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El partido de la revolución (4)

Written by Debate Plural

Leo Panitch (Sin permiso, 6-3-18)

 

La leyenda de la espontaneidad no explica nada. Para apreciar debidamente la situación y decidir el momento oportuno para emprender el ataque contra el enemigo, era necesario que las masas o su sector dirigente, tuvieran sus postulados ante los acontecimientos históricos y su criterio para la valoración de los mismos. En otros términos, era necesario contar, no con una masas en abstracto, sino con la masa de los obreros petersburgueses y de los obreros rusos en general, (…) era necesario que en el seno de esa masa hubiera obreros que hubiesen reflexionado sobre la experiencia de 1905, que supieran adoptar una actitud crítica ante las ilusiones constitucionales de los liberales y de los mencheviques, que asimilaran la perspectiva de la revolución, que hubieran meditado docenas de veces acerca de la cuestión del ejército, que observaran celosamente los cambios que se efectuaban en el mismo –trabajadores que fueran capaces de sacar consecuencias revolucionarias de sus observaciones y de comunicarlas a los demás–. Era necesario, en fin, que hubiera en la guarnición misma soldados avanzados ganados para la causa, o, al menos, interesados por la propaganda revolucionaria y trabajados por ella.

En cada fábrica, en cada taller, en cada compañía, en cada café, en el hospital militar, en las estaciones de trasbordo, incluso en las aldeas desiertas, el pensamiento revolucionario realizaba una labor callada y molecular. Por dondequiera surgían intérpretes de los acontecimientos, obreros precisamente, a los cuales podía preguntarse, ¿qué hay de nuevo?, y de quienes podían esperarse las consignas necesarias. Estos caudillos se hallaban muchas veces entregados a sus propias fuerzas, se orientaban mediante las generalizaciones revolucionarias que llegaban fragmentariamente hasta ellos por distintos conductos, sabían leer entre líneas en los periódicos liberales aquello que les hacía falta. Su instinto de clase se hallaba agudizado por el criterio político, y aunque no desarrollaran consecuentemente todas sus ideas, su pensamiento trabajaba invariablemente en una misma dirección. Estos elementos de experiencia, de crítica, de iniciativa, de abnegación, iban impregnando a las masas y constituían la mecánica interna, inaccesible a la mirada superficial, y sin embargo decisiva, del movimiento revolucionario como proceso consciente.

Fue la sintonización de todo esto lo que llevó a los bolcheviques, gradualmente y no sin considerables divisiones entre los líderes, a moverse estratégicamente como hicieron entre febrero y octubre. Aunque inicialmente hubieran aceptado lo que Trotsky admitió como la “errónea fórmula de la ‘dictadura democrática’” en referencia a las alianzas interclasistas de partidos constituidas en la Duma “en un periodo en el que el programa oficial socialdemócrata era aún común para bolcheviques y mencheviques”, los bolcheviques se mantuvieron fuera de cualquiera de esas alianzas parlamentarias. Su agudo olfato les decía que la burguesía rusa, independientemente de las promesas que hicieran, no sería capaz de acomodarse realmente siquiera a la jornada laboral de ocho horas, no digamos ya, como dice David Mandel, a “la reforma agraria tal y como la querían los campesinos –sin compensación–”, o a las generalizadas exigencias de los obreros para el derecho a elegir representantes a los consejos de fábrica, que “supervisarían las normativas internas de trabajo”. Como los bolcheviques se alejaban cada vez más de los diferentes intentos que otros partidos socialistas llevaban a cabo para sostener alianzas con los diputados de las clases propietarias, su apoyo popular creció cada vez más.

La innovadora noción de “poder dual”, que situó la caótica democracia de varias capas de representación de los consejos de obreros y soldados (“soviets”) en el centro de la estrategia bolchevique, fue desarrollada en este contexto. Pero hubieron de pasar muchas conmociones y sobresaltos, implicando bastante controversia entre los líderes, hasta que los bolcheviques adoptaron una postura inequívoca, justo antes de la insurrección de octubre, en favor de una inmediata “dictadura del proletariado” bajo la cautivadora consigna de “Todo el poder para los soviets”.

Sin duda, esta fue la inclinación de Lenin desde el momento en que llegó a Petrogrado volviendo de su exilio a comienzos de la primavera, una vez que observó, como lo haría Trotsky después, con qué intensidad estos “elementos de experiencia, de crítica, de iniciativa, de abnegación, iban impregnando a las masas y constituían la mecánica interna, inaccesible a la mirada superficial, y sin embargo decisiva, del movimiento revolucionario como proceso consciente”. Aun así, lo que se ha de tener en cuenta es que el mensaje central de Lenin en las célebres “Tesis de abril” –que ya proclamaban el paso “del primer estadio de la revolución (…) a su segundo estadio, en el cual se debe depositar el poder en manos del proletariado y los segmentos más pobres del campesinado”, como Tariq Ali lo describe– no estaba concebido principalmente con la intención de comenzar lo que los anti-revolucionarios ridiculizaron como un irresponsable “experimento” socialista al día siguiente de haber tomado el poder. Más bien estaba, como siempre había estado, estratégicamente dispuesto para romper la cadena capitalista en su eslabón más débil, esto es, atado a lo que el decisivo final de la participación rusa en la terrible guerra imperialista conseguiría: inspirar una revolución en Alemania y en todos los otros países capitalistas más avanzados. Lenin, como Trotsky, aún pensaba que esta era la condición sine qua non para posibilitar cualquier transición del capitalismo al socialismo.

