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El imperialismo y la «gripe española» en Alaska y Puerto Rico, 1917-1919

Written by Debate Plural

Rafael Rodríguez Cruz (Sin Permiso, 6-10-20)

 

Este artículo trata de la respuesta colonial del gobierno federal de EE.UU. ante la epidemia de influenza (1917-1919) en Alaska y en Puerto Rico. En Alaska murieron cerca de 2.000 personas -en su mayoría indígenas- entre 1917 y 1919 por la llamada «gripe española». En Puerto Rico los contagiados eran más del doble de la población total de Alaska.

El 13 de enero de 1919 el entonces gobernador del territorio de Alaska, Thomas Riggs compareció ante el Congreso de Estados Unidos solicitando fondos federales para combatir la influenza española. Alaska era un territorio recién incorporado en el que residían cerca de 20.000 ciudadanos blancos y aproximadamente 30.000 indígenas. La gripe española llegó tardíamente al lugar, pero se regó como pólvora. Aunque los datos son aún inciertos, para fines de 1918 el conteo de muertes excedía de 2.000. Riggs venía ahora ante el Comité de Apropiaciones de la Cámara de Representantes con una lista de gastos incurridos por el gobierno territorial en la lucha en contra de la pandemia. Pocos días antes el Senado había aprobado $100.000 para las arcas del gobierno territorial de Alaska. Riggs buscaba la aprobación final por la Cámara. Lo interesante de su reclamo es que, en enero de 1919, el gobierno de Alaska no tenía un problema presupuestario. De hecho, le sobraba dinero.

¿Cuál era el motivo de la petición de Alaska y por qué acudía Riggs ante el gobierno federal, si al gobierno territorial le sobraba la plata? ¿No se suponía, acaso, que la Cruz Roja era la institución llamada a proveer socorro en eventualidades como esta? El testimonio de Riggs, hoy disponible en un folleto, revela la verdadera naturaleza colonial y genocida de la anexión de Alaska. Sí, en Alaska murieron cerca de 2.000 personas entre 1917 y 1919 debido a la gripe, pero casi todas eran indígenas. Riggs testificó que esta disparidad se debía a que las comunidades originarias exhibían una mayor vulnerabilidad ante la enfermedad. «La influenza ataca más violentamente a los nativos que a las personas blancas; estos simplemente no tienen poder de resistencia», indicó él. Un detalle interesante de sus respuestas ante los miembros del comité fue que Riggs no conectó todas las muertes directamente con el «poco poder de resistencia» biológica de los indígenas. Muchas se debían a la hambruna y a la falta de ropa y cobijo para el duro invierno durante la pandemia.

Thomas Sisson, presidente del comité, le pidió a Riggs que explicara la anomalía de que las comunidades originarias del territorio de Alaska estuvieran muriéndose de hambre y frío en medio de la pandemia. En todas las regiones de Estados Unidos, puntualizó él, los indígenas se sufragaban sus propios gastos y procuraban sus propios alimentos. Además, obtenían abrigos y pieles mediante la caza. Tal había sido el caso de las comunidades originarias de Alaska, que desde tiempos inmemoriales se dedicaban al «trapping». El problema declaró Riggs es que, tan pronto aparecieron las primeras señales de la influenza española en el territorio, su administración puso a los indígenas en cuarentena, prohibiéndoles que se desplazaran por el territorio y practicaran el trapping. ¿Por qué? Pues para prevenir que se contagiaran los ciudadanos blancos. Al fin y al cabo, añadió él, los «indios» no tenían ni derechos legales ni tierra para vender. Es más, no pagaban impuestos. «Si se trata de socorrer a la población blanca, no me hace falta ni un centavo federal», prosiguió Riggs. El dinero era para alimentar a los «indios» en cuarentena y prevenir, por medios policíacos, que se salieran de sus villorrios, regando la influenza.

