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Me robaron el velorio: Nostalgia de un panegírico universal (1)

PREÁMBULO

Clamor frente al vacío: ¿Quién puede haber escrito una crónica mortuoria más infiel que esta? ¿Quién ordenó tres días de luto literario por la partida de Aída Cartagena Portalatín? (1918-1994) ¿Cuál decreto presidencial la absolvió de haber escrito Yania Tierra? ¿Cuál fue el gesto nacional por la muerte del Li Po, legendario narrador de Villa Francisca, Ramón Lacay Polanco? ¿Hubo una casa licorera dispuesta a pagar por el honor que le hizo al promover la historia liberal de un crimen organizado para el desfile del día de la independencia? ¿Quién donó la caja del descanso? ¿La casa Bermúdez o la Brugal de entonces? ¿O una venció a la otra en su adicción al olvido? La promoción de un elíxir legalizado debería extender su bondad al nicho del adiós.

PRIMERA PARTE

Me inicié en la literatura vendiendo panegíricos por una sonrisa o un silencio garrafal. Alguna vez los pegué en la pared de un sanitario mal oliente para obligar al lector, durante su pequeña muerte, a despertar del arco iris del purgatorio con otra lucidez . No recuerdo haber escrito más de dos o tres panegíricos como encomiendas para el olvido, sin ningún éxito erótico rotundo y crítico mucho menos. No me salvaron de un Sí o un No celebratorio. Pasada varias décadas, nuestra literatura no había explotado más allá de la frontera inmediata, ni siquiera como un garbanzo que desconoce la pared que justifica esa osadía pero floté en ella como en una estancia en la isla sagrada de Saint Jhons Perse o bajo la lluvia de un insostenible Altazor. Saint Jhons Perse, dime, cómo podemos celebrar nuestra infancia? Solo tú acertaste bajo la lucidez del calor del trópico. Pero admiraba a estos pilares de aquella Joven Poesía o la de los grupos de la década del 60 con denominaciones extraordinarias como La Antorcha, El puño, La Máscara, etc.

La Fórmula para combatir el miedo de Jeannette Miller, hermoso título que de por sí preludia un gran poema, sigue compitiendo en esas ansias con El fin de las razas felices, excelente muestra del español, Dionisio Cañas. Es que la lucidez de la negritud sigue sacudiendo los cimientos de la civilización. Claro que me encantaba tocar como nostalgia la portada de La guerra y los cantos de Miguel Alfonseca. Aprendí un poco a cantar con ellos los versos de Residencia en la tierra, aunque me resistiera a ser el inmigrante feliz de esa tierra ambigua y me indujera a consentir el extraño asombro de Jorge Luis Borges, alborada y frenesí de los 80, década infiel llamada a despolitizar el poema y a salvarlo de las delicias de la historia o pretensión esclava de la filosofía. Década perdida para las primeras víctimas del Neoliberalismo. Ambigüedad y altura de la razón corporativa. Lo demás fueron ejercicios vanidosos, donde intentaba aprender a cantar la gran poesía comprometida de Mateo Morrison, Norberto James, Tony Raful como se estilaba en la década del 70 y después de pisar algunos peldaños de esta profesión difícil e inútil. La poética actual, cuando llega a ser objeto de consumo, solo produce reconocimiento del autor y su eventual desaparición, ardiendo bajo la salsa de un kepis dudoso y una corbata. Y ridiculez vanidosa en los dueños del teatro cultural del progreso. Su valor de uso da risa.

NO ASISTIMOS A TIEMPO AL VELORIO DE LAS LIBRERÍAS REALES. NOS RESERVAMOS EL DERECHO A VIVIR OTRA ALEGRÍA JUSTICIERA EN EL CEMENTERIO VIRTUAL DE LA MÁS EXTRAÑA DEGRADACIÓN.