El difuso pero palpable enfado con el sufrimiento y el caos de la continua participación rusa en la Gran Guerra, junto con la creciente intuición de que una revolución pro-zarista pudiera triunfar contra el débil y vacilante gobierno Kerensky, es lo que descansaba tras el soporte popular masivo de la Revolución de Octubre. Dicho esto, David Mandel es completamente convincente al valorar que un factor decisivo adicional fue el miedo entre trabajadores militantes con conciencia de clase –quienes no solo estaban influidos por los bolcheviques, sino que a su vez atraían buena parte de la atención de estos sobre sus inclinaciones– de que los patrones estuvieran a punto de recurrir de nuevo a los cierres patronales que desbarataron el levantamiento de 1905. Incluso en términos de lo que pasó tras la conquista del poder de los bolcheviques, Mandel no resulta menos convincente al mostrar que “la organización bolchevique en la capital casi desapareció al año siguiente de la Revolución de Octubre. Los trabajadores políticamente activos –y la mayoría de ellos estaban organizados en el partido bolchevique– sintieron que ahora que la gente tenía el poder en sus manos, la tarea consistía en trabajar en los soviets, en las administraciones económicas, en la organización del Ejército Rojo”.

A esto habría que añadirle las reveladoras observaciones de Sheila Fitzpatrick sobre cómo “los intelectuales radicales que sabían (…) poco sobre el funcionamiento de la burocracia (…), a quienes el estudio de Marx les había otorgado alguna comprensión del interés económico pero nada acerca del institucional” respondieron una vez entraron en las altas oficinas del viejo Estado. “Para los miembros del primer gobierno soviético resultó chocante darse cuenta de que ser socialistas, atados por la disciplina del partido, no producía automáticamente consensos una vez estaban a cargo de un sector particular –industria, educación, el ejército–; y empezaron a ver el mundo a través de sus ojos”. La idea de que crear un Estado totalitario era todo el objetivo del ejercicio revolucionario fue siempre, o bien una fantasía de las imaginaciones contrarrevolucionarias, o bien una cínica flecha desplegada desde su caja de herramientas ideológica. La posición de los historiadores antimarxistas siempre fue la reivindicación de la contingencia en lugar de la inevitabilidad en lo que respecta a la propia revolución pero como Fitzpatrick escribe, “cuando la contingencia en cuestión se aplicó al resultado de la revolución estalinista (…) se insiste en la inevitabilidad”. No hubo ningún paso directo del liderazgo de Lenin al de Stalin, e incluso bajo este último, como todo el excelente trabajo histórico de Fitzpatrick acerca de la URSS ha mostrado, tanto el partido como el Estado eran mucho menos monolíticos, si no menos burocráticos, de lo que parecen desde fuera.

La antipatía del propio Lenin al estatismo burocrático era evidente en El Estado y la revolución, escrito justo antes de la Revolución de Octubre. Al tiempo que exaltaba algunos aspectos de la capacidad de planificación del Estado alemán en tiempos de guerra (especialmente su servicio postal), su preocupación primordial era mostrar cómo un “Estado de los trabajadores”, fundado en los soviets que se habían formado en el proceso revolucionario, desplazaría al “Estado burgués” con algo así como “destreza y facilidad”.

Incluso si todo esto es considerado más como retórica irrealista que como una sobria estimación de posibilidades, Lenin también estaba preocupado por mostrar que no era ningún “utópico” en este aspecto, reconociendo explícitamente que “un obrero sin cualificación o un cocinero no pueden ponerse inmediatamente con la responsabilidad propia de la administración del Estado”. La clave reside en que al desafiar el prejuicio según el cual solo “los funcionarios elegidos de familias ricas son competentes en la administración del Estado”, Lenin estaba definiendo explícitamente el trabajo revolucionaria principal: la preparación de los obreros para esta esta tarea. El primer anuncio de Lenin tras la Revolución de Octubre “A la población” como presidente del nuevo consejo de comisarios del pueblo echó mano de esta perspectiva: “¡Camaradas, pueblo trabajador! Recordad que ahora vosotros sois los que estáis al timón del Estado. Nadie os ayudará si vosotros mismos no os unís y os hacéis cargo de los asuntos de Estado con vuestras propias manos. Vuestros soviets son ahora los órganos de la autoridad del Estado, cuerpos legislativos con plenos poderes”.

 

 

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