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La forma de gobierno en Cuba y el nuevo presidente (1)

Written by Debate Plural

Julio Cesar Guanche (Sin permiso, 7-3-18)

 

El próximo 19 de abril, de verificarse lo anunciado por el presidente Raúl Castro –no continuar ocupando la máxima magistratura cubana–, Cuba tendrá un nuevo Jefe de Estado. El hecho dará pie a varios análisis y a cierta atención internacional sobre el “traspaso”. Sin embargo, el evento en sí no tiene por qué provocar grandes cambios en la nación, si se considera que las estructuras y las culturas de poder guardan relación con, pero no se reducen a, su configuración institucional.

Con todo, será una experiencia singular. Desde 1959 hasta hoy –casi sesenta años–, la historia institucional cubana ha conocido formalmente solo cuatro presidentes: Manuel Urrutia Lleó (1959), Osvaldo Dorticós Torrado (1959-1976), Fidel Castro Ruz (1976-2006) y Raúl Castro Ruz (2008-actualidad).

Dos datos son relevantes en el proceso por venir: el nuevo Presidente tendrá un apellido distinto, y sus funciones estarán definidas por la vigente Constitución, ante el hecho de que parece abandonada, por el momento, la promesa oficial de 2011 de elaborar una nueva carta magna.

En este artículo no me intereso en la futurología de quién será el nuevo Presidente –es probable que las noticias, como es tradición, no deparen grandes sorpresas– sino por el marco en que el próximo jefe de estado cubano debe desarrollar sus funciones, la fuente de su legitimidad y algunos de los problemas institucionales que sería prudente encarar. Antes de considerar tales temas, repaso las formas de gobierno realmente existentes en la historia cubana del siglo XX.

La forma de gobierno en 1901

En el siglo XX Cuba tuvo tres constituciones, varias leyes constitucionales y muchas reformas constitucionales. La forma de gobierno que esa constituciones dieron al país fue diferente en todas ellas, y resultaron siempre bastante singulares.

La Constitución de 1901, inspirada en la tradición estadounidense, configuró un fuerte presidencialismo. El Poder Ejecutivo se ejercía por el Presidente de la República, elegible por sufragio de segundo grado, con un mandato de cuatro años. Para el ejercicio de sus funciones el Presidente contaba con seis secretarios de despacho.

Un comentarista, José Clemente Vivanco, anotó en 1902 que tal sistema “no es presidencial, porque este régimen requiere que el poder ejecutivo resida únicamente en el Presidente, haciéndose, por ese solo hecho, único responsable, sin que los ministros o secretarios de despacho sean otra cosa que meros consejeros y auxiliares (…) y tampoco es parlamentario, porque el legislativo no interviene en la administración, ni el ejecutivo, por medio de sus ministros, tiene asiento en las Cámaras para explicar sus actos y defender cuantos proyectos de ley tuviera a bien presentar”.

En la fecha, diversas posturas se mostraron críticas del diseño presidencialista de concentración de poder.

Salvador Cisneros Betancourt había redactado un proyecto de Constitución (1900) que proponía la elección directa del Presidente y prohibía que cualquier individuo que hubiese pertenecido al Ejército Libertador con grado de Brigadier, o superior, pudiese optar por la más alta magistratura, para que “jamás se pueda constituir un gobierno militar en Cuba”.

Tres décadas después, otros cubanos seguían proponiendo contenidos similares. Según Luis Hechavarría y Limonta (1937), el Presidente debía ser elegido por sufragio universal directo, y sus funciones deberían “quedar perfectamente determinadas en la Constitución, evitando que por exceso de atribuciones se absorban y sumen en él todas las que por esa misma Constitución corresponden a los otros poderes del Estado, perdiendo su cariz político y desapareciendo la República democrática que encarna las ideas y aspiraciones del pueblo cubano.”

La práctica política generada por el diseño presidencialista de 1901 resultó contraria a esas propuestas: fue el cauce jurídico del caudillismo político y de la concentración de poder. Funcionó dentro de un marco normativo que no intervino sobre las causas que sostenían el caciquismo, como el latifundismo oligárquico y la carencia de derechos sociales y de provisiones públicas de recursos sociales.

