación lineal entre lo invertido en medios y los resultados obtenidos, es importante destacar que la financiación privada es determinante en la selección de candidatos: justamente al principio del proceso, cuando los precandidatos no son suficientemente conocidos, los fondos privados recibidos proceden de las grandes corporaciones. Después, durante la campaña propiamente dicha, los aportes pueden ser de particulares simpatizantes de cada candidato.

Muchas de estas deficiencias se presentan en otros países, la singularidad norteamericana consiste en que se dan juntas y en toda su magnitud.

Hay, pues, sólo dos partidos que ocupan el espacio institucional, uno controlado hoy por la ultraderecha, el otro por una derecha con restos de tradición liberal y la presencia minoritaria pero creciente de una variante del socialismo democrático.

Situación social

El diseño institucional norteamericano es causa y efecto de una situación social nada envidiable: Estados Unidos es el país del capitalismo avanzado con mayores desigualdades. Por ejemplo, la diferencia de expectativa de vida entre las capas acomodadas y las populares es de las más altas: 15 años frente a los 7 años de promedio en la Unión Europea.

Ninguna discusión sobre la realidad política en Estados Unidos tiene valor si no se consideran los asombrosos niveles de injusticia social y discriminaciones varias, ante los cuales no hay una población resignada. Es lo que atestigua la mayoría de lxs estadounidenses —un 63% en 2020 según el Pew Research Center— que cree que el Estado tiene la obligación de garantizar el acceso a la salud mediante un programa público, y la importante actividad de movimientos como Black Lives Matter, las movilizaciones masivas para exigir medidas contra el colapso climático o las manifestaciones feministas frente a las posiciones reaccionarias de Trump, entre otras.

Se le atribuye a Lincoln haber dicho antes de las elecciones de 1860 que Estados Unidos no podía existir con mitad de esclavos y mitad de hombres libres. No parece exagerado decir que la democracia no puede sobrevivir en un país donde el 0,1 por ciento de la población controla prácticamente toda la riqueza, con apenas un 10 por ciento de habitantes relativamente prósperos, mientras el 90 por ciento restante se reparte entre pobres que ven crecer su pobreza y víctimas de pobreza absoluta. Se sabe, este problema pone en jaque a un número cada vez mayor de democracias en el mundo.

Escenario político

Trump habla, pero sobre todo actúa por los sectores más duros de la oligarquía corporativa, cuyo programa político consiste esencialmente en la eliminación de toda restricción a la explotación de lxs trabajadorxs. Por eso declara sin filtros su indiferencia por la pérdida de vidas humanas y decide brutalmente en consecuencia. Nada debe detener la economía, la concurrencia de trabajadorxs a las fábricas, estudiantes a las escuelas ni maestrxs a las aulas desprotegidas. La maquinaria que genera ganancias para el gran capital debe mantenerse en marcha.

El Partido Demócrata, tan ligado a la oligarquía dominante como los republicanos, ha tenido hasta ahora una función definida en la división del trabajo que se ha impuesto en el sistema político: ejercer su influencia para evitar que la organización de las resistencias pudiera amenazar los intereses del poder real. Las preocupaciones de su elite, más que por los ataques de Trump contra la democracia o por el riesgo de una dictadura, apuntan a evitar que el rechazo a tales peligros adquiera el carácter de un movimiento de masas que amenace los intereses militares, financieros y globales del capitalismo imperial estadounidense.

Republicanos y demócratas recibieron un heterogéneo respaldo electoral, cualquiera sea el indicador que se considere, lo que habla de una compleja realidad de la que estas líneas son sólo una ligera aproximación.

La importancia de la derrota electoral de Trump está dada por su condición de referencia global de la derecha radicalizada, del neofascismo. Implica un revés para la internacional reaccionaria diseminada en todo el mundo, que se había fortalecido con su llegada a la Casa Blanca y que tiene en los Bolsonaro, Camacho o Capriles-Guaidó notorios personajes en la región. Sin embargo el Presidente en ejercicio hizo una gran elección, por lo que no se trata de su derrota política definitiva ni la de los grupos que lo entronizaron.

El desenlace de la elección ha mostrado la importancia de los aspectos ideológico-culturales. La Administración Trump invirtió importantes recursos en este frente, practicando distintos tipos de fundamentalismos o difundiendo sus doctrinas, todos los cuales tienen en última instancia una raíz económica y desembocan en la violencia o la legitiman:

  1. El de cuño político-imperial, que lleva a cabo intervenciones contra los pueblos y los Estados que se niegan a someterse a los intereses del imperio;
  2. el económico propiamente dicho, que sostiene implacablemente la violencia estructural;
  3. el religioso, que recurre a la violencia en nombre de algún dios;
  4. el patriarcal, que a partir de la naturalización de una supuesta inferioridad de las mujeres legitima su sometimiento y la violencia de género;
  5. el antropocéntrico, que alude a quienes se consideran dueños y señores de la naturaleza: en lugar de mantener con ella una relación de sujeto a sujeto, se erigen en el sujeto que la (mal)trata como objeto. En noviembre de 2019 el Gobierno de Estados Unidos inició el proceso formal para retirarse del Acuerdo Climático de París, un pacto al que han adherido 185 países para hacer frente a la crisis climática estableciendo un plan de acción para limitar el calentamiento global.

Entre estas zonceras ideológicas ocupan un lugar importante el discurso y el sentimiento antisocialista: el antisocialismo es a Estados Unidos lo que el antiperonismo a la Argentina. Así se explica en buena medida un fenómeno que nos resulta familiar: empresarios y trabajadores que se vieron perjudicados por las políticas del trumpismo votaron a Trump. Fox News —una de las principales cadenas televisivas de la derecha— realizó una encuesta entre sus espectadores; el resultado fue sorprendente: la mayoría apoyaba la intervención estatal en salud y defendía la posibilidad de un salario mínimo, 2 iniciativas sistemáticamente atacadas por la derecha; por lo menos en Florida la encuesta acertó: ganó Trump pero los electores votaron por amplia mayoría, en referéndum, un salario mínimo que deberá llegar gradualmente a 15 dólares por hora.

Esta elección planteó al progresismo norteamericano una disyuntiva de hierro, análoga a la que se presentó aquí hace un año: la prioridad de Bernie Sanders fue desalojar a Trump de la Casa Blanca, como la de Cristina desalojar a Macri de la Rosada. Por eso el Senador por Vermont dio todo su apoyo a Joe Biden.

Ahora bien, los sectores expresados por Sanders tenían la expectativa de un triunfo demócrata más amplio, que le permitiera a ese partido controlar el Senado, algo que hasta ahora parece difícil. Lo dicho en párrafos anteriores haría innecesario explicar la importancia de tal conquista si no fuera porque otra característica del sistema consiste en que la designación de los secretarios del Presidente —los ministros en la Argentina— requiere el acuerdo del Senado. Es decir que los resultados podrían dejar a Sanders sin representación en el gobierno: Mitch McConnell, jefe de los republicanos en la Cámara Alta, ha advertido que no aceptará a progresistas, situación que acotaría aún más las posibilidades de cambios progresivos en las políticas estadounidenses, tanto en el orden interno como en el internacional.

En todo caso, no es recomendable hacerse ilusiones respecto del país que cumple el rol de imperio dominante y que ha marginado históricamente a su pueblo.

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