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La política exterior de EE.UU. nunca se ha recuperado de la Guerra contra el Terror

Written by Debate Plural

Matthew Duss (Foreign Affairs Magazine, 28-10-20)

 

En un ensayo de 1996 publicado en Foreign Affairs, los escritores conservadores William Kristol y Robert Kagan proponían una política exterior estadounidense de “hegemonía global benevolente”. Burlándose de la máxima del expresidente John Quincy Adams de que Estados Unidos “no va al extranjero en busca de monstruos que destruir”, preguntaron: “Pero, ¿por qué no? La alternativa es dejar a los monstruos sueltos, haciendo estragos y saqueando a su antojo, mientras los estadounidenses se quedan a un lado mirando”.

En opinión de Kristol y Kagan, era responsabilidad de los Estados Unidos salir al mundo a matar, un argumento que repitieron años después cuando actuaron como dos de los mayores defensores de la guerra de Iraq. Las últimas dos décadas han revelado la locura de esta arrogancia. Con la declaración de su “guerra contra el terrorismo” global tras los ataques del 11 de septiembre de 2001, Estados Unidos salió al exterior en busca de monstruos y acabó ayudando a crear otros nuevos, desde grupos terroristas como el Estado Islámico (o Dáesh), nacido en las cárceles del Iraq ocupado por Estados Unidos; a la desestabilización y profundización del sectarismo en todo Oriente Medio; a los movimientos autoritarios racistas en Europa y Estados Unidos que se alimentan —y retroalimentan— del miedo a los refugiados que huyen de esos conflictos regionales.

Los defensores de la guerra contra el terrorismo creían que el chovinismo nacionalista, que a veces viaja bajo el nombre de “excepcionalismo estadounidense”, podría nutrirse de un fuego controlado para mantener la hegemonía estadounidense. En cambio, y como era de esperar, el ultranacionalismo tóxico se salió de madre. Hoy en día, la mayor amenaza para la seguridad de Estados Unidos no proviene de ningún grupo terrorista ni de ninguna gran potencia, sino de su disfunción política interna. La elección de Donald Trump como presidente fue producto y acelerador de esa disfunción, pero no su causa. El entorno para su ascenso político se fue forjando en Washington durante una década y media de guerra xenófoba y mesiánica, con raíces que se remontan a siglos de política supremacista blanca. Estados Unidos tiene la oportunidad de cambiar de derrotero. Pero hacerlo requerirá rendir cuentas de forma honesta por la destrucción que ha causado el rumbo actual.

Estados Unidos tendrá que tener en cuenta la magnitud del desastre que ha contribuido a infligir al mundo -y a sí mismo- a través de tres presidencias. A tal fin, la próxima administración debería emprender una revisión integral, algo parecido a las tareas de la Comisión del 11-S o del Grupo de Estudio de Iraq de 2006, para explorar las consecuencias de la política antiterrorista de Estados Unidos desde el 11-S: vigilancia, detención, tortura, ejecuciones extrajudiciales, uso de ataques aéreos tripulados y no tripulados y asociaciones con regímenes represivos. La revisión debería incluir perspectivas fuera de los círculos habituales de la seguridad nacional, como los de las organizaciones no gubernamentales y de base, las comunidades minoritarias que han experimentado los efectos internos más graves de las políticas antiterroristas de Estados Unidos y los civiles en los países donde Estados Unidos ha emprendido sus guerras.

La revisión debe tener como objetivo evaluar la gravedad real de las amenazas terroristas actuales y estimular un debate público enérgico sobre las condiciones y poderes legales bajo los cuales Estados Unidos utiliza la violencia militar. También debería tratar de iluminar las formas a través de las cuales el militarismo en el exterior y la desigualdad racial y económica en el país se refuerzan mutuamente. (La respuesta policial, absurdamente militarizada, ante las recientes protestas en pro de la justicia racial ofrece una elocuente ilustración). La revisión de la política antiterrorista posterior al 11 de septiembre debe realizarse de acuerdo con las normas del derecho internacional humanitario que Estados Unidos ayudó a establecer después de la Segunda Guerra Mundial.

Esas normas obligan a Estados Unidos a investigar, enjuiciar y castigar a quienes cometieron crímenes de guerra. Guiada por las conclusiones de esa revisión, la próxima administración debería crear vías para que las víctimas de la guerra contra el terrorismo, tanto en el país como en el extranjero, busquen y reciban reparación. Estados Unidos debe reconocer los monstruos que ha creado y esforzarse por no crear otros nuevos, especialmente en un momento en el que la horda de Washington centra más su atención en el oriente y se prepara para un nuevo conflicto entre grandes potencias con China.

El coste de la guerra a perpetuidad

Estados Unidos lleva en pie de guerra permanente desde el 11 de septiembre de 2001. Sus intervenciones militares, especialmente la invasión de Iraq en 2003, han matado a cientos de miles de civiles. Estados Unidos ha realizado operaciones de combate en 24 países diferentes desde 2001 y permanece oficialmente en guerra en al menos siete. Todavía sigue librando la guerra más larga de su historia en Afganistán. Millones de personas han sido desplazadas como consecuencia de estas intervenciones. Y, sin embargo, la guerra contra el terrorismo ha fracasado incluso en sus propios términos: según un informe del Center for Strategic and International Studies, el número de militantes islamistas suníes en todo el mundo casi se ha cuadruplicado entre 2001 y 2018.

