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Trump diluyó el ego de la supremacía blanca en el discurso del Estado de la Unión

Written by Debate Plural

Fernán Medrano (Sinpermiso, 6-2-19)

Aun cuando el discurso del Estado de la Unión es una suerte reporte que el Presidente de los Estados Unidos presenta al Congreso estadounidense cada año, el hecho se ha convertido en un asunto de auténtico interés a nivel planetario. El informe despierta mucho interés en el público mundial, por aquello de la inclinación intervencionista de la susodicha potencia en los asuntos internos de los demás países, especialmente en aquellos países a los que considera que son su patio trasero, como los de América Latina y el Caribe.

Parafraseando a José Martí, valga decir que el aldeano vanidoso cree que el mundo entero es su aldea. Y es que en el propio nombre de los Estados Unidos hay visos de una propensión a que todos los países, naciones, pueblos y Estados estén unidos a él o, mejor dicho, sometidos a él.

Por consiguiente, el nombre de los Estados Unidos es un nombre extraño (por no decir ambicioso), y a lo mejor puesto de modo codicioso y astuto. El nombre de Estados Unidos no suena como suenan los nombres de los demás países. México, Argentina, Cuba, Brasil, Venezuela, etcétera, son nombres de países. Pero al de Estados Unidos lo adivino como el nombre de una empresa mercantil, capitalista.

Estados Unidos tiene por lo demás el nombre de una especie de conglomerado de Estados del continente americano sumisos a él o sometidos por él.

Y al Congreso de Estados Unidos llegó el presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, con su discurso del estado de la Unión. Fue a hablar de grandeza, de la supremacía militar y económica estadounidenses, de la construcción del muro en la “muy peligrosa frontera sur” con México; fue a gesticularles palabras vanidosas a una audiencia gratuita, que en su mayoría era blanca, y que aplaudía, porque así lo dicta el protocolo y la formalidad.

Trump leyó el discurso con la cara levantada, con un cierto aire de monarca absoluto, con corbata roja y poderosa, en tanto que el senador Bernie Sanders se limitaba a escuchar y a tomar apuntes, con un rostro de atenta incredulidad y desconcierto.

El discurso duró una eternidad. Atacó a Venezuela e Irán. Se elogió a sí mismo por haber evitado una guerra con Corea del Norte, en lugar de expresar que las armas nucleares norcoreanas fueron las que lo persuadieron de recular.

Nada nuevo dijo. Se desparramó en el discurso. Tradujo su ego al idioma de los megalómanos. Trump piensa que es más de lo que realmente es. Delirio de grandeza puro y duro.

La supremacía racista pretende imponerse en el mundo, y subyugarlo a punta de bombazo limpio.

El suyo fue un discurso rociado de prepotencia, dirigido principalmente a un público de oídos convencidos. Algunos estaban un tanto tensos, como ansiosos de que Trump no fuera a salir con frases engañosas o estólidas más de lo habitual.

En conclusión, el ego de Trump y el de la supremacía blanca fueron la coherencia y cohesión del segundo discurso del Estado de la Unión.

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