Traté de descifrar el barroco en el que vivimos la comedia de las greñas lujuriosas de los Panteras negras, el Rock and Roll y la bachata de un incendio forestal, bajo un apagón pegao, en uno de esos antros inteligentes de la celebración de la oscuridad más moderna a del mundo. Y dicen que es más fácil colonizar el cuerpo. Desde el punto de vista del prestigio social, sigo con la idea de aprender a cantar de otra manera, sin que haya necesidad de pregúntenselo a Octavio Paz, a Charles Baudelaire, a Leopold Senghor, a César Vallejo o al Federico García Lorca que estuvo en Harlem. Son algunos de los restos sagrados de una arqueología fascinante. Fernando Pesoa llegó tardíamente para echarle un picante subjetivo a la herencia de Antonio Machado y de Miguel Hernández, mientras recitábamos panegíricos a lo Roque Dalton y Ernesto Cardenal. El dividendo no es una estética tan emocional..

Escribí panegíricos para amigos que se fueron a destiempo y el heroísmo fue un asunto literario. Algunos intentaron salvar la memoria de alguna rebeldía sin causa o algún guerrillero heroico que nunca encontró su trinchera preferida bajo la falda sagrada de una colegiala indiferente al machismo metafórico que rueda entre los dados de un tigueraje mundano, después del alcohol del parque Enriquillo o de algún encuentro accidental con el auto nicho del gran poeta y pianista del suplemento Isla Abierta que también fue uno de los tantos relevos de la Poesía Sorprendida que también animara André Breton. Otros fueron para recordar la mitología de las armas que no volvimos a desenterrar para defendernos de la dicha pos moderna. Algunas veces era un niño o alguien que murió por alguna causa noble.

Nunca imaginé que con mi aparición temprana en el estacionamiento de la histórica,  despiadada e invisible, Funeraria Ortiz de la avenida Broadway actual, del casi pretérito Alto Manhattan, y tardía para ocupar la sala del gran  evento de la despedida definitiva del hermano poeta, Eduardo Lantigua, donde estaría haciendo una ofrenda lujuriosa y romántica un día como hoy.

Siempre me quejaba de no haber estado presente en la despedida de muchos de los poetas de otras generaciones. Desde el Bronx de las últimas tres décadas, decía con frecuencia: Coño, se fue Miguel Alfonseca y solo lo vi pasar frente a mi casa de la calle Salcedo, cuando apenas corría hacia mi primera adolescencia. De la muerte de Ernesto Sábato y José Saramago, lo supe por la prensa tradicional. La falta de aniversarios le aguaron la fiesta a facebook y a Instagram. ¡Y qué bochorno! Ese luto esporádico apenas se sentía. La metamorfosis del hastío escribía otro epitafio. Pero ciertamente, hay un luto narrativo que se nutre del olvido.

No entiendo por qué no marchamos hacia el cementerio de la novela del autor de Ulises, arrastrando una flor por el centro de la avenida Grand Concourse para el novelista irlandés, James Joyce y luego aterrizamos  en otro aeropuerto imaginario para investigar dónde están los restos de  William Shakespeare, el autor de Hamlet. Da vergüenza no poder llorar con Hamlet otra vez y presentar al asesino de su padre en un tribunal popular donde cumplen cárcel los asesinos de un pueblo que no ha leído la Ilíada. Todavía no tengo una Rayuela electrónica. Pero qué alivio. Esta semana estrené un Don Quijote virtual para sacudirme del monopolio del papel que encontré en la avenida Mella. Traté de pescar un audio pero todavía espera en el fondo de ese mar dudoso.

La celebración de la muerte de Miguel de Cervantes no nos llegó al corazón. Como muchos grandes, sigue siendo un extranjero. Sin embargo, la España de aquel momento tiró la casa por la ventana y apenas lo supimos. No hemos podido desarrollar UNA SOCIEDAD REAL DE LECTORES ARRUINADOS, comprometidos con desafiar los límites de la ignorancia. Ni siquiera para matar el aburrimiento nos peleamos por esta buena causa. Pasa un año completo pero NADIE NOS ROBA UN LIBRO, ni siquiera por equivocación. Los lápices y los bolígrafos ruedan por el suelo, humillando el pasado. Ya no se cortan por la mitad. No ponemos su portada como la de las mascotas desaparecidas en los postes del tendido eléctrico o en los boletines académicos o comunitarios del Subway de Nueva York. No vale la pena esperar por el heroísmo del ladrón en algún aeropuerto con una foto de la víctima o con un capítulo subrayado o una página despegada, descubierta en el cesto de un sanitario donde todavía falta el rótulo que reza con acierto: ALL GENDER. Deberíamos entregarle una medalla de honor, si logramos descubrirlo inaugurando un nuevo terrorismo cultural para salvar al hombre de morir en Yemen porque en Palestina ya no es suficiente y en Siria, la poesía ya no se vende.

