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¿Cómo cambiamos este país?

Written by Debate Plural

Keeanga-Yamahtta Taylor (Viento Sur, 24-6-20)

 

La lucha para transformar EE.UU. no puede limitarse al cuestionamiento de la brutalidad policial.

El levantamiento en todo el país en respuesta al brutal asesinato de George Floyd, un hombre negro de cuarenta y seis años, a manos de cuatro policías de Minneapolis ha sido recibido con manifestaciones de shock, exaltación, preocupación, temor y signos de solidaridad. Su mera dimensión ha sido sorprendente. Por todo Estados Unidos, tanto en las grandes como en las pequeñas ciudades, las calles se han llenado de multitudes multirraciales de gente joven que han dicho basta. Se trata del levantamiento más grande desde la rebelión de Los Ángeles de 1992, para manifestar ira y amargura por la desenfrenada violencia policial, por el abuso e incluso el asesinato racista, y todos esos sentimientos se han extendido finalmente por todos los confines de EE.UU.

Para sofocar la rebelión se desplegaron más de 17.000 agentes de la Guardia Nacional y más soldados que los que actualmente ocupan Irak y Afganistán. Hubo más de 10.000 personas arrestadas y más de 12 muertos, en su mayoría afroamericanos. Se impusieron toques de queda en al menos treinta ciudades, incluidas Nueva York, Chicago, Filadelfia, Omaha y Sioux City. Se han organizado manifestaciones de solidaridad desde Accra a Dublín, Berlín, París, Londres y otros numerosos sitios. Y lo más sorprendente ha sido que las protestas no terminaron dos semanas después de la muerte de Floyd. El sábado pasado se produjeron las mayores concentraciones hasta ahora, cuando decenas de miles de personas acudieron al National Mall, recorrieron las calles de Brooklyn y de Filadelfia.

La implacable furia y el ritmo de la rebelión obligaron a los estados a ignorar sus tambaleantes esfuerzos por dominar al nuevo coronavirus que continuaba contagiando a miles de personas en EE UU. Los dirigentes de los estados han sido mucho más proclives a llamar a la Guardia Nacional y coordinar las acciones policiale, para enfrentarse a los manifestantes que en desplegar cualquier esfuerzo a fin de reducir el virus. Donald Trump, en una muestra de cobardía y autoritarismo, amenazó con llamar al ejército de EE.UU. para que ocupara las ciudades estadounidenses. La palabra crisis no describe la vorágine política que se ha desatado.

Ha habido manifestaciones planificadas, y también se han dado estallidos violentos y explosivos que solo pueden describirse como una revuelta o un levantamiento. Los disturbios no son solo la voz de los desheredados sino que, según la famosa expresión de Martin Luther King, son la ruidosa entrada de los oprimidos al ámbito político. Se transforman en una especie de escenario de teatro político donde la alegría, la repulsión, la tristeza, la ira y la emoción chocan salvajemente en un baile catártico. Es una fiesta de los oprimidos.

Por una vez en su vida muchos de los participantes podían verse, escucharse y sentirse en público. Las personas fueron arrastradas desde los márgenes hacia una fuerza poderosa que ya no puede ser ignorada, golpeada o fácilmente descartada. Al disfrutar de los primeros sabores de la libertad real, cuando la policía teme por primera vez a la multitud, los disturbios pueden ser destructivos, rebeldes, violentos e impredecibles.

Pero dentro de ese enredo contradictorio surgen demandas y aspiraciones para una sociedad diferente a la que vivimos. Los rebeldes no solo expresan su propia consternación, sino que también ponen al descubierto todo nuestro dilema social. Como señaló King acerca de los levantamientos de finales de los años 60: “No me entristece que los negros estadounidenses se estén rebelando; no era sólo inevitable sino eminentemente deseable. Sin este magnífico fermento entre los negros, las evasiones y dilaciones de antaño se habrían alargado indefinidamente. Los negros han cerrado la puerta de golpe a un pasado de pasividad apabullante.