La Constitución del 40

Por su parte, la Constitución de 1940 modeló, por primera y única vez en la historia institucional cubana, un régimen semi-parlamentario. El Presidente de la República era el Jefe del Estado y representaba a la Nación. Debía actuar “como director moderador y de solidaridad nacional”. Era elegido por sufragio universal, igual, directo y secreto, para un período de cuatro años.

El sistema prohibía la reelección presidencial consecutiva, establecía una espera de ocho años para la repostulación, creó la figura de un primer ministro (sería uno de los ministros, con o sin cartera, designado por el Presidente) y estableció mecanismos de concertación entre todos los poderes públicos, que buscaban moderar el peso del Ejecutivo.

Constitucionalistas cubanos contemporáneos han puesto en discusión la naturaleza de ese sistema institucional. Carlos Manuel Villabella considera dicho régimen como un “presidencialismo atenuado”, y califica de “impropio” llamarle semi-parlamentario. Sin embargo, los propios creadores del sistema tenían otra opinión.

José Manuel Cortina, al explicar ese diseño en la Convención Constituyente de 1939-1940, atacó frontalmente al presidencialismo: “dentro de todo el Continente Americano somos el país en donde hay un régimen presidencial más estricto y más absoluto”. En opinión de sus formuladores, la propuesta de Constitución (1940) aceptaba el sistema parlamentario, y tenía “doble ventaja, [el Presidente] conserva su autoridad, preside el Consejo de Ministros y puede, sin embargo, desdoblar la responsabilidad en el Consejo de Gobierno y en el Primer Ministro”. Así, según esa opinión, poseía “todas las ventajas del régimen parlamentario, sin ninguno de sus inconvenientes”.

Apenas creado, la eficacia real de ese sistema resultó fuertemente impugnada. También por ello, la historia del parlamentarismo es hoy muy desconocida entre cubanos. No obstante, hay más de un aspecto rescatable en ella.

Presidencialismo Vs parlamentarismo

Como ha documentado Antoni Doménech, la “constitucionalización de la democracia, entendida sencillamente como régimen con sufragio universal y control parlamentario del gobierno, fue introducida siempre [en Europa] y por doquiera por gobiernos obreros tras el desplome de las monarquías meramente constitucionales (sin control parlamentario) continentales”.

El conocido como “consenso democrático de posguerra” –en cuya elaboración ocupa un lugar central, no siempre reconocido, la gran resistencia antifascista y gran variedad de movimientos socialistas– fue muy crítica del canon de la democracia liberal. En ello, buscó ampliar la democracia con un corrimiento hacia el parlamentarismo, la justicia social y la participación económica. Dentro de estas corrientes cabe inscribir el empeño –fallido– por parlamentarizar la forma de gobierno cubana en 1940.

La discusión continúa hoy, también, en forma de crítica hacia el modelo de presidencialismo latinoamericano. En Cuba, ese debate regional ha sido resumido de este modo por el ya mencionado Villabella: “unos defienden la necesidad de metamorfosis del presidencialismo hacia un sistema menos personalista, mientras otros sostienen la necesidad de más presidencialismo para, desde la hegemonía del poder, impulsar las transformaciones.”

La primera opción, como todas las alternativas, tiene problemas, pero por ser un campo en experimentación podría deparar innovaciones deseables. La segunda cuenta con una historia documentada de gruesos inconvenientes.

Roberto Gargarella ha escrito largamente sobre ello: el constitucionalismo reformista latinoamericano se dedicó a expandir los derechos existentes, pero sin incorporar las modificaciones acordes y necesarias en la otra área fundamental de la Constitución, el área de la organización del poder. La tesis refiere al hiperpresidencialismo, que impide la expansión de los derechos tanto para autoatribuirlos desde los actores sociales como para defenderlos desde instrumentos públicos.

Es importante conocer esa historia, y este debate actual, porque dice algo importante para hoy: el objetivo de conseguir más igualdad política, más redistribución de poder, pasa también por la disputa de un sistema institucional consistente con esa meta. Los fracasos de un sistema institucional –uno de ellos es habilitar la concentración de poder– tienen consecuencias directas: desempoderamiento de la ciudadanía y la captura del Estado a manos de élites.

 

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