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In Memoriam de Lipe Collado (8)

Written by Debate Plural

Lipe Collado ( 14-6-13)

 

El pasado tiene la dimensión de lo irrevocable. Ni Dios puede revocarlo. Es su veda. Es lo  único del tiempo que, sin existir (?), quedó en uno. El presente es efímero: la máquina moledora horaria lo vuelve pasado segundo a segundo, minuto a minuto…y el inexistente futuro le pertenece al inasible después.

El pasado vive en los fugaces recuerdos regresivos de unos ojos negros grandes femeninos, de los labios carnosos dispuestos, de la dentadura atractiva y de los pómulos encaramados de la sonriente muchacha –o negra o blanca, o mulata achocolatada o mulata grísea o mulata  blanqueada-, que, al parecer enamorada, condescendía; del rostro, o del cuerpo desnudo de esa mujer cuyas caderas de admiración, respaldadas por sus glúteos moderados, hacían órbitas sexuales al gravitar su cintura circunscrita; del aguacero repentino con gotas mayúsculas persistentes extrayéndoles notas a los pianos de los techos de zinc de las casas del barrio; del sol esplendente de multiplicada blancura que me llevaba a divariar: “está nevando Sol”; de un día de playa, de mar o de río, y el “asopao” descarnado que, en cambio, el sazón infalible del hambre lo patentizaba “buenísimo”; y del mágico concierto de sonidos domésticos cuando mi  mamá, “Morena, la enfermera”, colaba café, y que hoy me ensueñan…

Los ruiditos del chorrito de café colado al caer en el fondo de un jarrito de aluminio abollado, tempranito, a punto de salir nuestro Sol que al  mediodía nevaría fuegos blancos, y después  aquel “tin tilín  tin tilín  tin tilín” de las  tazas nerviosas de esperar y los “criquiquí  criquiquí  criquiquí” del jarrito de aluminio que las chocaban cuando  mi mamá servía café.

Y lo bebíamos en tazas blancas grandes, circundadas de humo blanco, sentados en mecedoras de pino, pintadas color caoba, y con  asientos y espaldares con pajillas tejidas a mano, (“¡Empajillador!, ¡Empajillador! ¡Empajillo y arreglo mecedora!”), mece que mece  mece que mece  mece que mece, y yo  sin camisa y con  pantalón corto  -hecho a tijerazos discontinuos de pantalón largo, con los hilillos ridículos que  colgaban donde correspondían los ruedos-, descansando los calcañares en los finos travesaños de la mecedora, descalzo, debajo de un robusto limoncillo…

¿Por qué la parejera lluvia intensa que no cesa  que no cesa  que no cesa  sabe que nos retrotrae el pasado irrevocable?  Como que uno “se acuerda de lo bueno”… De “lo más bueno de lo  bueno”. De los buñuelos de yuca en almíbar (¿y no será de “las buñuelas” en la almíbar de los sudores de dos, y uno soy yo?), las habichuelas con dulce, la arepa de maíz-coco rallado-sal-anís, hecha en un calderón sobre las  llamas de un anafe con carbón de leña, acompañada de té de jengibre en las alboradas navideñas, el pudín de pan que temblequeaba, el pan de agua con aguacate majado, con su “salecita” por arriba, el mangú con lagunitas de aceite de maní y encima dos platillos voladores blancos encebollados, de cabinas amarillas, acabados de caer del cielo de la cocina: dos huevos fritos, los frío-frío de frambuesa, de frambuesa-con-coco, de coco, de melao, de tamarindo, que sabían a rojo, a azul celeste y al blanco eterno del cielo de los ojos “de la individua aquella”.  (¿Y de dónde,  carajo, me viene esto último?)

Los domingos, temprano, uno daba vueltas en la cama buscándole el friíto a partes de la sábana tendida o pensaba en cero mientras miraba con ojos perdidos el cielo raso. Después, avanzada la mañana, los gritos picapedreros del papá, o de la mamá con voz de capitana de guerra que dictaba el inacabable decálogo del honor al trabajo: “¡Se me levanta de inmediato, que no voy a criar haraganes ni vagos!”… “¿¡Y es que te  pegaron con chicle en la almohada!?”… “Al que madruga Dios lo ayuda” (¡Y eran las diez de la mañana de un domingo!); y después “a fuñir con jota”, en el ejercicio soberano de las travesuras de la edad de las fragancias,  la del olor de las verduras, que es cualquiera de la niñez, que las  convertían casi en delictuales en el país de los adultos enmarañados de años y olvidos…

Me veo en el retrovisor de mi vida,  con carita pecosa de travieso, con el pelo enmarañado, cepillándome los dientes en el patio, con la espuma de la Colgate que culebreaba en mi barbilla… y  después pan con  mantequilla mojado en café claro o en café-con-leche…, y más adelante las aceras, las  cunetas, las calles asfaltadas, y las barrosas, el Parque, el Colmado de Mañiñí, los patios, los callejones, la brisa, las chichiguas y los capuchinos…Y  ya al oscurecer (¿) jugando (?) “al escondido” con las carajitas…

¿Cómo podía saber entonces –hoy me sobra conocimiento- que la vida es un mismo Sol siempre y que el domingo es distinto si se es niño o adulto?

(…Se me aguaron los ojos).

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