Cultura Nacionales

China, la fuerza amarilla

Written by Debate Plural

José Rafael Lantigua, ex ministro de cultura República Dominicana (D. Libre 12-5-18)

 

EN JULIO DE 1971, Henry Kissinger realizó un viaje secreto a China comunista. Era la primera vez en veintidós años, luego del establecimiento de la República Popular China, que se producía un acercamiento de primer nivel entre Estados Unidos y la inmensa nación gobernada por Mao Zedong desde 1949.

Cuando Estados Unidos tenía ya ciento diez años de Independencia, China –sumida en la miseria y con una configuración política sometida a los designios de la dinastía manchú- vio surgir a un redentor: el doctor Sun Yat-sen quien, en 1885, inició la tarea de producir lo que él denominaba una Revolución Nacional que pusiera fin a la monarquía que tenía cuarenta siglos de existencia. El pensamiento de Sun era de corte democrático. Conocía las máximas de la revolución francesa y había estudiado la obra política y gubernativa de Abraham Lincoln. Sun fundó el primer partido político de China y en 1911 derribó el régimen manchú y colocó la primera piedra para instalar un gobierno republicano. Pero, pronto, la sociedad china se dividió. La época manchú no había muerto del todo y encontró seguidores que intentaron continuar el imperio dinástico. Fue el inicio de una larga guerra.

Sun tuvo entre sus seguidores a tres hombres que luego marcarían la ruta histórica de China: Mao Zedong, Zhou Enlai y Chiang Kai-shek. Los tres eran amigos y combatían en el mismo frente a las órdenes de Sun, pero prontamente comenzaron las divergencias entre ellos. Sobrevino el caos. Subyugados por el magnetismo de la revolución rusa, se organizan las primeras células comunistas en China y los amigos se dividen. La presencia rusa en China y la guerra contra Japón crean un ambiente de resistencia y de inseguridad. Chiang Kai-shek hace una alianza táctica con los comunistas de Mao y Zhu. Cuando estos emprendieron la Larga Marcha de más de nueve mil kilómetros, Chiang acompaña a Mao en esa dura faena. Ambos eran revolucionarios y sólo la ideología fracturaba su amistad. Tenían muchas coincidencias y, a la vez, profundas diferencias. Richard Nixon escribió, con respecto a ambos, que “cuando la historia presencia la coincidencia de dos líderes de este tipo, nunca se producen compromisos, sino choques. Uno de ellos resulta vencedor, el otro vencido”.

En 1949, en la plaza de Tiananmen, luego de largos años de lucha, Mao proclama la República Popular China y Chiang se ve obligado a refugiarse en la isla de Taiwán, que había tenido siempre una vida política propia con intervenciones en distintos periodos de japoneses, holandeses y hasta españoles. Chiang siempre consideró que la República de Taiwán era la continuación de la iniciada en China por Sun Yat-sen, su maestro y guía, pero Mao al quedarse con el territorio continental –y sus más de mil millones de habitantes (hoy son ya unos mil cuatrocientos)- consideró un despropósito la pretensión de Chiang que creó su nuevo enclave político-administrativo en unos 36 mil kilómetros cuadrados -12 mil kilómetros menos que República Dominicana- con apenas entonces dos millones de chinos que siguieron a Chiang (Hoy Taiwán supera los 26 millones).

Aunque Mao siguió considerando a la antigua isla de Formosa como una provincia más que formaba parte de su territorio, cuando Henry Kissinger llega secretamente a China, aprovechando un viaje de Estado a Pakistán, la China comunista se encontraba en una situación de estancamiento económico, sosteniendo su vigencia en base a medidas restrictivas rigurosas y a controles austeros para la gran población china. Tenía una potencia militar limitada, una agricultura primitiva y una economía preindustrial, como la definió Nixon en su momento. Chiang, empero, aunque con dominio autoritario, había logrado la proeza de un gran desarrollo económico, con una renta per cápita cinco veces mayor que la de China continental, un progreso estructural visible y en auge, traducido en el hecho de que los dieciocho millones de chinos taiwaneses exportaban casi un cincuenta por ciento más que los mil millones de chinos de Mao.