Durante ese mismo período, muchos regímenes represivos se han afianzado todavía más. Aprovechando la obsesión de Estados Unidos por el terrorismo y su deseo de reclutar aliados para esa lucha, líderes autoritarios de todo el mundo adoptaron la retórica antiterrorista de la administración del presidente George W. Bush, utilizándola como excusa universal para reprimir la disidencia. Incluso el presidente chino, Xi Jinping, instó a los funcionarios del Partido Comunista a “emular aspectos de la ‘guerra contra el terror’ de Estados Unidos” para justificar las políticas abusivas contra los uigures y otras minorías étnicas, según una investigación del New York Times de 2019 a partir de documentos internos del gobierno chino. Estados Unidos no es responsable de las decisiones de todos estos actores, pero sus políticas ayudaron a ampliar las oportunidades de violencia y represión.

Los propios Estados Unidos han tenido que soportar costes inmensos como resultado de sus políticas antiterroristas. El Proyecto Costs of War de la Universidad Brown estima que la factura pagada por los contribuyentes para las guerras estadounidenses posteriores al 11 de septiembre es casi de 6.000millones de dólares, un dinero que no se gasta en atención sanitaria, educación, infraestructura, energía limpia o salud pública. La carga de estas guerras recayó de manera desproporcionada sobre los soldados estadounidenses y sus familias. Un estudio de RAND de 2018 halló que 2,77 millones de miembros del servicio habían servido en 5,4 millones de despliegues desde el 11 de septiembre. Más de 60.000 miembros de servicio han acabado muertos o heridos. Muchos han vuelto a casa con lesiones permanentes que les afectarán de por vida. El 83% de los veteranos de después del 11 de septiembre viven con trastorno de estrés postraumático. El país agradece a sus tropas sus servicios, pero continúa enviándolos en múltiples despliegues a guerras que no tienen un propósito claro ni una estrategia de victoria.

La guerra contra el terrorismo se convirtió en una ruta a través de la cual un racismo flagrante se introdujo de contrabando en la política dominante de Estados Unidos. Los estadounidenses patologizaron esencialmente toda una religión para justificar la violencia de su gobierno contra sus seguidores, atreviéndose a preguntar, como hizo el académico de Princeton Bernard Lewis en The Atlantic: “¿Cuál es el problema de las sociedades árabes y musulmanas?”. Como si las sociedades cristianas occidentales no hubieran producido dos guerras mundiales y el Holocausto en el lapso de un siglo. Los republicanos, en particular, trataron al islam como una fuente de conflicto, previniendo de forma absurda contra la “insidiosa sharia” y sentando las bases para la elección de Trump sobre la base de una promesa, que él cumplió, de promulgar la “expulsión musulmana”. Sin embargo, incluso los demócratas dijeron que los musulmanes estadounidenses eran una “primera línea de defensa” contra el terrorismo, que les presiona para que actúen en función de su religión.

En la campaña electoral de 2016 y después de su elección, Trump explotó la xenofobia que se utilizó para justificar las guerras de Estados Unidos posteriores al 11-S, aprovechándose incluso de la ira popular por los costes de esas guerras. Estados Unidos securitizó su política de inmigración después del 11-S, considerando terroristas potenciales a muchos que venían buscando refugio de la opresión o simplemente la oportunidad de una vida mejor. Bajo la actual administración, Estados Unidos ha negado a quienes se acercan a sus fronteras su derecho legal a buscar asilo, separando a las familias y encarcelando a los niños en jaulas.

Diecinueve años después del 11-S, el estado de emergencia declarado tras los ataques sigue vigente. Continúa haciéndose uso de los enormes poderes que los estadounidenses otorgaron a su gobierno en nombre de la seguridad nacional para perpetrar abusos. Bajo la presidencia de Barack Obama se controlaron algunos de los peores excesos de la guerra contra el terrorismo pero nunca se hizo rendir cuentas a nadie. Hoy, la prisión de la Bahía de Guantánamo permanece abierta y quien dirige la CIA es la antigua jefa de una prisión de torturas de la CIA.

Programa para la rendición de cuentas

Debido a las enormes consecuencias estratégicas, económicas, políticas y morales del enfoque contraterrorista de Estados Unidos tras el 11-S, la comisión que investigue la guerra contra el terrorismo no debería constituirse bajo la forma del típico panel de “excelencias” de Washington. Debería atraer un nivel de atención y recursos acordes con la guerra contra el terrorismo en sí, y sus competencias deberían reflejar el enorme impacto de las políticas antiterroristas de Estados Unidos tanto en este país como en todo el mundo. Lo ideal sería que la comisión se creara a través de la legislación del Congreso y estuviera integrada no solo por respetados exfuncionarios, sino también por miembros de las comunidades afectadas y expertos de la sociedad civil en campos relevantes, incluidos los derechos humanos, el derecho internacional y la política exterior. La comisión debe ser independiente, estar libre de presiones políticas y debe tener acceso a toda la información, clasificada y no clasificada, que sea importante para las políticas y prácticas de Estados Unidos emprendidas desde el 11-S.