Exceptuando los años de la Reconstrucción, los negros en su larga historia en suelo estadounidense nunca han luchado con tanta creatividad y coraje por su libertad. Estos son ahora nuestros brillantes años de surgimiento; aunque sean dolorosos, no pueden evitarse». King añadiría: “La revolución negra es mucho más que una lucha por los derechos de los negros. Está obligando a EE UU a enfrentarse a todos sus males interrelacionados: racismo, pobreza, militarismo y materialismo. Está denunciando los males que están profundamente arraigados en toda la estructura de nuestra sociedad. Revela fallos sistémicas más que superficiales y sugiere que la reconstrucción radical de la sociedad misma es el verdadero problema por resolver”.

A estas alturas debería quedar claro cuáles son las demandas de los jóvenes negros: el fin del racismo, el abuso policial y la violencia; y el derecho a liberarse de la coerción económica que supone la pobreza y la desigualdad.

La pregunta es: ¿Cómo podemos cambiar este país? No es una cuestión nueva para los afroamericanos sino algo tan antiguo como la propia nación. Gran parte de la razón por la que los rebeldes inundan las calles con los puños cerrados y los ojos henchidos es el rechazo o la incapacidad de esta sociedad para abordar esa cuestión de una manera satisfactoria. En cambio, los que formulan la pregunta reciben discursos paternalistas biensonantes, repletos de apologías aliteradas, a menudo intercaladas con declamaciones sobre el significado de América, y en última instancia en defensa del status quo. Hay una pobreza palpable de intelecto, falta de imaginación y una banalidad de ideas que impregna toda la política dominante en la actualidad. Las propuestas de antaño fallidas se reciclan, pero se proclaman como nuevas, reviviendo el cinismo y la consternación.

Tomemos como ejemplo los recientes comentarios del ex presidente Barack Obama. En Twitter Obama aconsejaba que «el cambio real necesita la protesta para resaltar un problema y la política para implementar soluciones prácticas y leyes». Continuó diciendo que «hay reformas específicas basadas en la experiencia que generarían confianza, salvarían vidas y que también conducirían a una disminución de la delincuencia», incluidas las propuestas políticas de su Task Force [Grupo de Trabajo] sobre Políticas para el Siglo XXI, planteadas en 2015.

Un plan tan simple y claro no responde a la pregunta más básica: ¿por qué siguen fallando las reformas policiales? Los afroamericanos se han manifestado contra el abuso y la violencia policiales desde los disturbios de Chicago en 1919. El primer motín como respuesta directa al abuso policial ocurrió en 1935, en Harlem. En 1951, un contingente de activistas afroamericanos, armados con una petición titulada Condenamos el genocidio, trató de persuadir a las Naciones Unidas para que denunciaran el asesinato de personas negras por parte del gobierno de EE UU. Su petición decía:

Antes el método clásico de linchamiento era la cuerda. Ahora es la bala del policía. Para muchos estadounidenses la policía viene a ser el gobierno, en verdad su representante más visible. Sostenemos que la evidencia sugiere que el asesinato de negros se ha convertido en una política policial en los Estados Unidos y que la política policial es la expresión más práctica de la política gubernamental.

Ha sido la falta de una respuesta y la falta de «soluciones prácticas» a las palizas, el acoso y el asesinato lo que ha llevado a las personas a las calles para desafiar el dominio típico de la policía en las comunidades negras.

Muchos han comparado la revuelta a escala estatal de hoy con las revueltas urbanas de los años 60, si bien está de forma más inmediata moldeada por la rebelión de Los Ángeles de 1992 y las protestas que desencadenó en todo el país. El levantamiento de 1992 surgió de una mezcla de frustraciones vinculadas a la creciente pobreza, a la violencia generada por la guerra contra las drogas y al aumento del desempleo. En 1992, el paro oficial de la población negra había alcanzado un máximo del 14%, más del doble que el de los estadounidenses blancos. En el centro sur de Los Ángeles, donde se produjo el levantamiento, más de la mitad de las personas mayores de dieciséis años estaban desempleadas o ni siquiera formaban parte de la fuerza laboral. Una combinación de brutalidad policial y acomodo a una violencia respaldada por el Estado contra un menor negro encendió finalmente la mecha.