¿Quiénes eran los indígenas que quedaban en las comunidades en enero de 1919? Sobre todo, niños y niñas menores de edad, o sea, criaturas huérfanas. El cuadro que mostró Riggs de la situación en las comunidades indígenas era pavoroso.  Sobre mil cadáveres de mujeres y hombres indígenas yacían sobre el hielo sin ser sepultados. No había médicos ni medicinas para socorrer a los vivos. Incluso la Cruz Roja se negaba a aventurarse a las regiones más remotas y frígidas del territorio. La poca ayuda que recibían los indígenas era en forma de alimentos y ropas que llevaban los empleados del Departamento de Educación de Alaska y algunos pobladores blancos compasivos. Cientos y cientos de huérfanos eran alimentados y suplidos de mantas y ropa. De hecho, Riggs había acudido al gobierno federal no para pedir ayuda para la gente blanca, sino para que le reembolsaran al gobierno territorial los costos de vigilar a los indios en cuarentena y mantener a los huérfanos en los villorrios. Al fin y al cabo, los indígenas de Alaska no tenían nada que vender ni nada que se les pudiera confiscar. «No es justo –expresó Riggs– que los 20,000 habitantes blancos de Alaska, que sí pagaban impuestos, tengan que hacerse cargo de los pupilos del gobierno federal que fueron heredados de Rusia». Tan solo los costos de alimentar los perros de los trineos, finalizó él, ascienden a miles y miles de dólares de los taxpayers.

Los efectos de la influenza de 1917-1919 entre la población originaria de Alaska van más allá de la cifra de muertos. Para el gobierno racista de Alaska, la pandemia, al generar cientos de huérfanos, creaba una oportunidad única para imponer la cultura blanca a los niños y niñas, ahora en manos de los funcionarios del régimen territorial. Así lo expresó, sin filtros lingüísticos, el gobernador Riggs al leer documentos del Departamento de Educación de Alaska que hablaban del tema: «Oportunidad espléndida para el avance educacional de los esquimales». Cobrando una cifra de $10 al mes por cada huérfano, una plaga de misioneros cristianos inculcaba la visión de que los antiguos chamanes y religiosos eran discípulos del Diablo. Esto, a una población indígena que había vivido por siempre en armonía con la naturaleza. Yuuyaraq, era para estas comunidades la palabra que expresaba una vida conformada a la naturaleza. Se trataba de una cosmogonía de paz muy parecida, en detalle y hermosura, a la de los Dakota en Mni Sota Makoce (hoy Minnesota), antes de su expulsión del lugar por el gobierno territorial en 1863. Es la vieja regla de la política indígena y expansionista del gobierno de Estados Unidos, de que las naciones más indefensas fueron (y siguen siendo) las más abusadas y avasalladas por el invasor blanco. Todavía hoy perduran en las comunidades originarias de Alaska las cicatrices dejadas por el gran genocidio de 1917-1919 y el abuso de los misioneros.

Mientras leo y releo el testimonio del gobernador Riggs, trato de imaginar lo que Félix Córdova Dávila, entonces comisionado residente de Puerto Rico en Washington, tenía en mente esperando su turno para testificar ante el Comité de Apropiaciones. Su propia esposa, Mercedes Díaz, había muerto en octubre de 1918, durante la influenza española. Pero Córdova Dávila no estaba allí para conmoverse por la situación de los indígenas de Alaska. Como si fuera una temprana versión de los muchos comisionados que lo han seguido, Córdova Dávila quería paridad en la asignación del presupuesto federal. Si a Alaska le iban a dar $100.000, pues Puerto Rico se merecía lo mismo. Era asunto de «igualdad», según él.

El honor a la verdad, Córdova Dávila no exhibía la total falta de empatía y humanidad del gobernador Riggs. Luego de pasar por el bochorno del señalamiento de que, como comisionado residente, él no podía radicar ningún proyecto de apropiación de recursos, leyó ante el comité varios memorandos que describían la situación en Puerto Rico y los esfuerzos casi sobrehumanos de la población local, la Cruz Roja y las autoridades del campamento militar Las Casas por aliviar la crisis. Dan ganas de citarlos todos, pues, como en los tiempos de ahora, la gente de la isla cifró sus esperanzas en conmover a la legislatura federal. Uno de los documentos, fechado el 2 de diciembre de 1918 y de la autoría del Dr. Lippit, principal oficial médico del campamento militar Las Casas, indicaba en lenguaje de telegrama que la situación era grave: «Necesidad urgente de abastecimientos comida, incluyendo arroz, leche evaporada. Abastecimientos de medicinas casi agotados». Para mediados de diciembre de 1918 las muertes se calculaban entre 3.000 y 4.000. La cantidad total de personas infectadas pasaba de 100.000 y se esperaban 50.000 adicionales. Tan cercano como el 9 de enero de 1919, un memorándum del Departamento de Guerra y del Buró de Asuntos Insulares, apoyando la gestión de a Córdova Dávila, añadía:

«Es ahora casi seguro que tendremos una epidemia de esta enfermedad sobre toda la isla. Es ya tan seria como alarmante en el campamento Las Casas, y ha reventado en muchas municipalidades desde Fajardo hasta Hormigueros, y parece que se está regando rápidamente. Muchos de los médicos de la isla se han marchado para el servicio militar, y muchas municipalidades no tienen tampoco médicos residentes; y hay tanta enfermedad en el campamento que no tenemos doctores para compartir».

