Internacionales Politica

Militarización y hegemonía en Oriente Medio (1)

Written by Debate Plural

Ricardo Orozco (La Jornada, 13-7-18)

 

Estados Unidos se encuentra atravesando por una fase en la que su capacidad para determinar la manera en que se estructura y funciona la economía global —junto con su respectivo sistema interestatal— es, en términos absolutos, mucho menor que aquella que llegó a gozar durante el cuarto de siglo en el que era indiscutible su rol hegemónico. En general, este proceso en cuestión no es propio de la historia estadounidense, ni mucho menos. A lo largo de los últimos cinco siglos, de manera regular en lapsos de tiempo que van desde los cien hasta los doscientos años, en promedio, el sistema internacional y sus estructuras de poder, de producción y de consumo se han encontrado bajo el amparo de una potencia hegemónica determinada.
España lo fue durante un breve periodo entre los siglos XV y XVI, las Provincias Unidas de los Países Bajos lo fueron durante un tiempo similar al de España, pero a mediados del siglo XVII; el Reino Unido lo fue por un periodo mayor, en el transcurso del siglo XIX; y Estados Unidos lo fue a mediados del siglo XX.
En el ciclo de vida de su hegemonía, cada potencia que la historia de la modernidad ha visto surgir ha tenido que recorrer por cuatro momentos que se definen por:
i) el despliegue de un abierto enfrentamiento o disputa entre dos poderes con potencialidad similar de convertirse en actor hegemónico,
ii) la afirmación de la decadencia de la potencia hegemónica a la que le está siendo disputado su estatus por esos dos adversarios, momento en el cual, además, la afrenta sostienen una suerte de equilibrio de poder global;
iii) la profundización del conflicto por la sucesión de la hegemonía, fase en la cual el equilibrio precedente se desintegra por el desarrollo de un conflicto bélico de proporciones mayúsculas; y,
iv) la consagración de un poder hegemónico indisputable, vencedor de la afrenta correspondiente a la fase anterior.
Históricamente, cada una de esas fases se desarrolla a plenitud en el transcurso de varias décadas, cubriendo, en promedio, entre uno y tres cuartos de siglo. Es decir, que el ciclo de vida de una potencia hegemónica es una dinámica de larga duración cuyas determinantes y consecuencias trascienden los límites espaciales y temporales de fenómenos como los cambios de gobierno, la vigencia de ciertas políticas públicas o las directrices de administraciones públicas específicas. España, por ejemplo, fue hegemónica por un periodo que no va más allá de los cincuenta años, sin embargo, a ese lapso se deben de sumar las varias décadas que le llevó el construir su posición, las décadas que le llevó librar guerras para consolidarla y las décadas que la lleva a su propia decadencia. Y lo mismo con los otros casos históricos: las Provincias Unidas fueron hegemónicas por un cuarto de siglo, pero a ello se suman los años de consolidación de su economía, los años en los que libró las guerras de Reforma y los años de decadencia en los que intentó mantener sus ventajas sobre sus oponentes.
Inglaterra, por otro lado, fue el actor hegemónico de la estructura global por poco menos de cuarenta años, sin embargo, para llegar a dicha posición tuvo que recorrer varias décadas de construcción y consolidación de sus propios andamiajes políticos, militares, económicos, culturales, etc.; sortear alrededor de cuarenta años de guerra en contra de Francia (Guerras Napoleónicas), quien le disputaba la sucesión por la hegemonía de las Provincias; y sufrir algo más de cincuenta años de decadencia. Mientras que Estados Unidos, por su parte, sólo gozó de estatus hegemónico entre 1945 y 1980, luego de vencer al Estado que le disputaba la sucesión por la hegemonía inglesa, Alemania; y para ello debió desarrollar durante más de medio siglo su expansión económica, atravesar más de treinta años de conflictos bélicos (entre la Primera y la Segunda Guerra Mundial), y ahora mismo un extenso periodo de decadencia, desde la década de los años ochenta del siglo XX hasta el presente.