Recordamos que el 3 de marzo de 1991 Rodney King, un automovilista negro, fue golpeado por cuatro policías de Los Ángeles en el arcén de la autopista. Pero también es cierto que, dos semanas después, una chica negra de quince años, Latasha Harlins, recibió un tiro en la cabeza por el dueño de una tienda de oportunidades, Al cabo de poco tiempo Ja Du, tras una confrontación sobre si Harlins tenía la intención de pagar por un botella de zumo de naranja ,un jurado encontró a Du culpable de homicidio involuntario y solicitó la pena máxima, pero el juez del caso no estuvo de acuerdo y sentenció a Du a cinco años de libertad condicional, servicio comunitario y a una multa de quinientos dólares. La revuelta de Los Ángeles comenzó el 29 de abril de 1992, cuando los agentes que habían golpeado a King fueron inesperadamente absueltos, aunque también se vio alimentada por el hecho de que, una semana antes, un tribunal de apelaciones había confirmado la sentencia menor para Du.

Inmediatamente después del veredicto, una multitud multirracial de manifestantes se reunió frente a la sede del Departamento de Policía de Los Ángeles, gritando: «¡No hay justicia, no hay paz!» y «¡Culpable!» Cuando la gente comenzó a reunirse en South Central la policía llegó e intentó detenerles, antes de darse cuenta de que se encontraban desbordados por lo que abandonaron la escena. En un momento determinado, el diario Los AngelesTimes contó, entre las calles 71 y Normandía, la presencia de doscientas personas «alineadas en la intersección, muchas de ellas con los puños en alto. Trozos de asfalto y cemento fueron arrojados contra los automóviles. Algunos gritaban: Es una cosa de negros. Otros gritaban: Esto es para Rodney King.

Al final del día se prendieron más de trescientos fuegos por toda la ciudad: en la sede de la policía y el ayuntamiento, en el centro y en los barrios blancos de Fairfax y Westwood. En Atlanta, cientos de jóvenes negros corearon Rodney King al tiempo que rompían los escaparates del distrito financiero de la ciudad. En el norte de California, 700 estudiantes de la Universidad de Berkeley abandonaron en protesta sus clases. En un corto plazo de cinco días la revuelta de Los Ángeles llegó a convertirse en el motín más grande y destructivo en la historia de EE UU, con 63 muertos, mil millones de dólares en daños a la propiedad, casi 2.400 heridos y 17.000 detenidos.

El presidente George H. W. Bush apeló a la Ley de Insurrección para movilizar unidades de los Marines y el Ejército de los EE. UU. para sofocar la revuelta. Un hombre negro llamado Terry Adams se puso en contacto con Los Angeles Times captando la motivación y el estado de ánimo. «Nuestra gente está dolorida» dijo, “¿por qué tenemos que trazar una línea roja contra la violencia? El sistema judicial no lo hace». La revuelta de Los Ángeles compartió con las revueltas de los años sesenta la llamarada que había encendido el abuso policial, una violencia generalizada y la furia de los que se rebelaban.

Pero, en la década de los sesenta una economía opulenta y la noción aún no materializada del contrato social significaron que el presidente Lyndon B. Johnson pudo intentar sofocar el movimiento de los derechos civiles y la radicalización del Poder Negro con un enorme gasto social y un programa gubernamental expansivo, incluida la aprobación de la Ley de Vivienda y Desarrollo Urbano de 1968, que tuvo como resultado las primeras oportunidades, con respaldo oficial, de acceso a la propiedad de viviendas para los afroamericanos con bajos ingresos.

A finales de los años 80 y principios de los 90 la economía se encontraba en recesión y el contrato social estaba hecho trizas. Las revueltas de los años sesenta y el enorme gasto social destinado a controlarlas legitimaron el derecho a generar una reacción violenta frente a un estado de bienestar expandido. Los conservadores políticos argumentaron que el mercado, y no la intervención del gobierno, podía ser eficiente e innovador para la prestación de servicios públicos. Esta retórica fue acompañada de virulentas caracterizaciones racistas de los afroamericanos porque dependían desproporcionadamente de los programas de asistencia social.

Ronald Reagan dominó el arte de un racismo incoloro en la era posterior a los derechos civiles, con sus invocaciones a las «reinas del bienestar». Estas distorsiones no solo allanaron el camino para socavar el estado de bienestar, sino que reforzaron los delirios racistas en torno al estado de la América negra, legitimando así la privación y la marginación.

