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El partido de la Revolución (1)

Written by Debate Plural

Leo Panitch (Sin permiso, 6-3-18)

 

Una nueva explicación fresca y cautivadora de la Revolución Rusa para recordar su centenario, concluye con un tributo a los bolcheviques por actuar como los guardagujas de la historia, un término derivado de las pequeñas casetas que salpicaban el trazado ferroviario del Imperio Ruso en las cuales, desde hacía ya tiempo, los revolucionarios se reunían clandestinamente. Contra los llamados “marxistas legales”, que en 1917 usaron el término como epíteto para menospreciar a aquellos que tratarían de desviar la locomotora de la historia en su ruta desde la estación política feudal a la estación capitalista –a la cual estaba programada su llegada antes de que pudiera partir a su estación socialista final–, China Miéville pregunta en Octubre: “¿Qué podría ser más perjudicial para cualquier vestigio de teleología que aquellos que tenían en cuenta las vías alternativas de la historia?” Lo que hace que octubre de 1917no sea solo “en última instancia trágico” pero aun “en última instancia inspirador” es que mostró que era posible actuar de forma decisiva como para acoplar, dicho con Miéville, “los cambios de aguja hacia las vías ocultas, a través de la historia más salvaje”.

No había, por supuesto, vías ocultas. Si se siguiera haciendo uso de la metáfora, se necesitaría reconocer que las vías que hubieran formado un ramal ajeno al desvío que llevaba a la insurrección de octubre de 1917 tenían aún que ser forjadas y colocadas. Los bolcheviques que lideraron la insurrección, sobre todo Lenin y Trotsky, ciertamente no pretendieron  construir un ramal paralelo. Más bien creían que aquellos trenes, ya de por sí más adelantados que los rusos en las vías de la historia, estaban programados para llegar de manera inminente a la estación final del capitalismo (la “superior” como Lenin la había designado en su panfleto de 1916 sobre imperialismo). Y esperaban que aquellos trenes se apresurarían para salir de esa estación inspirados por la determinación de los guardagujas rusos, quienes entonces reacoplarían los cambios de aguja para incorporarse a la vía de la historia dirigida a la terminal socialista. Sin embargo, como rápidamente señaló el fracaso de la revolución comunista alemana de 1919, los trenes de la vía principal no lograron partir de la estación capitalista. El resultado, tal y como Miéville lo plantea, fue que “los años y meses siguientes verían a la revolución acosada, asediada, aislada, osificada, rota. Nosotros sabemos hacia dónde se está dirigiendo esto: purgas, gulags, hambrunas, asesinatos en masa”.

El ramal ferroviario que en realidad fue construido –serpenteando tortuosamente desde la Guerra Civil, atravesando la mercantilizada NEP de los primeros años de Lenin hasta la industrialización centralmente planificada y la colectivización agraria forzada de Stalin– convirtió el periodo de vía doble en una realidad durante la mayor parte del siglo XX. Los revolucionarios que rompieron más bruscamente con la práctica del “socialismo de un solo país” y sufrieron gravemente por sus particulares métodos, aún creyeron, como Trotsky dijo exiliado en 1932, que “el capitalismo ha sobrevivido a sí mismo como un sistema mundial”. Incluso en medio del dinamismo capitalista liderado por los estadounidenses del periodo posterior a 1945, fue la vía soviética de industrialización la que más impresionó a los revolucionarios –y a buena parte de los reformistas– de los países desarrollados. Y aun así, resultó ser el ramal paralelo construido por la Revolución de Octubre el que culminó en una vía muerta de la historia. Antes de que terminara el siglo, observando los trenes de alta velocidad recorriendo ahora la vía capitalista, los nuevos guardagujas parecían todos demasiado ansiosos por acoplar los cambios de vía una vez más e incorporarse por la que el capitalismo corría hacia el siglo XXI hasta quién sabe dónde.

