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La National Security Strategy norteamericana y el desarme nuclear (1)

Written by Debate Plural

Higinio Polo (Rebelion.org, 23-4-18)

 

El presidente norteamericano Trump, que en los primeros días de su mandato afirmó que plantearía a Rusia una “sustancial reducción” de los arsenales nucleares, lanzaba una mentira unas semanas después, en febrero de 2017, que contradecía sus propias palabras, declarando que el Tratado START III, base de los acuerdos atómicos entre las grandes potencias nucleares, era un tratado unilateral, que no apoyaba, y que para reforzar el poder militar norteamericano iba a aumentar su arsenal nuclear. Esa afirmación fue una mala señal que ha marcado el primer año de su mandato, y aunque la manifiesta incompetencia de Trump sobre las complejas cuestiones internacionales (que le llevó a tener que preguntar a sus asesores, en el curso de la primera conversación telefónica con Putin el 28 de enero de 2017, qué era el Tratado START) y sus contradictorias palabras sobre relevantes asuntos que afectan a las grandes potencias obligan a la cautela, su insistencia en reforzar el ejército y el poder atómico norteamericano no ha sido precisamente tranquilizadora para Moscú y Pekín, con quienes no ha mejorado las relaciones. Unos meses después, a finales de diciembre de 2017, Estados Unidos publicaba su nueva National Security Strategy (Estrategia de Seguridad Nacional), donde recoge las principales cuestiones que atañen a su política de defensa, y define su actuación futura. En ella, Rusia y China reciben el sello infame de adversarios hostiles. Para completar el severo mensaje, en la presentación de la nueva Estrategia, Trump (a diferencia de Obama, que si bien mantuvo tensas relaciones con Moscú, llegó a calificar a Pekín de “socio estratégico”) anunció, con sus maneras de predicador pendenciero, que Estados Unidos derrotaría a sus enemigos: y tanto China como Rusia son calificadas así en el documento.

La nueva Estrategia se enmarca en un dilatado proceso de expansión y dominación planetaria que llevó a Estados Unidos a romper su compromiso con el Moscú de Gorbachov de no ampliar la OTAN, con la incorporación de Polonia, Hungría y la República Checa en 1999 (y atacando en Bosnia-Herzegovina en 1995 y bombardeando la pequeña Yugoslavia en 1999), durante los años de Bill Clinton; con George W. Bush, Estados Unidos abandonó el Tratado ABM (que prohibía desplegar armas nucleares en el espacio y limitaba los sistemas antimisiles), empezó a desarrollar sus escudos antimisiles en las fronteras europeas de Rusia y en Asia oriental; acercó su dispositivo militar, y de la OTAN, hacia Rusia, intervino activamente en el Cáucaso y en Asia central para limitar la influencia de Moscú en las antiguas repúblicas soviéticas, y, ya con Obama, Washington impulsó el golpe de Estado en Ucrania, cuya lógica estratégica perseguía arrebatar la base naval de Sebastopol a la flota rusa y, más allá, arrinconarla en las costas del mar de Azov, para limitar su presencia en el Mar Negro y confinarla en las costuras de una potencia regional. Haciéndose eco de ello, Putin, en octubre de 2017, en el Club de debates Valdái, afirmó; “Nuestro principal error en las relaciones con Occidente fue que nos fiamos demasiado de ustedes; mientras su error consiste en que percibieron esta confianza como debilidad, y abusaron de ella«. Durante años, Moscú buscó un concierto con Washington que fuese satisfactorio para ambos: María Zajárova, portavoz del Ministerio de Asuntos Exteriores ruso, ha recordado al finalizar 2017 que su país lleva proponiendo, desde la última década del siglo XX, un acuerdo con Estados Unidos que rechace la injerencia mutua en los respectivos asuntos internos, aunque Washington siempre ha rechazado suscribirlo.