El levantamiento de Los Ángeles no solo puso en evidencia el estado policial al que estaban sometidos los afroamericanos, sino que también descubrió el vacío de la economía estadounidense tras el supuesto milagro económico de la Revolución Reagan. Las revueltas de los años sesenta fueron menospreciadas como disturbios raciales porque quedaron casi exclusivamente limitadas a comunidades negras segregadas. En cambio la revuelta de Los Ángeles se extendió rápidamente por toda la ciudad: el 51% de los detenidos eran latinos y solo el 36% por ciento eran negros. Un número menor de blancos también fueron detenidos.

Los funcionarios públicos habían utilizado el racismo como palanca para desmantelar el estado de bienestar, pero los efectos se sintieron en todos los ámbitos. Aunque los afroamericanos eran receptores desproporcionados de políticas de bienestar, los blancos constituían la mayoría y también sufrieron cuando se impusieron los recortes. Como escribiera Willie Brown, que entonces era el que presidía la Asamblea de California, en el San Francisco Examiner días después de la revuelta: «Por primera vez en la historia de EE UU, muchas de las manifestaciones y buena parte de la violencia y el crimen, especialmente el saqueo fueron multiraciales: negros, blancos, hispanos y asiáticos, todos estaban involucrados”. Aunque generalmente se segregaban unos de otros socialmente, cada grupo encontró formas de expresar sus reivindicaciones que se entrelazaban en la virulenta revuelta contra el L.A.P.D.[Departamento de Policía de Los Angeles]

El período posterior a la rebelión de Los Ángeles no marcó el comienzo de nuevas iniciativas para mejorar la calidad de vida de las personas que se habían rebelado. Por el contrario, el portavoz de la Casa Blanca de Bush, Marlin Fitzwater, atribuyó la revuelta a los programas de bienestar social de las administraciones anteriores y dijo «creemos que la raíz de muchas de las cuestiones que se han generado en el centro de la ciudad tuvieron su inicio en los años 60 y 70, y que éstas han fallado». Los años 90 se convirtieron en un punto de convergencia entre la derecha política y el Partido

Democrático, ya que los Demócratas basaron su giro a favor de una política similar de severos recortes presupuestarios en los programas sociales y una insistencia en que las dificultades de los afroamericanos eran el resultado de una falta de normativas en la estructura familiar. En mayo de 1992 Bill Clinton interrumpió sus actividades normales de campaña para viajar al centro-sur de Los Ángeles, donde ofreció su análisis de lo que había salido tan mal. La gente estaba saqueando, dijo, «porque ya no son de ninguna manera parte del sistema. No comparten nuestros valores, y sus hijos están creciendo en una cultura ajena a la nuestra, sin familia, sin vecindario, sin iglesia, sin apoyo».

Los Demócratas respondieron a la rebelión de Los Ángeles en 1992 empujando al país por el sendero de castigo y recompensa según establece su código penal. Joe Biden, el actual candidato Demócrata a la presidencia, se libró del fuego la última vez blandiendo un nuevo «proyecto de código penal» comprometiéndose a poner a 100.000 policías más en la calle, con penas de prisión obligatorias para ciertos delitos, aumentando los fondos para la policía y las cárceles, y ampliando el uso de la pena de muerte. El nuevo énfasis que los Demócratas confieren a la ley y el orden se combinó con un asalto implacable al derecho a la asistencia social. Hacia 1996 Clinton ya había cumplido su promesa de «terminar con el bienestar tal como lo conocemos». Biden apoyó esa legislación argumentando que “la cultura del bienestar debe ser reemplazada por la cultura del trabajo.

La cultura de la dependencia debe ser reemplazada por la cultura de la autosuficiencia y la responsabilidad personal. Y la cultura de la permanencia ya no debe ser una forma de vida». El proyecto de código penal de 1994 fue un pilar para el encarcelamiento masivo y la tolerancia pública hacia una policía agresiva y el castigo punitivo ejercido en los vecindarios afroamericanos. Ayudó a construir un mundo contra el que los jóvenes negros se rebelan hoy. Pero los inquebrantables asaltos al estado del bienestar y a los cupones de alimentos también han dejado su sello en esta última revuelta. Estos recortes son en gran parte la razón por la que la pandemia del coronavirus ha aterrizado tan fuerte en EE UU, particularmente en la América negra. Estas son las razones por las que no tenemos una red de cobertura social viable en este país, incluidos los cupones para alimentos y las transferencias en efectivo para tiempos difíciles. La debilidad del estado de bienestar social de EE UU tiene raíces profundas, pero se desgarró irreversiblemente cuando los Demócratas estaban en el poder.