Documentación y apoyo no le faltaban a Córdova Dávila. A pesar de la ayuda de la Cruz Roja y el campamento Las Casas, el grueso del socorro material y del esfuerzo de combatir la epidemia fue sufragado por el gobierno colonial. Este cayó en la quiebra, pues a la pandemia se unió el terremoto de octubre de 1918. En respuesta, el 11 de diciembre de 1918 la legislatura colonial aprobó una partida de $500.000 dólares para ayudar a las víctimas de la gripe. Pero, más allá de los libros, se trataba de una suma ficticia. No existía sino como una promesa de futuras recaudaciones de impuestos. De hecho, lo que sí había era una deuda de $219.000, que ya se habían desembolsado en combatir la influenza. Formalmente, pues, Córdova Dávila estaba ante el Congreso buscando fondos para pagar una deuda ya contraída: «Estamos casi en bancarrota; no tenemos dinero, y estos $100.000 ayudarían grandemente a Puerto Rico. Este dinero sería bienvenido porque ayudaría a pagar nuestras deudas».

Córdova Dávila apeló a todas las posibles razones para lograr la empatía de los legisladores federales. Los casos de gripe en la isla eran más del doble de la población total de Alaska. Insistió en que Puerto Rico, a pesar de su pequeñez, nunca reparaba en darle la mano a la gran nación estadounidense, como sucedió en la lucha en contra de Alemania. Además, era importante para el comisionado que en la isla no se propagara un «sentimiento adverso» a Estados Unidos, es decir, la idea de que se ha discriminado entre los dos países. Si Alaska iba a recibir el dinero, culminó el comisionado residente, lo justo era que Puerto Rico lo recibiera también: «Yo no veo ninguna razón por la cual el pueblo de Puerto Rico no deba de recibir la misma cantidad».

Lo que el comisionado Córdova Dávila no hizo fue anticipar la respuesta del presidente del Comité de Apropiaciones de la Cámara de Representantes. Si bien hacía sentido reembolsar al gobierno territorial de Alaska por el costo de administrar la población indígena, carente de recursos embargables por el gobierno federal, ese no era el caso de Puerto Rico. Los indios de Alaska no poseían tierra ni derechos, le dijo Sisson a al comisionado. Al pueblo de Puerto Rico, sin embargo, «el gobierno federal no le había quitado toda la tierra». El asunto era el valor estimado de la propiedad en manos de los puertorriqueños. Los indígenas de Alaska vivían del trapping, pero los boricuas poseían aún tierras que podían cultivar, vender o hipotecar. Así como no había «obligación moral» del gobierno federal a ayudar a ningún estado, tampoco la había para Puerto Rico. La recién adquirida «ciudadanía estadounidense» le debe de haber sabido a vinagre al comisionado. Mejor trato habría recibido en una casa de empeño.

¿Qué hizo nuestro flamante comisionado ante la prepotencia y cinismo de los congresistas? Pues lo mismo que, parafraseando a Pedro Albizu Campos, han hecho y seguirán haciendo nuestros comisionados y comisionadas residentes en Washington mientras dure la colonia: le dijeron que se callara y se calló, le dijeron que se sentara y se sentó. ¿Habló de la apropiación descarada de nuestros mejores terrenos por los monopolios estadounidenses? No. ¿Habló de la destrucción de nuestros ríos y recursos hidrológicos para servir a la industria del azúcar? No. ¿Habló de que estábamos sujetos a un régimen de dominación militar, enmascarado de gobierno civil? No. ¿Habló de la injuria de forzar a los boricuas a pelear en la guerra del imperio? No. ¿Habló de las pingües ganancias obtenidas por las compañías azucareras estadounidenses entre 1917 y 1919? No. ¿Habló de que antes de la invasión de 1898 éramos una isla próspera con un gobierno autónomo? No. ¿Habló de la desvalorización de nuestra moneda? No.

Lo que sí hizo el comisionado residente en Washington fue mendigar una ayuda indecorosa del imperio. Su última expresión serviría de manual de mendicación para la burguesía colonial y anexionista en su trato con los amos imperiales por el próximo siglo: «El pensamiento es que cualquier ayuda que el Congreso autorizara ayudaría a Puerto Rico».

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