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El futuro de Merkel se juega en Baviera

Written by Debate Plural

Sebastian Schoepp (CTXT, 10-10-18)

 

Baviera es una región del sur de Alemania que combina convicciones ultraconservadoras con un tremendo éxito económico. El partido político que durante décadas se ha declarado responsable de esa particular mezcla es la CSU, la Unión Social-Cristiana. Ha gobernado Baviera desde la posguerra; han sido 70 años de poder casi interrumpido; sólo por un breve momento en los años cincuenta. Ha influido, además, sustancialmente en la política nacional alemana en virtud de su alianza con la CDU de Angela Merkel, con la que convive en una especie de simbiosis: juntos conforman la unión democristiana más fuerte de Europa en este momento.

Esta historia de éxito podría truncarse el próximo 14 de octubre, cuando se celebran las elecciones estatales de Baviera. La CSU ha sufrido un derrumbe catastrófico en los sondeos, que auguran un gobierno de coalición en el parlamento de Múnich, en el que la CSU puede no estar presente. Su oposición al merkelismo de Berlín puede ser castigado con una derrota dolorosa.

¿Qué ha pasado? Varias cosas. Para entenderlas, hay que echar la vista atrás.

Durante siglos Baviera fue una región ultracatólica y agraria. Dejó de ser agraria en los años 60. Con la construcción del muro de Berlín, muchas empresas importantes decidieron trasladar sus sedes y marcharse de la antigua capital alemana que, en aquel momento histórico, se estaba convirtiendo en una isla dentro del bloque comunista de Europa del este. Múnich parecía una estupenda alternativa. Baviera era entonces una región eminentemente rural, con bajos precios de suelo, mucho espacio, bellos paisajes, y además situada en el corazón de Europa. Para los Juegos Olímpicos de 1972, Múnich ya había modernizado su infraestructura hasta el punto de poder convertirse en el hub industrial de interés global que aspiraba ser.

Comienza así su historia de éxito, liderada por la política empresarial liberal de la CSU que ofrecía todo tipo de oportunidades a la creciente industria. El emblemático Franz Josef Strauss, una especie de Jordi Pujol bávaro, fue quien más perfeccionó esa mezcla de tradición, liberalismo, catolicismo y un fuerte amiguismo, que todavía era visto como un mal menor durante los años 70 y 80, mientras sirviera a los supuestos intereses de todos. Los únicos que denunciaron este pastel de corrupción  fueron los pocos diputados del SPD, siempre marginal en el Parlamento regional de Múnich. Lo único que consiguieron fue ganarse la etiqueta de aguafiestas.

Pero la fiesta está a punto de terminar. En el baile, la CSU se está tropezando con sus propias piernas. Precisamente, lo que durante décadas había sido tolerado –su autoritarismo, amiguismo y arrogancia– hoy ya no es admisible para un sector de la sociedad cada vez mayor, compuesto, sobre todo, por  mujeres jóvenes profesionales, ecologistas, ateos, globalistas, élites urbanas liberales, feministas, defensores de derechos cívicos. Su férrea posición contra la inmigración es, justamente, la que  está poniendo en peligro su dominio.

Desde 2015, cuando Angela Merkel decidió respetar las leyes y no cerrar las fronteras a los migrantes, la CSU empezó a mirar con recelo esta  política de la canciller. En los años setenta, los líderes de la CSU habían decidido que, a su derecha, no debería haber otro partido. Ahora, la CSU y sus líderes Markus Söder y Horst Seehofer, han visto nacer a la AFD, la Alternativa para Alemania, un partido reaccionario y populista de derechas, un espectro que la CSU siempre pensó abarcar por completo. No sin razón, los elefantes de la CSU temen un trasvase de votos a su derecha y, como reacción, han empezado a competir con la AFD. Fue Horst Seehofer, en su función de ministro del Interior de Alemania, quien forzó a Angela Merkel a adoptar una política migratoria más estricta, amenazándole incluso con romper la coalición de Gobierno en Berlín, donde la CSU tiene un papel decisivo.

Este movimiento fue bien recibido por el ala más derechista de la CSU, pero no ha conseguido frenar la creciente popularidad de la AFD. “Nosotros vamos a hacer lo que la CSU promete”, ese es el mensaje de sus carteles electorales en  Múnich y muchos votantes ultraconservadoras están dispuestos a creerlo. Al mismo tiempo, la CSU pierde apoyos por el centro, lo que no se debe sólo a su política migratoria, sino también al cuadriculado personaje de Markus Söder, jefe de Gobierno de Múnich, un animal político narcisista, prepotente y agresivo, muy a la vieja usanza, una dotes muy atractivas en los años de Franz Josef Strauss, pero anticuadas para esta época de feminismo, transparencia y debate público digital. La promesa de Söder de implementar un programa de tecnología aeroespacial en Baviera ha provocado grandes chanzas en la red, pero también mucha polémica, porque los actuales problemas de los bávaros tienen poco que ver con esa propuesta y mucho con los precios astronómicos de la vivienda y del suelo, que amenazan con destruir el atractivo de Baviera como polo industrial. Puede que la CSU muera, al final, envenenada por su propia medicina. Y que la eterna Angela Merkel –que contempla relajada con su máscara de esfinge el espectáculo pre electoral de Baviera  y la creciente desesperación de la CSU– salga ganadora. De momento, calla, como casi siempre.

Y, aunque todos los sondeos se equivocaran y la CSU mantuviera su fuerza en la región, es casi seguro que los días de Merkel como jefa de Gobierno están contados. En realidad,  estas elecciones regionales de Baviera tienen una repercusión nacional como nunca antes la habían tenido.

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