El clima actual difícilmente puede reducirse a las lecciones políticas del pasado, pero el legado de los años 90 domina el pensamiento político de los actuales funcionarios electos. Cuando los Republicanos insisten en vincular el requisito del empleo con los cupones de alimentos en medio de una pandemia, con un desempleo de más del 13%, están apelado al espíritu punitivo de las políticas moldeadas por Clinton, Biden y otros dirigentes Demócratas de los años 90. Entonces, aunque Biden quiera desesperadamente que creamos que él es un presagio del cambio, su largo historial de servicio público nos dice lo contrario. Afirmó que la elección que Barack Obama hiciera de él como su vice-presidente fue una especie de absolución a la complicidad de Biden en la política de hostigamiento racial de los Demócratas de los años 90. Pero, partiendo de los excesos del sistema de justicia penal y la ausencia de un estado de bienestar hasta la desigualdad enraizada en una economía de mercado desenfrenada y rapaz, Biden ha moldeado gran parte del mundo que esta generación ha heredado y contra el que se rebela.

Más importante aún, las ideas puestas a punto en los años 80 y 90 siguen ocupando el centro de la agenda política de Biden. Entre sus asesores de campaña figura Larry Summers, quien, como Secretario del Tesoro de Clinton, fue un entusiasta partidario de la desregulación y, como principal asesor económico de Obama durante la recesión, respaldó el rescate de Wall Street y permitió que millones de estadounidenses no pudieran pagar sus hipotecas. También figura Rahm Emanuel, cuyo mandato como alcalde de Chicago terminó en desgracia, cuando se reveló que su administración encubrió el asesinato policial de Laquan McDonald, de diecisiete años, que fue tiroteado por un agente de policía blanco.

Pero el daño de Emanuel a Chicago fue mucho más lejos que su defensa de una fuerza policial particularmente racista y abusiva. También protagonizó el cierre más grande de escuelas públicas en la historia de los EE UU: casi cincuenta de una sola vez, en 2013. Tras dos mandatos dejó la ciudad en la misma situación que la encontró, con el 45% de los jóvenes negros de Chicago desescolarizados y en paro.

Esto señala la importancia de expandir nuestro debate nacional sobre lo que aqueja al país, más allá del racismo y la brutalidad de la policía. También debemos analizar las condiciones de desigualdad económica que, cuando se cruzan con la discriminación racial y de género, perjudican a los afroamericanos al tiempo que les hace vulnerables a la violencia policial. De lo contrario corremos el riesgo de reducir el racismo a actos escandalosos e intencionados de individuos depravadas, al tiempo que minimizamos el impacto acumulativo de las políticas públicas y la discriminación ejercida por el sector privado que, independientemente de la intención personal, han paralizado la vitalidad de la vida afroamericana.

Cuando el enfoque se reduce a la barbarie del acto que segó la vida de George Floyd, ello permite que personas como el ex presidente George W. Bush entren en el debate y digan que deploran el racismo. Bush escribió, en una carta abierta sobre el asesinato de Floyd, que «sigue siendo un fracaso sorprendente que muchos afroamericanos, especialmente los jóvenes afroamericanos, sean acosados y amenazados en su propio país». Esto sería ridículo si George W. Bush no fuera el funesto segador que se escondía debajo de una mortaja que describía como el «conservadurismo compasivo».

Como gobernador de Texas supervisó un sistema de pena de muerte desenfrenado y racista, firmando personalmente la ejecución de 152 personas encarceladas, de las cuales un número desproporcionado eran afroamericanos. Y, ya como presidente, Bush supervisó la respuesta del gobierno, increíblemente incompetente, al huracán Katrina que contribuyó a la muerte de casi 2000 personas y desplazó a decenas de miles de residentes afroamericanos de Nueva Orleans. El hecho de que Bush sea capaz de entrar de manera santurrona en un debate sobre el racismo estadounidense, mientras ignora su propio papel para su perpetuación y sustento, dice mucho de la superficialidad del debate. Aunque muchos se están sintiendo cómodos lanzando frases como «racismo sistémico», las soluciones propuestas siguen anidadas en el sistema que se está criticando. El resultado es que las raíces de la opresión y la desigualdad, que constituyen lo que muchos activistas llaman «capitalismo racial, pervivan.