La muerte literaria es intrascendente. Una mañana memorable, encontré al poeta dominico haitiano, Jacques Viau, fulminado por un mortero, disparado por las tropas de ocupación norteamericana de 1965. Comencé a sospechar que la única patria fiel es la palabra. La dominicanidad como ideología o folclore, sigue siendo un tema dudoso. La otra, la real, la usurpan los depredadores celosos de su seriedad. Me preguntaba al recordar la visión callejera de mi infancia ¿Dónde cayó Manuel Llanes? ¿Y qué fue del destino del Li Po del periodismo y la narrativa de Villa Francisca?

No sabía que un tanque en la calle Jacinto de la Concha, sería un ataúd misterioso que le garantizaría la ciudadanía eterna post mortem, a Jacques Viau. Hasta en eso competimos con El imperio de las papas fritas«. Otorgamos Residencia en la tierra a los héroes que mueren en nombre de la bandera tricolor. Las calles que nos recuerdan siguen siendo íntimas y movedizas. Ese extraordinario título de un poemario es un recuerdo del poeta de la isla de El Encanto, Alfredo Villanueva Collado. Maestro, Gracias, por ese título imperecedero. Ahora esas papas fritas condicionan la independencia del mundo. A veces la intención identitaria  supera el texto. Tampoco lo supe tan a tiempo como el Mateo Morrison de la década del 70. Tal vez llegó a tiempo al velorio del poeta de San Pedro de Macorís, René del Risco Bermúdez (1937-1972) o al del poeta de «La Fuente» (Domingo Moreno Jiménez), uno de los tantos abuelos que la vida nos legó para disipar tanta tristeza gratuita pero eran de otra liga y a penas los vi pasar o lo murieron con tecnología gringa, como le pasó a Jacques √iau, en una anécdota o en las lágrimas de un libro, traducido del francés al español o quizás escrito en una aún más secreta ( Aplaudamos al poeta Antonio Lockuard por motivar la publicación de Poeta de una isla, haciéndolo trampas al olvido). Certeza e imaginación se dan la espalda algunas veces.

¿Dios mío y será posible? Se fue otro poeta de la generación del 48. Se llamaba Abel Fernández Mejía (1931-1998), de una muerte lenta, misteriosa e íntima. El hijo de Abigaíl Mejía se vengó de los sueños. En medio de la rutina laboral de entonces, no lo volvimos a ver más. El joven poeta, José Molinaza, tuvo una muerte trágica y ridícula. Desapareció de algún accidente visual por la calle El Conde o un tropiezo sin consecuencias por los predios de la Universidad Autónoma de Santo Domingo. Todavía nos duele que se despidiera bajo el estilo de la época del crimen organizado actual, fraternidad que compartió por el azar con el cantante argentino, Facundo Cabral. También se marcharon en distintos momentos. Descubrí en Villa Duarte, al poeta Enrique Eusebio (En vida, no pude recuperar una edición que le presté del 1946 de Las Rimas de Gustavo Adolfo Bécquer. Mi maestra de intermedia, Mireya Sención, me lo regaló. Me interrogará el dia que nos veamos en el otro mundo. Allá se la pediré de rodillas al gran crítico y poeta, igual que al zapatero que me ofreció unos zapatos de verdad, y que por cierto, no explotaron en la calle Abreu, pero condonó su deuda, regalándome un Platero y yo, mucho antes de espantar la mula, para que no olvidara a Juan Ramón Jiménez.

About the author

Tomás Modesto Galán

Escritor dominicano que reside en Nueva York desde 1986. Fue profesor en la UASD antes del 86. Enseña en York College (recinto de Cuny, desde mediados de los 90). Gano el premio de poesía Letras de Ultramar 2014 con su obra poética: Amor en bicicleta y otros poemas.También obtuvo el premio Poeta del año 2015, otorgado por el América 's Poetry Festival de Nueva York. Es el autor de la novela Los Cuentos de Mount Hope, publicada en el 1995. Presidente de la Asociación de Escritores Dominicanos en Los Estados Unidos, (ASEDEU)

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