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El antifascismo y el miedo al poder de la izquierda (1)

Written by Debate Plural

Maximillian Alvarez (CTX, 1-10-18)

 

Hoy en día, la gente en Estados Unidos suele mostrarse profundamente incómoda, cuando no se retuerce de asco, al escuchar la palabra “antifascismo”. En la mayor parte de los casos, parece como si se tratara de una palabrota. Solo eso debería ser prueba suficiente para demostrar la desesperada falta que hace.

En general, y entre otras cosas, me describo como un antifascista. En concreto, trabajo en los comités directivos locales y nacionales de una organización llamada Campus Antifascist Network (CAN), cuya misión es construir amplias coaliciones que aglutinen a las distintas comunidades que existen en los campus universitarios, con el objetivo de prevenir que se afiancen las fuerzas subrepticias del fascismo y para movilizarse en su contra cuando aparecen. En calidad de eso, regularmente colaboro y organizo eventos con personas de muy diversa índole que no dudarían en describirse a sí mismas como antifascistas (desde socialistas de la DSA hasta anarquistas o demócratas de base). De forma colectiva e individual, nuestros grupos realizan un gran trabajo que entra dentro de lo que se considera la más amplia y polifacética causa antifascista; una causa que, en contra de lo que suele pensarse, no se limita únicamente a dar puñetazos a nazis y a supremacistas blancos como Richard Spencer.

Sin embargo, he descubierto que quizá el mayor obstáculo para el avance de esta causa y la consecución de un mayor apoyo en su favor es el amplio estigma popular que se asocia con antifascismo en la política presente. Atenuar el tenaz control que ejerce este estigma sobre el pensamiento de nuestros conciudadanos, y ayudarles a ver que sus luchas diarias están más estrechamente relacionadas con la causa general del antifascismo de lo que podrían pensar, es una tarea hercúlea, pero vital, que no tiene comparación posible. No debería ser difícil ver que uno de los primeros indicios del desplazamiento del subconsciente estadounidense (e internacional) hacia una política y filiación de tipo fascista es la denigración generalizada que se hace de aquellos que más se dedican a contrarrestar el fascismo.

Por el bien del futuro de la izquierda, debemos trabajar juntos para recuperar el rol del antifascismo (tanto en el ámbito de base, como en el imaginario popular); debemos desligar al antifascismo y a su reputación de los malentendidos que se vierten sobre él y del estigma radioactivo que continúa haciéndolo parecer más desagradable que nunca, precisamente cuando más se necesita; y quizá más importante todavía, debemos rescatar al antifascismo del vacío desalmado y falto de ironía que se oculta detrás de la cara de idiota de Madeleine Albright.

Palos y piedras

¿Dónde está el origen de este estigma? Para ser justos, una parte proviene precisamente de las locuras y la desorganización de las actuales políticas antifascistas, incluido el fracaso de los antifascistas por combatir la mala prensa que reciben con una “marca” que conecte con un público más amplio y consiga influenciarlo. Sin embargo, para ser más justos todavía, una gran parte de nuestra lucha cuesta arriba por disipar las numerosas fuentes de desinformación que tienen al activismo antifascista como objetivo, está relacionada con el aumento de una industria doméstica que se dedica a difamar al antifascismo y que está compuesta por una amplia gama de expertos y políticos, que va de la extrema derecha a la izquierda extremista.

Sin embargo, esto no quiere decir que todos los argumentos en contra del antifascismo sean iguales. De hecho, después de recibir multitud de ataques verbales incendiarios, uno empieza a tener la sensación de que, sin contar las caricaturas absurdas y el alarmismo cínico, la derecha comprende al núcleo radical del antifascismo mejor que muchas personas de la izquierda. La derecha entiende que lo que actualmente llamamos “antifa” no es más que una parte de un movimiento más amplio. Un movimiento (o un “movimiento de movimientos”) compuesto por diversos grupos de izquierda cuyo compromiso con el antifascismo es (o debería ser) completamente indisociable de su impulso colectivo por derrocar las existentes fuerzas sociales desiguales, dominantes, excluyentes y violentas, que los fascistas y los protofascistas querrían adueñarse y convertir en un arma que poder utilizar en su propio beneficio. Al mismo tiempo, muchos en la izquierda están ocupados en distanciarse del antifascismo como tal y dejar aislados a los antifas como si fueran una secta aberrante con poca o ninguna conexión con la izquierda “verdadera”. (Están, por decirlo claro, apuñalando por la espalda a los antifas, que son considerados por lo general un sinónimo de los anarquistas, y dejando a camaradas como los acusados del J20 en la estacada).

Podemos ver ante nuestros propios ojos cómo las habituales críticas desde dentro de la izquierda contra los antifa en particular, y contra los antifascistas en general, comienzan a afianzarse y convertirse en opiniones generalizadas sin discusión posible. De esta versión de consenso, afloran tres críticas principales sobre el antifascismo:

  • El antifascismo está, en su sentido más literal, equivocado. El movimiento antifa, según ese argumento, concentra exclusivamente su energía en pelearse con individuos despreciables y grupos de odio radicales como si fueran la mayor y más urgente amenaza contra la sociedad, sin importar lo insignificantes y marginales que sean. Al hacerlo, los activistas antifascistas ignoran los horrores políticos y socioeconómicos del presente. Al fijar su mirada en un mal quimérico situado en un horizonte lejano, en lugar de ver las realidades materiales del presente, son incapaces de reconocer que es poco probable que se produzca un auténtico resurgir fascista si tenemos en cuenta que las condiciones históricas objetivas de nuestro momento actual se parecen muy poco a las que engendraron el fascismo de verdad en Italia después de la I Guerra Mundial o en Alemania y en España poco tiempo después.
  • El antifascismo es pueril. Esta acusación se basa en que los antifascistas no siguen ninguna doctrina, que sus acciones las llevan a cabo en gran medida activistas desorganizados que convierten en realidad sus fantasías de machotes que luchan de forma literal contra nazis en las calles y que utilizan los puños para conseguir justicia y gloria. (Esta imagen por lo general va acompañada de una percepción de los antifascistas como militantes con una mentalidad cerrada que no están interesados en discutir y que tienen el gatillo fácil para tachar de “fascista” a cualquiera que no está de acuerdo con ellos). Su obsesión con la acción directa, e incluso violenta, que a menudo provoca comparaciones con la alt-right, demuestra su falta de madurez y su falta de habilidad para organizarse a largo plazo y a gran escala.
  • La táctica del antifascismo es corta de miras. Los críticos sostienen que, aunque puede que las tácticas más fácilmente reconocibles contra las movilizaciones fascistas (sobre todo dar puñetazos a los nazis y la “negación de plataforma” (no-platforming)), cosechen beneficios en el ámbito local y de forma inmediata, en el fondo no son más que catárticas y antipolíticas. Para ellos, los excesos exagerados y provocadores de las políticas antifascistas demuestran el peligroso menosprecio que siente nuestro movimiento por el poder de percepción popular y por las estructuras de poder más importantes que conforman la vida y la política estadounidense (unas estructuras de poder que a menudo utilizan las tácticas de los antifascistas como excusa para reprimir a la izquierda misma).

En pocas palabras y según esta visión, la política antifascista es fácil. Es totalmente reactiva, y no está concienzudamente organizada; es emocional, y no está muy bien pensada; se centra única y exclusivamente en combatir las amenazas inmediatas sin preocuparse mucho por la imagen o por los efectos a largo plazo; y se limita a enfrentarse frontalmente con individuos o pequeños grupos extremistas sin prestar atención a la situación histórica general que los engendró.

El espejo de Ockham

No obstante, esta no es la realidad del antifascismo. La idea de que las políticas antifascistas son simplistas y limitadas se basa, irónicamente, en una interpretación limitada y simplista de lo que es el antifascismo. Esa interpretación es lo que sucede cuando el sesgo negativo, los rumores y las caricaturas generalizadas se repiten tanto como para convertirse en una sólida realidad. Es lo que sucede cuando una mala experiencia personal con gente que se llama a sí misma antifascista se convierte en el modelo para juzgar las políticas antifascistas en su conjunto. Es lo que sucede cuando una visión miope de las cosas tal y como aparecen (o no aparecen) en internet se confunde con una cobertura completa del mundo en general. Igual que un proyector de vídeo, se proyecta a través de los ojos una determinada visión sobre la vida, directamente sacada del ordenador, que sale por el gran orificio de la propia cabeza.

La imagen real es bastante diferente, y dice mucho más sobre la izquierda actual, que cada vez haya más segmentos que se apresuren a rechazar el antifascismo, como si este representara una especie de antítesis caricaturizada de nuestros objetivos principales. Porque el antifascismo no es una ideología repetida, sino que, en el fondo, es una forma de hacer política (una postura política firme) con toda la finalidad y voluntad de un movimiento popular, que se aprovecha de la larga y transnacional infraestructura de la política socialista, comunista y anarquista para frenar en seco las movilizaciones fascistas, y al mismo tiempo, como describe el historiador Mark Bray, “desarrollar el poder comunitario popular e inocular el fascismo en la sociedad mediante la promoción de una visión política de izquierdas”. Se trata de una política concertada, basada en la coalición, que percibe la violencia de la extrema derecha y los impulsos autoritarios populares como una continuidad histórica y como una probabilidad repetible en los convulsos extremos dialécticos del capitalismo y del nacionalismo.

Por ese motivo, los antifascistas entienden que es peligrosamente reductor asumir que el antifascismo es innecesario porque nuestras condiciones históricas son diferentes de las que dieron lugar al fascismo en el siglo XX. En palabras de Geoff Eley, un reputado historiador del nazismo: “No tiene sentido trazar paralelos directos entre las políticas actuales de la extrema derecha y las políticas que se autodenominaban fascistas en aquel entonces”. La verdadera pregunta es: ¿qué tipo de condiciones materiales y qué crisis (inter)nacionales harían que políticas de corte fascista resultaran atractivas para las personas de hoy en día, personas cuya fe en las operaciones e instituciones de los gobiernos democráticos presentes está erosionándose rápidamente, tal y como sucedió en el pasado?

Al contrario de lo que sugieren quienes lo critican, el antifascismo no se basa en luchar contra la fantasía alarmista y temerosa del futuro de una distopía totalitarista, sin preocuparse por las heridas abiertas de este presente lo suficientemente distópico. Más bien, el antifascismo es, si cabe, el que más pendiente está del presente, porque adopta una postura sobria y verdaderamente materialista (en ausencia de una sólida alternativa de izquierdas) en relación con una inevitable deriva nacional hacia soluciones de estilo fascista para las crisis globales del siglo XXI: cambio climático; intensificación de guerras internacionales por los recursos naturales; crisis de refugiados y migrantes cada vez más graves y, por ende, inquietud por las fronteras abiertas y la identidad nacional; la automatización del trabajo; grados cada vez más notorios de desigualdad económica y precariedad financiera; etc.

 

 

 

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