El diseño de esa estrategia de dominación se incubó en los años de Bill Clinton, tomó envergadura con el programa de los neoconservadores de George W. Bush, y no cambió, en lo sustancial, con Obama. El lema America First, repetido hasta la saciedad por Trump necesita ahora la retórica de la guerra fría e implica el rechazo a considerar legítimos los intereses de las otras grandes potencias: el destino manifiesto de Estados Unidos sigue siendo la dominación. Trump, pese a los gestos dedicados a Putin y Xi Jinping, considera a ambos países como una amenaza para el futuro de Estados Unidos, mientras desdeña los riesgos ecológicos para el planeta con su abandono de los acuerdos de París, persigue la redefinición de los lazos con la Unión Europea haciéndola aún más subalterna, y persiste en la inercia imperial en Oriente Medio, en el acoso a Rusia en las fronteras europeas, en el Cáucaso y en el Mar Negro. Sin embargo, es China quien concentra las preocupaciones de Washington: su economía ha superado a la norteamericana, en PPA; apuesta por el comercio mundial sin trabas, frente al proteccionismo estadounidense; insiste en los peligros del cambio climático, ignorando la delirante ocurrencia de Trump de considerarlo una “trampa china” para perjudicar a la industria norteamericana. Trump quiere recuperar el terreno perdido en África y en América Latina, y presiona en los mares chinos, aunque con la nueva Estrategia, que cultiva la retórica de “hacer de nuevo grande a Estados Unidos”, revela, inadvertidamente, su retroceso estratégico. Pese a las diferencias entre la Casa Blanca y el Departamento de Estado, entre Trump y Tillerson, el Estado profundo que planifica la política exterior estadounidense constata la competencia estratégica chino-norteamericana en la gran región del Indo-Pacífico, es consciente de los riesgos del futuro y ve con temor la definitiva pérdida de la hegemonía, mientras acusa a China de llevar a cabo una acción “extractiva” en África, aprueba nuevas medidas antidumping contra Pekín, y juega la carta de la tensión en el Mar de la China del Sur y en Corea para asegurar su alianza con Tokio y Seúl.

Dos décadas de sueño unipolar, tras la fractura soviética, se cierran ahora con el reconocimiento de la rivalidad entre superpotencias que está implícito en la National Security Strategy: Washington no concede relevancia estratégica a la Unión Europea, Japón y la India (aunque quiere mantener la subordinación política y la condición de aliados de Bruselas y de Tokio, y procura atraerse a Delhi para convertirla en rival y competidora de Pekín) e identifica tres superpotencias en el planeta: Estados Unidos, China y Rusia. Según la nueva Estrategia norteamericana, China y Rusia quieren hacer que sus economías sean “menos libres y menos justas”, pretenden fortalecer sus Ejércitos, quieren controlar la información y reprimir a su población para extender su influencia, y acusa a Moscú de agresivas campañas de propaganda con sus medios informativos y de espionaje y manipulación cibernética (como también ha hecho con Pekín); además, culpa al gobierno ruso de intervenir militarmente en Ucrania y Georgia, y a Pekín de expansionismo en el Mar de China Meridional a costa de la soberanía de otros países. La insistencia del documento en acusar a Pekín y Moscú de desarrollar planes en las llamadas guerras híbridas, en achacarles el recurso a la manipulación informativa, a la utilización de la mentira y la infiltración en las redes sociales para “desacreditar a la democracia” (entendida como el sistema político norteamericano), es apenas el reflejo en el cristal de la política que ha desarrollado Estados Unidos en las dos últimas décadas. Obama, con su agresivo “giro a Asia” definido por Hillary Clinton, ya intentó detener la transición a un planeta multipolar, que ahora Trump y los gestores de la nueva Estrategia quieren conseguir.

El inexperto Trump quiere ligar su objetivo de reducir el déficit comercial con China (al tiempo que la acusa de “violar” los acuerdos comerciales internacionales)… a sus exigencias a Pekín para que fuerce a Corea del Norte a abandonar su programa nuclear. Las presiones norteamericanas llegan a extremos sorprendentes en las relaciones entre grandes potencias: cuando finalizaba 2017, Trump, en su cuenta de twitter, acusó públicamente a China de haber sido atrapada “con las manos en la masa” por vender ilegalmente petróleo a Corea del Norte, violando las disposiciones del Consejo de Seguridad de la ONU. Basaba su acusación en imágenes tomadas por satélites norteamericanos que, supuestamente, demostraban la venta de petróleo desde barcos chinos a buques norcoreanos en el Mar Amarillo. Pekín desveló que sus barcos “ni eran petroleros, y ni siquiera tienen gran tonelaje”, respondiendo de inmediato a la grave acusación de Trump y reprochando su inaceptable comportamiento.