El lento y tortuoso camino de decadencia que recorre Estados Unidos, en este sentido, no es, por ningún motivo, el resultado evidente de la llegada a la presidencia de un individuo como Donald J. Trump, y mucho menos es el síntoma de una serie de decisiones y políticas públicas mal planeadas o implementadas, contrarias, en todo caso, a las tendencias que dictan las dinámicas políticas, militares, financieras, comerciales, etc., contemporáneas. Partir de este supuesto, es decir, de la premisa de que Estados Unidos se encuentra en declive o minando su propia posición dominante en el sistema mundial a partir de las decisiones de una administración pública federal que se percibe como hostil al avance natural del progreso de la sociedad invisibiliza por completo toda una historia de ciclos seculares y dinámicas globales como los hasta aquí referidos.
Antes bien, si Estados Unidos se encuentra en caída libre se debe, en primer lugar, a que las condiciones que posibilitaron, en su origen, su propia emergencia como potencia hegemónica son, al mismo tiempo, las causas de que no sea capaz de mantenerse en el ejercicio de tal rol. Y es que, en efecto, fungir en la estructura global como el actor hegemónico de la misma implica que éste tenga la potencia para sostener un virtual monopolio del poder geopolítico, y con ello, poner a trabajar para sí una serie de dinámicas políticas, culturales, militares y económicas que, al mismo tiempo que lo privilegian, socaven la capacidad de sus aliadas y de sus contrincantes de fortalecerse lo suficiente como minar su hegemonía o disputársela en lo inmediato.
Estados Unidos, en esta línea de ideas, al igual que sus homólogos en siglos pasados, al poner en marcha una serie de directrices para mantener en funcionamiento las ventajas económicas que le permiten subordinar a otras economías alrededor del mundo, procura restringir el fortalecimiento de sus propios aliados con la finalidad de mantenerse por encima de ellos. Sin embargo, debido a que el funcionamiento de esas ventajas depende del acceso a mercados, es necesario contar con aliados lo suficientemente grandes y robustos como para sacar provecho de ellos —y al mismo tiempo, para mantener a raya a sus adversarios. La cuestión es, no obstante, que ese equilibrio entre fortalecer y minar la fortaleza y el crecimiento de aliados y enemigos no es fácil de mantener durante lapsos de tiempo muy prolongados, y a la larga, la necesidad de proteger las ventajas sobre las cuales se cimienta la hegemonía termina por debilitarlas. Y lo mismo ocurre con los otros rubros, tanto el del despliegue de las potencialidades políticas (convencimiento y represión) como de las militares.
Es en este marco de ideas que se vuelve preciso observar la actual disputa que sostiene Estados Unidos con China, por un lado; y las directrices que a nivel interno se están tomando por parte de la administración del presidente Donald Trump. De entrada, partiendo del reconocimiento de que ese supuesto proteccionismo económico del cual se le acusa con tanta facilidad desde los mainstream media lejos de ejercerse como una política de autodebilitamiento de la economía estadounidense, se enmarca en la necesidad de debilitar a las capacidades de producción y las necesidades de consumo china, por un lado; y europeas, por el otro. Y es que, aunque China es el actor que más claro se ve que le está disputando su posición hegemónica a Estados Unidos, al igual que las Provincias Unidas con los reinos europeos, que Inglaterra con Francia y que Estados Unidos con Alemania; China está compitiendo, también, con la Unión Europea por el derecho a la sucesión. De tal suerte que, para Estados Unidos, la posibilidad de frenar a China no depende únicamente de su afrenta directa con el gigante de Asía, sino, también, de Contener a Europa, el mercado que hoy por hoy está siendo colonizado por la actividad comercial y financiera china a mayor velocidad y profundidad que en otras regiones del mundo.
La cuestión es, no obstante, que el proteccionismo, las guerras comerciales y las políticas económicas (tan a menudo denominadas hoy en día como populismo, de derecha y/o de izquierda), no son los únicos caminos que una potencia hegemónica en decadencia tiene para hacer frente a su propio declive. Uno de los recursos más socorridos, históricamente, siempre ha sido el del fortalecimiento militar: no es gratuito ni azaroso que la fase de la sucesión en el ciclo de vida del hegemón siempre se dé por intermediación y sólo después de librarse un conflicto bélico mayor (la Guerra de Reforma, las Guerras Napoleónicas, la Primera Guerra Mundial y la Segunda Guerra Mundial). Si ello ocurre así es porque las tensiones que se desarrollan en el plano de los despliegues militares de una y otra parte ya son tan profundas y extendidas como insostenibles, y ellas mismas se rompen.

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