La comisión debería tener en cuenta una gama amplia de perspectivas: en el Congreso; en las áreas de derechos humanos, seguridad nacional, inteligencia, académica y legal; en organizaciones no gubernamentales y de base; y, lo que es más importante, entre los distritos electorales fuera de la burbuja habitual de Washington. Debería escuchar a las comunidades que en Estados Unidos han experimentado de primera mano la estigmatización de su fe, la violación de sus derechos civiles y la militarización de la policía. Debería escuchar a las comunidades en el extranjero que han vivido en medio del caos y la violencia de las intervenciones militares de Estados Unidos. El informe final de la comisión debería hacer recomendaciones respecto a las cuales tanto el Congreso como el fiscal general debieran estar preparados para actuar. Para que Estados Unidos pueda avanzar como país, es necesario enjuiciar a quienes participaron en las violaciones criminales de los derechos humanos y otros abusos.

Algo más que buenos deseos de libertad

El presidente Adams, en el mismo discurso de 1821 en el que advertía a los estadounidenses que no se fueran al extranjero “en busca de monstruos que destruir”, proclamó a Estados Unidos como “bienhechor de la libertad y la independencia de todos”, pero “campeón y reivindicador solo de sí mismo”. Esto es insuficiente. Si bien lo primero y lo mejor que pueden hacer los estadounidenses por la causa de la libertad humana, la democracia y la dignidad es defender esos valores en casa, todavía tienen herramientas e influencia considerables con las que pueden apoyar esos valores en todo el mundo. Una explicación honesta de la guerra contra el terrorismo haría que Estados Unidos fuera mucho más eficaz al hacerlo.

Una rendición de cuentas auténtica del período posterior al 11-S no estimularía una retirada estadounidense del mundo, sino un compromiso más profundo con él. Compartimos los principales desafíos de la actualidad, sobre todo la pandemia del coronavirus y el cambio climático. Estados Unidos debe comprometerse mediante un enfoque multilateral sostenido para enfrentar estos desafíos, en lugar de seguir derogando y socavando unilateralmente las mismas normas y convenciones que ayudó a establecer.

Una revisión de la política antiterrorista posterior al 11-S ayudaría a mostrar la locura de buscar seguridad mediante la represión, ya sea en casa o en el extranjero. A veces, Estados Unidos no tiene más remedio que trabajar con socios imperfectos para promover objetivos de seguridad a corto plazo, pero a largo plazo este enfoque es una mala apuesta. En última instancia, los gobiernos que son sensibles y responsables ante las necesidades de su pueblo son los mejores socios en la búsqueda de seguridad, estabilidad y prosperidad.

El escepticismo permanente de las personas respecto a las intervenciones militares es uno de los pocos beneficios de la guerra de Iraq. Desafortunadamente, ese escepticismo suele ir acompañado de una sospecha reflexiva de que cualquier apoyo a los derechos humanos es una hoja de parra para el imperialismo. Tales preocupaciones no carecen de fundamento. George W. Bush declaró su “agenda de libertad” sólo cuando sus otras justificaciones para la guerra de Iraq se derrumbaron, y Trump ha justificado su estrangulamiento de Irán y Venezuela con llamamientos poco convincentes a los derechos humanos. Pero no todos los esfuerzos para promover los derechos humanos son cínicos, y los pueblos de Oriente Medio dejaron bien claro lo que quieren durante los levantamientos de la Primavera Árabe de 2011-2012: oportunidades económicas, gobiernos que trabajen para ellos en lugar de pequeñas camarillas de élites que solo buscan su propio provecho, más libertades políticas… Esos levantamientos fueron sofocados, tanto por una ofensiva contrarrevolucionaria liderada por los socios del Golfo de Estados Unidos como por el surgimiento del Dáesh, pero no han desaparecido. A finales del año pasado hubo otra ola de levantamientos en la región y en todo el mundo, una movilización global masiva contra la corrupción, la austeridad y la represión. Abordar la crisis de legitimidad que está alimentando la ola autoritaria global requerirá escuchar las voces en las calles, tanto aquí como en el extranjero.

Una explicación genuina de la guerra contra el terrorismo y sus imprevistas consecuencias debería generar un fuerte sentido de humildad sobre la capacidad de Estados Unidos para producir grandes transformaciones, especialmente mediante la fuerza militar. Estados Unidos no tiene ni la capacidad ni el derecho de cambiar los gobiernos de otros países, pero puede adoptar una ética de solidaridad y utilizar su considerable poder diplomático y económico para defender los derechos y la libertad de las personas que en otros países están trabajando por un cambio positivo. Sin embargo, para promover con eficacia los principios de gobernanza libre y responsable en el extranjero, Estados Unidos debe practicarlos primero en casa.

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