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La disputa ideológica por la hegemonía global (1)

Written by Debate Plural

Ricardo Orozco (Kaosenlared, 2-6-18)

 

Desde que el ahora presidente de Estados Unidos, Donald J. Trump, era candidato a la primera magistratura de ese país, se convirtió en espacio común, dentro de las agendas pública y de los medios en Occidente, el afirmar que su campaña —ahora su presidencia—, en general; y su personalidad y posicionamiento respecto de la economía y el ejercicio de la política, en particular; son la más clara representación de una ola global de anacronismos y experiencias retrógradas que amenaza con revivir lo peor del proteccionismo de corte fascista y nacionalsocialistadel siglo XX.

Las declaraciones de Trump en torno de la necesidad de potenciar la economía estadounidense revisando sus principales tratados y prácticas comerciales, modificando su política fiscal, recortando presupuesto a ramos ligados con la seguridad social de los trabajadores, o simplemente dejando de financiar programas y organizaciones internacionales y/o de Estados aliados, entre otras posturas; han sido, desde el periodo de campañas, los principales argumentos sobre los que medios de comunicación de distinta índole se han montado para asegurar que Trump es la personificación de cada uno de los idearios que el liberalismo tuvo que vencer el siglo pasado para concederle al mundo poco más de cincuenta años de orden, paz y estabilidad globales.

De hecho, si bien es cierto que dentro del desarrollo del programa liberal —en tanto ideología o instrumento de interpretación social— los conflictos entre sus diferentes corrientes, recepciones, variaciones, derivaciones y apropiaciones no han escaseado desde su emergencia en el siglo XVIII, también lo es que, en el momento presente, el cisma que Trump parece haberle planteado al grueso de los ideólogos liberales en Occidente fue tan profundo —y hasta cierto punto, igual de inesperado en el seno de la sociedad que practica día con día la versión hegemónica y más utilitarista e individualista del mismo—, que el replanteamiento de los términos de la discusión no únicamente ha proliferado como pocas veces lo ha hecho en sus doscientos años de existencia, sino que, además, sus principales puntos de partida son, justo, los posicionamientos del hoy presidente estadounidense.

Trump, en los términos de esta discusión, por supuesto no pasa por el filtro, ni siquiera, del liberalismo más moderado y centrista concebible. Por donde se lo observe, él mismo en su persona y en su investidura es percibido como la antítesis de los postulados más básicos de una sociedad liberal: desde su actitud respecto de los medios de comunicación tradicionales hasta su comportamiento con el género femenino, pasando por su defensa de los valores familiares tradicionales de finales del siglo XIX y principios del XX, por su rechazo del consumo de sustancias enervantes, por su oposición al tránsito de personas a través de las fronteras, etcétera.

El problema de fondo —se afirma— es, pues, que Trump es un populista, un producto de ideas concebidas en otra época: ideas, además, ya superadas por el mayor progreso que el liberalismo ofrece a las economías de mercado y a sus regímenes de Gobierno residuales, las democracias procedimentales y representativas. Por eso, cuando se trata de lidiar con el conservadurismo de Trump, lo primero que sale a flote en la discusión no versa sobre el análisis autocrítico (o simplemente crítico) del funcionamiento del liberalismo —operando en su versión neo desde que ésta se ensayó en el Chile de Augusto Pinochet, desde 1973. Antes bien, lo que de inmediato sale a colación es que todos los enemigos del liberalismo (y por extensión, de las economías de mercado y de la democracia) se forman, actúan y se mantienen por fuera del propio ideario liberal; nunca son subproductos del funcionamiento de éste que, con el tiempo, se van desplazando hacia y polarizando en distintos posicionamientos autónomos respecto del marco que los engendró en principio.

