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¿Hasta donde llega la revolución cultural del neoliberalismo? (1)

Written by Debate Plural

Abdón Ubidia (Rebelion, 22-1-19)

Cuando el reloj de la política latinoamericana parece que va a dar un nuevo giro, otra vez, hacia el neoliberalismo que dominó el mundo de los ochenta (Regan, la Thatcher, Juan Pablo II, los economistas de la escuela de Chicago y los ideólogos de la cultura del capitalismo tardío; vale la pena recuperar nuestro libro Referentes*, resultado directo de lo que, desde la disidencia, pensamos en esos duros tiempos. La primera edición fue hecha en el año 2000.

La idea básica fue una: el neoliberalismo no fue apenas una doctrina macroeconómica. Fue, además, una filosofía, una cosmovisión, una epistemología, una matriz de pensamiento que dominó casi todos los ámbitos del saber humano: la ciencia y las artes en primer término.

¿Cuál fue el denominador común de tal operación global? Uno solo y muy claro: la supresión de los viejos referentes que habían marcado el pensamiento totalizante del siglo XIX, la mayor parte del siglo XX y, sobre todo, el de los célebres años sesenta. Se trató de una muy bien programada “virtualización” del mundo real y su transformación en otro hecho de puras representaciones. Se trató de ocultar en la “realidad real” los verdaderos propósitos del nuevo orden global. Lo que llamaron “la nueva economía”. La supresión de referentes, viejos y nuevos, logrados por la humanidad a lo largo de su historia. Eso.

Para empezar, la ciencia económica suprimió el tema de las relaciones de producción, distribución y redistribución y se centró en los puros ejercicios monetaristas de oferta y demanda regidos por el dios de un mercado virtual, financiarizado, sobre todo bursátil. La filosofía, con Baudrillard a la cabeza, olvidó los eternos referentes del Bien y el Mal y de lo Verdadero y de lo Falso y ahogó el juego real del mundo en el solo espacio de las representaciones (La transparencia del mal). Los politólogos herederos de Daniel Bell (El fin de las ideologías), para quienes Norberto Bobbio sería una pieza desechable, proclamaron que ya no tenía sentido hablar de izquierda ni de derecha en el mundo posmoderno, algo que hoy, inútilmente, repitieron los jóvenes españoles de Podemos, mientras que la derecha ibérica los devolvíó al sitio real que pintaban en la sociedad con la acusación de que son, literalmente dijeron, “extremistas de izquierda”.

También los antropólogos célebres como García Canclini dejaron de lado lo que habían estudiado con tanto fervor, como las diferencias entre la cultura popular y cultura dominante y empezaron hablar de que Las culturas híbridas se habían vuelto hegemónicas y, por cierto, indiferenciables. De la mano de los economistas, los pensadores neoconservadores y posmodernos, con el inevitable Daniel Bell como capitán (Las contradicciones culturales del capitalismo), sentenciaron la muerte de las clases sociales y sus luchas porque, en el mundo universitario –así escribió−, como caso emblemático y ejemplificador, los estudiantes y profesores, generalmente uniformados con la ropa casual, ya nadie podría señalarlos como ricos o pobres. 

Francis Fukuyama puso lo que creyó la estocada final a esa ceremonia planetaria de destrucción masiva de los referentes que orientaron y articularon nada menos que toda la Historia moderna y lo que había venido con ella como traído de contrabando del mundo antiguo. El fin de la Historia, había llegado por fin. El sueño de Hegel se había cumplido. Era ya obsoleto. El sentido de la historia había concluido. La Historia había muerto. 

En lo que concierne al arte había ocurrido una supresión más palpable: la de un referente fundamental: el artista. La figura del nuevo curador convertida en artista de artistas que no cura lo que ya ha sido sino lo que ha de ser, lo que debe ser, todo un comisario muy ideologizado que proclamaba su desideologización, desde luego, copó los museos y galerías del mundo.

La acometida neoliberal no se quedó en el campo de la alta cultura sino que, además, invadió ─todos pudimos constatarlo─, la música popular latinoamericana justamente a partir de 1980: el olvido o postergación de esa ars amatoria latinoamericana guardada en valses, tangos, boleros, sambas, rocola; descalificados como “setenteros” y (música disco y new age mediante), la “modernización” de un gusto masivo gracias al cual era fácil ver a multitudes de jóvenes que coreaban letras en un inglés que no sabían.

Aunque por otras razones y desde otros propósitos, en esta secuencia de autores y textos que dan cuenta del cambio epistemológico logrado, uno podría añadir coincidencias previas, al menos funcionales y convenientes de grandes pensadores de izquierda anteriores a 1980: la figura de Lyotard y su concepción de la postmodernidad como pérdida/fin de los grandes discursos (marxismo, psicoanálisis, religiones). Y, por desgracia, también deberíamos añadir al estructuralismo ─Lévi-Satrauss, Foucault, Althusser─ y el anti humanismo teórico que proclamó, nada menos, que la muerte del hombre. (Foucault, años después, ante los abusos del antihumanismo práctico neoliberal, se lamentaría: ¿Cómo podíamos defender los derechos humanos de un hombre muerto?).

En cuanto a la actitud neoliberal, vale la pregunta: ¿Qué hubo por detrás de esta avasallante destrucción de los referentes más caros de la historia social humana, de la memoria humana, en especial, como señala Bourdieu: de la destrucción metódica de los colectivos humanos?