Antes de ese incidente, y tras la visita del presidente norteamericano a Pekín, en noviembre de 2017, la diplomacia norteamericana filtró al periódico japonés The Asahi Shimbun el supuesto acuerdo entre Trump y Xi Jinping para intercambiar información de los servicios de inteligencia militares entre la jefatura de las fuerzas norteamericanas en Seúl y la comandancia del ejército chino en Shenyang (Liaoning) sobre las actividades nucleares y misiles balísticos de Corea del Norte. La filtración tenía un preciso objetivo: introducir desconfianza entre Pyongyang y Pekín, aunque la información fue desmentida con rapidez por el Global Times, órgano del Partido Comunista chino.

En la práctica, Estados Unidos utiliza la crisis coreana como justificación para desarrollar su dispositivo militar en Oriente, frente a China y Rusia, con su escudo antimisiles y el despliegue de nuevas unidades militares en la región, con inquietantes anuncios incluidos: el secretario de Defensa, James Mattis, afirmaba ante el Comité de Asuntos Exteriores del Senado norteamericano que no descartaba que el presidente Trump tuviese que ordenar un “ataque nuclear preventivo” en Corea sin la autorización del Congreso: el jefe del Pentágono, que estaba acompañado por Tillerson, sabía que una afirmación semejante es un serio aviso, una insólita presión, y una amenaza que Pekín no puede ignorar. Así, Trump plantea una negociación imposible donde no ofrece nada mientras exige concesiones chinas, al tiempo que sabotea el proyecto estratégico chino de la nueva ruta de la seda: quiere hacerlo fracasar. Washington cree que Estados Unidos ha perdido terreno, y apuesta por el fortalecimiento económico frente a sus rivales, pretendiendo dictar a China las condiciones de una nueva relación, con escasas posibilidades de éxito: portavoces oficiales del gobierno chino advirtieron de inmediato que tanto Pekín como Moscú no aceptarían las pretensiones hegemónicas de Washington. Estados Unidos, y el propio Trump, se niegan a aceptar el ascenso chino: con su presión sobre el gobierno de Pekín, Estados Unidos pretende que China acceda a una negociación global en los términos dictados por Washington, aunque no por ello renuncia Xi Jinping (cultivando la tradicional y prudente diplomacia china, pero consciente de que Estados Unidos y China son competidores estratégicos) a la cooperación mutua en muchas áreas. La tajante descripción de la política china hacia sus vecinos del Mar de China meridional descrita en la nueva Estrategia de Seguridad Nacional norteamericana casa mal con la mejora palpable que el gobierno chino ha conseguido en los últimos meses en sus relaciones con los países del sudeste asiático, e incluso con el nuevo clima político entre Pekín y Tokio, aunque no esté exento de disputas históricas y de diferencias recientes. Por eso, ante la publicación de la Estrategia, el gobierno chino advirtió con severidad sobre las consecuencias de una agresiva política norteamericana, mientras el portavoz del Kremlin, Dmitri Peskov, la calificó como “imperial”, al tiempo que el Ministerio de Exteriores ruso, de Lavrov, considera que provocará nuevos enfrentamientos en el mundo y dificultará la solución a muchos conflictos. En ese sentido, la Estrategia norteamericana insiste en que su diplomacia debe impulsar, en distintos países, coaliciones políticas que tengan concepciones coincidentes con la visión global de los Estados Unidos: es el implícito reconocimiento de que Washington organizará nuevos Maidan, como hizo en Ucrania. Esa insistencia no puede agradar ni a Moscú ni a Pekín, cuyos gobiernos son conscientes de que las revoluciones de colores (del norte de África a Oriente Medio, del Este de Europa al Asia central y Hong-Kong, en la propia China) han sido un instrumento más para limitar su influencia en el mundo.

Las repetidas acusaciones de los servicios secretos norteamericanos sobre la injerencia de Moscú en las elecciones estadounidenses no han ido acompañadas de prueba alguna, y la supuesta simpatía de Trump hacia Putin no ha evitado las nuevas sanciones económicas a Rusia ni que la nueva National Security Strategy la califique de enemiga. La decisión de vender armas letales a Kiev, tomada por Trump a final de año, distancia más a ambos países: para Moscú es un gesto agresivo, que complica más la situación en Ucrania y también las relaciones mutuas. Además, Washington ha creado nuevas restricciones para altos cargos rusos, limita los suministros de maquinaria y tecnología para su economía, y amenaza con sanciones a las empresas europeas que colaboren con el proyecto estratégico ruso del Nord Stream 2. Si Trump albergó en algún momento la intención de mejorar las relaciones con Rusia, el Estado profundo se ha encargado de poner las cosas en su sitio.

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