Pero no sólo, pues, además, en los términos de la discusión se pierde de vista que, en el funcionamiento de una economía de corte liberal (clásica o neo), ésta no requiere de la puesta en práctica de un ideario liberal como condición sine qua non de su propia existencia. Pasar por alto esta breve y hasta efímera observación ha llevado a posicionar en distintos imaginarios colectivos la idea de que el mercado, para funcionar como lo hace en el presente, requiere, en principio, de un conjunto de actores fieles a los postulados más básicos del liberalismo (comenzando por la defensa a ultranza del funcionamiento espontáneo y autorregulador del mercado); y en segunda instancia, que dichos postulados sean adoptados por la mayor cantidad de actores con el mayor grado de fidelidad y homogeneidad posibles.

Ya de entrada, argumentos como ese son problemáticos porque llevan a suponer que ambas condiciones se cumplían sin ambages hasta antes de la llegada de Trump(y de algunos homólogos europeos que comparten rasgos de su misma línea discursiva). Introducen en la agenda de discusiones la noción de que Trump minó el funcionamiento normal, orgánico, del orden liberal imperante ya desde el momento en que, aún sin haber tomado posesión o haber implementado política pública alguna, con sus puras declaraciones, por el peso político que tiene la presidencia estadounidense a nivel global, estaba alterando a los mercados y a sus tomadores de decisiones.

Son argumentos, en este sentido, que borran de la ecuación variables como el hecho de que las economías tradicionalmente consideradas los baluartes del liberalismo occidental sostienen sus sistemas de transferencias de capital, de las periferias globales (América Latina, África y Asia) hacía sí articulando restricciones a su mercado y presiones de liberalización hacia los mercados a los que exportan y desde los cuales extraen las materias primas o los productos manufacturados que luego regresan a esos mismos lugares como bienes y mercancías de consumo final —o intermedio, dependiendo de la cadena de producción de la que se trate.

Y por supuesto, se borran, además, variables aún más claras e igual de determinantes que la anterior como el hecho de que en las economías periféricas del sistema internacional, el liberalismo —y sobre todo, el neoliberalismo— experimentan su ciclo de emergencia y sostenimiento sobre la base que le es provista por regímenes gubernamentales de tipo autoritario y dictatorial. Es decir, eliminan el reconocimiento de que los diversos modos de producción, aprovechamiento y consumo de los recursos en las poblaciones periféricas son suprimidos y sustituidos por la producción mercantil orientada hacia el mercado global a través del accionar de Gobiernos con idearios profundamente conservadores y de vocaciones totalitarias. Los Señores de la Guerra en África, las juntas militares en el Sudeste asiático y la historia de las dictaduras militares en América Latina (de donde no hay que excluir el sui generis caso del partido hegemónico en México) son representativos de ello, pese a que se argumente que es azaroso, casual, que neoliberalismo y militarización de la vida en sociedad se hayan producido paralelamente en cada caso.

Gran parte de estas omisiones se cometen de manera deliberada, respondiendo a una —voluntaria o no— convicción de militar en favor del ideario liberal (desde todas sus variantes). Sin embargo, una porción importante de las mismas se debe, a su vez, al desconocimiento y/o negación a reconocer que, a pesar de que el postulado liberal pugna por el reconocimiento de la existencia del mercado como un ente, un proceso y una dinámica natural, espontánea, autogeneradora y autorreguladora de sí, en la práctica histórica del mismo, éste es generado, sostenido, defendido, regulado y apuntalado por la intervención directa de un andamiaje político particular: en el capitalismo moderno, el Estado-nacional.

La forma más voraz de liberalismo practicada en la actualidad, el neoliberalismo de autoría intelectual estadounidense, por ejemplo, ni en sus orígenes —cuando surge como crítica al liberalismo clásico del siglo XVIII y principios del XIX— ni en su actualidad ha dejado pasar por alto este hecho crucial, aunque en la historia de sus ideas siempre sea una directriz velada por lo saturado que se encuentra el lenguaje de las referencias a la individualidad, el utilitarismo y la libertad.

 

 

 

 

 

 

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