Pues la necesidad de destruir, por sobre todo, la percepción de la política real, en función de la hegemonía de un discurso aviesa y artificialmente complejo y maquiavélico: el discurso neoliberal. Es decir: el discurso del capitalismo tardío. La utopía neoliberal que quiere un mundo hecho de muy pocos poderosos que dominen a una masa de pobres, incapaces de cuestionar, desde su ignorancia, cinismo o indiferencia, lo que Chomsky llama el nuevo orden mundial. 

Ahora bien, todo ese tenaz cambio en el pensamiento, tenía que pasar obligadamente por el amparo mayor de la cultura en el más amplio sentido del término. El neoliberalismo se planteó, pues, como una revolución cultural. No deja de ser significativo que, en Chile, el modelo neoliberal por excelencia (autoritarismo, masacres, privatización de todo), se hable de “La revolución silenciosa” para referirse a los cambios económicos efectuados por la dictadura (el libro es del pinochetista Joaquín Lavín).

Nada de extraño tuvo que nosotros, y hablo por mis colegas intelectuales, combatiéramos esa nueva mentalidad (ese episteme), que se expandía, como una plaga imparable por el mundo, desde ese territorio propicio: desde la cultura.

Vale señalar la paradoja de que el gran propósito de despojo global, y apropiación económica de las riquezas del mundo, del capitalismo tardío, como lo llama Jameson; es decir, del neoliberalismo, no podía afirmarse sino con el amparo de un cambio cultural que olvidara, para siempre -amén de los referentes que hemos anotado-, el gran pensamiento humanista que nació con la propia historia, desde el reinado de las mitologías, luego de las religiones y, ahora, de las ideologías.

Hay que aclarar que todas estas creencias mencionadas, alojaron siempre su contrario: los brotes del pensamiento mercantil más craso. Reductio absurdum: bajo esa luz no es incongruente entender que la historia de Judas no fue la historia de una traición: bien pudo ser la del ‘intercambio de un Dios por 30 monedas’, una simple transacción comercial exitosa, que transformó un valor de uso infinito en un valor de cambio minúsculo pero efectivo: las 30 monedas.

Y valga esta ‘exitosa’ conversión teórica para ilustrar bien lo que el capitalismo tardío y global, quiere lograr, en los hechos de hoy ─en una conversión práctica─, con el planeta entero (indudablemente, un valor de uso único y total) al transformarlo en capital (un valor de cambio precario pero efectivo).

En efecto, en un planeta Tierra, depredado, sobrecalentado, no sustentable ya, puesto que hemos rebasado la llamada “huella ecológica”, la atmósfera de las grandes ciudades sucia por el CO2 del “desarrollismo” de los países “desarrollados”; los mares, algunos casi saturados de desechos industriales, metales pesados y demás, y en donde, según los científicos más calificados, estamos al borde de la “sexta extinción”, la de la especie humana, el furor capitalista, que solo mide ganancias, y no calcula costos ambientales ni civilizatorios, convierte, sin tregua, cada vez con más velocidad y fuerza, en puro capital no solo el bienestar humano sino la propia naturaleza y su frágil equilibrio. Víctima no del ser humano sino de enajenaciones tales como el consumo desenfrenado y hasta ese absurdo de la “industria de la obsolescencia programada”, la conversión absoluta de los valores de uso en solo valores de cambio parece ser ya un desastre irreversible. Bolívar Echeverría nos hablaba de un mundo que se solaza consumiendo sus propios escombros.

Para que este cuadro de debacle se complete, hay que evocar un factor económico, por desgracia, acaso resultante de ese ímpetu devorador del mundo: la inequidad en la distribución de la riqueza. La velocidad depredadora va la par de la velocidad de concentración del capital. La ambición desmedida genera tanto el insaciable consumo de recursos como el crecimiento de la riqueza extrema. Lo uno y lo otro van de la mano. Hoy el planeta es más desigual que hace unas décadas. La Universidad de Zurich dice que ahora solo 147 grandes corporaciones controlan la economía global. El célebre estudio de Peter Phillips acerca de la exposición del 1% de la clase dominante del mundo, señala que ella tiene tanto dinero líquido o invertido como el 99% restante. Por si fuese poco, el último premio Nobel de economía, Angus Deaton, afirma que incluso las crisis económicas de hoy están hechas para beneficiar a los más ricos. Y el difundido estudio último de la Oxfam de Londres, apunta que hoy tan solo 62 personas poseen una riqueza igual a la de ¡3.600 millones de personas!

¿Después del consenso que dominó el mundo hasta los años sesenta, cuando los grandes movimientos sociales, políticos e intelectuales, habían tomado conciencia de su misión humanista, y revoluciones y movimientos independentistas cundían por todo lado ─aunque, en esa época, no se considerara aún, con fuerza, el tema ecológico─, y se pregonaba la revolución social y un cambio que no podía ser sino socialista y anticapitalista, cómo pudo llegarse al extremo de legitimar tanto la depredación del naturaleza como la inequidad (Tatcher se refería a la desigualdad como el mecanismo necesario para garantizar “el predominio de los mejores”)?

Ese propósito no pudo haberse logrado jamás sin la revolución cultural que hemos denunciado.

No es ninguna coincidencia, pues, que hayamos abordado, en nuestro libro Referentes, la arremetida neoliberal desde los variados temas de la cultura, con el claro propósito de que la ataquemos allí, en su más íntima estrategia: la destrucción de los referentes de la realidad más concreta que sostienen la vida social.

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