Joe Biden, en una reciente aparición pública poco frecuente, vino a Filadelfia para describir el liderazgo necesario para salir de la situación actual. Su discurso sonaba como si pudiera haberse hecho en cualquier momento de los últimos veinte años. Hizo una propuesta para poner fin a los estrangulamientos, a pesar de que muchos departamentos de policía ya lo habían hecho, al menos sobre el papel. El Departamento de Policía de Nueva York es uno de ellos, aunque esto no evitó que Daniel Pantaleo asfixiara a Eric Garner, ni contribuyera a que Pantaleo fuera enviado a la cárcel por ello. Biden pidió responsabilidad, supervisión y vigilancia comunitaria.

Estas propuestas para frenar a la policía racista son tan antiguas como las primeras declaraciones a favor de una reforma que emanaron de la Comisión Kerner en 1967. Después, debido también a que las ciudades de la nación ardían en un frenesí de revueltas, los reformadores federales enumeraron cambios en las prácticas policiales similares a estas propuestas, y, más de cincuenta años después, la policía sigue siendo impermeable a las reformas y, a menudo, blandiendo un arrogante rechazo a enmendar. Es simplemente sorprendente que Joe Biden no tenga una sola idea significativa o nueva que ofrecer sobre cómo controlar a la policía.

Barack Obama, en un escrito que publicó en Medium, describía el voto como el camino para emprender un «cambio real», aunque también escribiera que «si queremos lograr un cambio real, entonces la elección no es entre protestas y política sino que tenemos que hacer ambas cosas. Tenemos que movilizarnos para crear conciencia, y tenemos que organizar y emitir nuestro voto para asegurarnos de elegir a los candidatos que actuarán a favor de la reforma». Obama ha desarrollado una tendencia a intervenir en los debates políticos como si fuera un observador curioso y distante, en lugar de como un ex funcionario que ostentó el cargo más poderoso del mundo.

El movimiento Black Lives Matter [Vidas Negras Importan] floreció durante los últimos años de la presidencia de Obama. En cada etapa de su desarrollo, Obama parecía incapaz de frenar los abusos policiales que estaban alimentando su desarrollo. Resulta fácil empantanarse en las complejidades del federalismo y las limitaciones del poder ejecutivo, dado que el abuso policial es un problema tan local. Pero Obama, a pesar de todo, sí convocó un Grupo de Trabajo nacional destinado a proporcionar orientación y liderazgo sobre la responsabilidad policial, y podemos considerar su eficacia desde el punto de vista de hoy.

El Grupo de Trabajo de Obama sobre Políticas de Vigilancia del Siglo XXI entregó sesenta y tres recomendaciones, incluyendo terminar con el «perfil racial» y extender los esfuerzos de «vigilancia comunitaria». Se pedía una «mejor formación» y una renovación de todo el sistema de justicia penal. Pero no eran más que sugerencias y no existía ningún mecanismo para que las diferentes 18.000 agencias policiales del país lo acataran.

El 2 de marzo de 2015 se publicó el informe provisional del Grupo de Trabajo. Ese mes, la policía de todo el país mató a otras 113 personas, treinta más que en el mes anterior. El 4 de abril, Walter Scott, un hombre negro desarmado que huía de un policía blanco, Michael Slager, en North Charleston, Carolina del Sur, recibió cinco disparos en la espalda. Ocho días después, Freddie Gray fue recogido por la policía de Baltimore, colocado en una camioneta sin control alguno y conducido imprudentemente por la ciudad. Cuando salió de la camioneta, su columna vertebral tenía cortes de un 80% a la altura del cuello. Murió siete días después. Baltimore explotó de rabia. Y Baltimore no era como Ferguson, en Missouri, dirigido por una administración política blanca y patrullada por una fuerza policial blanca. Desde el alcalde, Stephanie Rawlings-Blake, hasta el contingente policial multirracial, Baltimore era una ciudad liderada por negros.

A pesar de que la violencia desenfrenada contra la aplicación de la ley se ha vuelto más aguda en los últimos cinco años, casi no ha habido consecuencias en términos de cómo se asignaban las partidas de presupuesto municipal. La policía continuaba absorbiendo porciones absurdas de los presupuestos de aplicación local, incluso en departamentos que eran objeto de demandas de acoso y abuso. En Los Ángeles, con su crisis de personas sin techo y alquileres fuera de control, la policía absorbe un asombroso 53% de los fondos generales de la ciudad. Chicago, una ciudad provista de una fuerza policial notoriamente corrupta y abusiva, gastó el 39% de su presupuesto en la policía.