Kissinger sólo permaneció diecisiete horas en Pekín. Fue a transmitirle a Zhou Enlai el interés de Nixon de abrir un camino de distensión. Encontró abiertas las puertas. La guerra fría tenía ya veinticuatro años y los Estados Unidos que habían considerado por décadas que la internacional comunista tenía un carácter monolítico, acababa de descubrir que todo no era más que un mito. China se encontraba asediada por los soviéticos, a quienes consideraba su principal enemigo. Su larga frontera con la URSS de más de seis mil kilómetros, era una clara desventaja para los chinos que continuamente sufrían el acoso soviético. A principios de los sesenta, ya ambas naciones comunistas habían roto sus relaciones. Mao había emprendido la revisión del marxismo y el leninismo, y había escrito su propio librito rojo (“Los revisionistas son traidores”, gritaban a todo pulmón los minúsculos grupos criollos que seguían las orientaciones de la URSS). Pero, además, tenía sobre sus fronteras a otros dos enemigos tradicionales: India y Japón. Estados Unidos por su parte estaba sufriendo el trauma de su fracaso en Vietnam, temía el avance nuclear y armamentista de la URSS y necesitaba salir del sistema bipolar que entonces dominaba al mundo. Nixon fue un estadista de alta visión, a pesar de la chapucería posterior de Watergate que lo sacó de juego. Se dio cuenta que existían condiciones objetivas –lenguaje muy propio de los marxistas entonces- para acercarse a China y crear la triangularidad política que necesitaba. Nixon decía: “China cuenta con mil millones de personas pertenecientes a uno de los pueblos más capacitados del mundo, y que posee enormes recursos naturales, por lo que puede llegar a convertirse no sólo en uno de los países más populosos, sino también en el más poderoso”. La profecía estaba servida.

En febrero de 1972, siete meses después de la visita de Kissinger a China, el presidente Nixon arribaba a Pekín, iniciando un nuevo campo de relaciones diplomáticas y económicas. Mao Zedong estaba ya muy enfermo de parkinson y tenía problemas de comunicación y de movilidad. Zhu Enlai –quien acabaría siendo uno de los líderes más admirados por Nixon- condujo en todo momento las negociaciones con el coloso del Norte. En algún momento, ante una pregunta de Nixon, confesó que él era más chino que comunista y que, por tanto, buscaba defender la integridad de su nación fuera de toda postura ideológica. Estados Unidos mantuvo su defensa de Taiwán, planteando que la apertura de relaciones no debía tocar el territorio taiwanés. Mao llegó a decirle a Nixon: “No nos preocupa Taiwán. Eso podemos resolverlo dentro de cien años. Me preocupa China solamente”. Realmente, se resolvió siete años más tarde, cuando Estados Unidos abandonó a Taiwán y reconoció a China continental como la única China. El mundo bipolar había cambiado llevándose de encuentro a Taiwán y contribuyendo a la pérdida de hegemonía de la URSS. Ocho años más tarde la Perestroika y la Glasnot de Mijaíl Gorbachov terminarían por ponerle el cascabel al gato. “El acercamiento chino-norteamericano de 1972 quizá sea el más espectacular acontecimiento geopolítico ocurrido desde el término de la segunda guerra mundial, pero el acontecimiento geopolítico más significativo fue la disensión chino-soviética que precedió a dicho acercamiento. Fue precisamente esa disensión lo que permitió el acercamiento norteamericano”, aseguraba Nixon años después. La fuerza amarilla comenzaba a emerger.

Libros
Líderes

Richard M. Nixon (Planeta, 1983. 349 págs.)

El ex presidente norteamericano escribe los perfiles y recuerdos de los hombres que han forjado el mundo moderno. Entre ellos de Zhu Enlai, al que califica de “inteligente y refinado, con más altura que el propio Mao Zedong”.

La verdadera guerra. La tercera guerra mundial ha comenzado…

Richard M. Nixon (Planeta, 1980. 351 págs.)

Uno de los hombres de su tiempo mejor documentado nos descubre aspectos desconocidos de la lucha en que el mundo de entonces estaba empeñado, resumiendo la realidad política mundial de forma sorprendente y reveladora.

Diplomacia

Henry Kissinger (Ediciones B, 2010. 963 págs.)

Monumental libro, considerado como un clásico para comprender la historia del siglo XX. Kissinger demuestra un profundo conocimiento histórico, unas indudables dotes para la ironía y una excepcional comprensión de las fuerzas que unen y separan a las naciones.

La Rusia Soviética en China. Un resumen a los setenta años

Chiang Kai-shek (Editora Nacional, Madrid, 1961. 409 págs.)

Otro clásico en el estudio de los grandes políticos de las dos China. El pensamiento, las luchas, el concepto de la “coexistencia pacífica”, la dialéctica comunista, los conflictos, el retrato de sus antiguos amigos y la explicación de Chiang sobre el rol de la extinta URSS en el pasado de su patria.

El año en que China descubrió el mundo

Gavin Menzies (Círculo de lectores, 2003. 555 págs.)

Rigurosa investigación que permite reconstruir las navegaciones chinas del primer cuarto del siglo XV. Los chinos visitaron las costas americanas 70 años antes que Colón, descubrieron Australia 350 años antes que Cook y circunnavegaron el globo 100 antes que Magallanes. Un libro que cambió la visión de la época de los grandes descubrimientos europeos.

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