El presupuesto operativo de Filadelfia necesitaba ser reajustado debido al colapso que sufrió su recaudación de impuestos a causa de la pandemia del coronavirus; la única agencia que no sufrió ningún recorte presupuestario fue el departamento de policía. Mientras que las escuelas públicas, las viviendas sociales, los programas para la prevención de la violencia y la junta de supervisión policial se vieron afectados con recortes presupuestarios por valor de 370 millones de dólares, el Departamento de Policía de Filadelfia, que ya acumula el 16% de los fondos de la ciudad, estaba programado que percibiera un aumento de 23 millones de dólares.

Durante las Administraciones de Obama y Trump los errores para frenar las prácticas policiales racistas se han visto agravados por el estancamiento económico en las comunidades afroamericanas, medido según los índices estancados sobre la propiedad de viviendas y de una brecha racial cada vez mayor. ¿Estos errores de gobierno y política son exclusivamente culpa de Obama? Por supuesto que no, pero cuando se es portador de grandes promesas de cambio y se termina velando por un status quo brutal, la gente saca conclusiones poco claras del experimento. Para muchos afroamericanos pobres y de clase trabajadora, que todavía sienten un enorme orgullo por haber tenido el primer presidente negro y a su esposa, Michelle Obama, la conclusión es que elegir al primer presidente negro de la nación jamás iba a cambiar a EE UU. Incluso se podría interpretar los fracasos de la administración de Obama como pequeños rescoldos que acabarían prendiendo fuego a la nación.

No podemos seguir insistiendo en un cambio real en Estados Unidos si seguimos usando los mismos métodos, argumentos y estrategias de políticas fallidas que nos han llevado a esta situación. No podemos permitir que el ímpetu actual se detenga en una discusión miope sobre la reforma de la policía. Obama señaló en su escrito: «Vi cómo una anciana negra lloraba al ser entrevistada hoy porque la única tienda de comestibles en su vecindario había sido destruida. Si la historia sirve de guía, esa tienda puede tardar años en volver. De modo que no disculpemos la violencia, ni la racionalicemos, ni participemos en ella».

Si estamos pensando abordar estos problemas a grandes rasgos, o de manera sistémica, entonces podríamos preguntarnos: ¿por qué solo hay una tienda de comestibles en el vecindario de esta mujer? Eso nos podría llevar a una discusión sobre la historia de la segregación residencial en ese vecindario, o la discriminación laboral o las escuelas sin recursos suficientes en el área, lo que a su vez nos podría proporcionar información más profunda sobre una alienación que es tan profunda en su intensidad que obliga a la gente a luchar con la intensidad de un motín para exigir que las cosas cambien. Y aquí es donde realmente comienza el problema. Nuestra sociedad no puede poner fin a estas condiciones sin un gasto masivo.

En 1968 Martin Luther King, en las semanas previas a su asesinato, dijo: «En cierto sentido supongo que se podría decir que estamos comprometidos con la lucha de clases». Estaba hablando del coste de los programas que serían necesarios para sacar a los negros de la pobreza y la desigualdad que eran, en y por sí mismos signos de subyugación racista. Poner fin a la segregación en el Sur fue entonces barato en comparación con los enormes gastos necesarios para poner término al tipo de discriminación que mantiene a los negros excluidos de las ventajas de la sociedad estadounidense, desde trabajos bien remunerados hasta escuelas bien financiadas, buenas viviendas y una cómoda jubilación. El precio del billete es bastante elevado, pero, si queremos tener una conversación real sobre cómo cambiamos Estados Unidos, entonces debemos comenzar haciendo una evaluación honesta del alcance de la privación involucrada. La vigilancia policial racista y corrupta es la punta del iceberg.

Tenemos que dar paso a nuevas políticas, nuevas ideas, nuevas formaciones y nuevas personas. La elección de Biden puede detener la miseria de otro mandato de Trump, pero no detendrá los problemas subyacentes que han provocado más de 100.000 muertes de COVID-19 o continuas protestas contra el abuso y la violencia policial. ¿Intervendrá el gobierno federal para detener la inminente crisis de desalojos que impactará desproporcionadamente a las mujeres negras? ¿Utilizará su poder y autoridad para castigar a la policía y vaciar las cárceles y los calabozos que no solo provocan la muerte social sino que ahora también son sitios de infecciones desenfrenadas del covid-19? ¿Terminará la campaña contra los cupones de alimentos y permitirá que los afroamericanos y otros residentes de este país coman en medio de la peor crisis económica desde la Gran Depresión? ¿Financiará las necesidades de atención médica de decenas de millones de afroamericanos que se han vuelto propensos a los peores efectos del coronavirus y que como resultado están muriendo? ¿Proporcionará recursos a las escuelas públicas desabastecidas para dar a los niños negros la oportunidad de aprender en paz? ¿Redistribuirá los cientos de miles de millones de dólares necesarios para reconstruir comunidades devastadas de la clase trabajadora? ¿Habrá guarderías y transporte gratis?

Si tomamos en serio el objetivo de terminar con el racismo y cambiar fundamentalmente EE.UU,. debemos comenzar con una evaluación real y seria de los problemas. Reducimos el alcance del trabajo si seguimos recurriendo a los agentes y actores que alimentaron la crisis cuando tuvieron la oportunidad de contribuir a resolverla. Y, lo que es más importante, la vía para transformar este país no puede limitarse a solo cuestionar a su brutal policía. Debe conquistar la lógica que financia a la policía y las cárceles a expensas de las escuelas públicas y los hospitales. La policía no debe estar armada con armamento costoso destinado a mutilar y asesinar a civiles, mientras que las enfermeras atan sacos de basura alrededor de sus cuerpos y reutilizan máscaras en un esfuerzo inútil por mantener a raya al coronavirus.

Tenemos los recursos para rehacer a EE UU, pero todo tendrá que llegar a expensas de los plutócratas y los saqueadores, y ahí reside el enigma de hace trescientos años: los declamados valores del derecho a la vida, la libertad y la búsqueda de felicidad de EE UU son continuamente deshechos por la realidad de la deuda, la desesperación y la degradación humana del racismo y la desigualdad.

La revuelta que se desarrolla hoy en EE UU encierra la verdadera promesa de cambiar este país. Si bien refleja la historia y los fracasos de pasados esfuerzos para afrontar el racismo y la brutalidad policial, estas protestas no pueden quedar reducidas a ello. A diferencia del levantamiento de Los Ángeles, donde se atacó a los negocios coreanos y donde se golpeó a algunos espectadores blancos o las rebeliones de los años 60 que quedaron confinadas a los barrios negros, las protestas de hoy son impresionantes por su solidaridad racial. Los estados más blancos del país, incluidos Maine e Idaho, han tenido protestas involucrando a miles de personas. Y no se trata solo de estudiantes o activistas; las reivindicaciones para poner fin a esta violencia racista han movilizado a una amplia gama de gente corriente que está harta.

Las protestas se basan en el increíble trabajo previo de base del movimiento Black Lives Matter (BLM). Hoy, los jóvenes blancos se ven obligados a protestar no solo por su preocupación por la inestabilidad de este país y su propio futuro comprometido, sino también por la repulsión que sienten hacia el supremacismo blanco y la podredumbre del racismo. Sus perspectivas han sido moldeadas durante los últimos años por la política antirracista del movimiento BLM, que va más allá de ver el racismo como algo interpersonal o actitudinal, para comprender que está profundamente arraigado en las instituciones y organizaciones del país.

Esto puede explicar en parte la sólida base política sobre la que ha comenzado esta ronda de lucha. Explica por qué los activistas y los organizadores han podido ganar rápidamente el apoyo a las demandas para destituir policías y, en algunos casos, presentar ideas sobre el fin de la vigilancia policial por completo. Han logrado vincular rápidamente los presupuestos policiales inflados con los ataques a otros ámbitos del sector público, y a los límites de la capacidad de las ciudades para atender la crisis social que ha desatado la pandemia Covid-19. Se han basado en los vivos recuerdos de fracasos anteriores, y se niegan a doblegarse a llamamientos vacíos o retóricos por el cambio. Esto nuevamente demuestra cómo las luchas se basan unas sobre otras y que no son solo eventos reciclados del pasado.

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