Ya es hora de prescindir de la metáfora. Y de lo que también deberíamos prescindir es de nuestra tendencia a proclamar el inminente “fin del capitalismo”. Por muy útil que siga siendo el materialismo histórico para revelar cómo el capitalismo desplazó anteriores modos de producción –y por tanto para revelar la posibilidad de un futuro post-capitalista– no hay vías ocultas en la historia. Lo que hay es solo gente tratando de hacer historia bajo condiciones que no han elegido. Y por muy esenciales que puedan ser los análisis marxistas de las viejas y nuevas contradicciones del capitalismo para entender tales condiciones, ni las limitaciones en el desarrollo de las fuerzas productivas, ni las crisis económicas, ni siquiera las ecológicas serán por sí mismas el final del capitalismo. Solo gente capaz de hacer historia puede hacer tal cosa, y si esa nueva historia ha de ser socialista, también deberán ser capaces de hacer todo lo anterior.

En este sentido, cabe apuntar que también hay fuertes rastros de teleología inherentes a la tan frecuente perspectiva según la cual, al haber desviado a Rusia de su presumible “camino natural de desarrollo”, Octubre de 1917 simboliza un acto arbitrario organizado a espaldas de la sociedad rusa por un grupo de ideólogos marxistas inclinados a llevar a cabo su llamado “experimento socialista” a cualquier precio. En realidad, lo que todavía provee de “legitimidad histórica” a Octubre, como David Mandel nos recuerda en otro nuevo libro conmemorando el centenario, es cuán extenso fue su apoyo. Escribe: “Octubre fue de hecho una revolución popular”.

En tanto que el centenario de la Revolución Rusa es ocasión para nuevas reflexiones sobre la posibilidad de una transición del capitalismo al socialismo un cuarto de siglo después del fin del comunismo, debemos recibirlo de buena gana, con dos cláusulas. Primera, que el lugar acertado para empezar es un cuarto de siglo antes de 1917, por ejemplo, con el novedoso fenómeno político de la amplia emergencia de partidos socialistas de masas organizados, profundamente incrustados en las clases trabajadoras. Y segunda, que el sentido de esta vuelta a atrás debe identificar y aprender, no solo las posibilidades que mostraron sino también sus confusiones y limitaciones para ver mejor cómo estas pueden ser, si no evitadas, al menos trascendidas en nuevos intentos que sin duda serán llevados a cabo bajo las condiciones capitalistas del siglo XXI; para desarrollar nuevos partidos políticos que actúen como eje organizacional y estratégico entre la formación de la clase obrera de un lado y la transformación del estado capitalista del otro.

El legado de la socialdemocracia

Las clases subordinadas han participado a través de la historia en revueltas de esclavos o en motines del pan normalmente liderados por mujeres, pero una construcción institucional prolongada como la que implicaron los masivos partidos políticos de clase trabajadora engendrados a finales del XIX fueron un fenómeno histórico totalmente nuevo. No salieron de la nada. Normalmente supusieron la confluencia de diversas formaciones previas que habían sido incapaces de aglutinar a las clases trabajadoras o de sostenerse en el tiempo. Pero fueron los partidos socialistas que en su mayor parte emergieron entre las décadas de 1870 y 1920 de intentos previos de organización política y sublevaciones, así como una miríada de luchas sindicales los que, como afirma Geoff Eley en Forging Democracy, “empujaron consistentemente las fronteras de la ciudadanía hacia afuera y hacia delante, pidiendo derechos democráticos donde el antiguo régimen los denegaba, defendiendo logros democráticos contra los sucesivos ataques, presionando por cada vez mayor inclusividad. Los partidos socialistas y comunistas –los partidos de la izquierda– a veces consiguieron ganar elecciones y formar gobiernos, pero más importante aún, organizaron la sociedad civil como la base desde la cual los logros democráticos existentes pudieran ser defendidos y otros nuevos pudieran surgir”. Como una vez señaló C.B. Macpherson, incluso “el principio introducido en la teoría liberal pre-democrática en el siglo XIX para convertirla en liberal-democrática (…) [fue] una idea del hombre como al menos potencialmente agente, autoridad y promotor y beneficiario de sus capacidades humanas, más que un mero consumidor de servicios”. El avance práctico de tal concepción dependió en gran medida de la emergencia de estas formas de acción política totalmente nuevas, las cuales explícitamente apuntaban por una “maximización de la democracia” a través de “una revolución en la conciencia democrática de las clases trabajadoras”.

Buena parte de la inspiración que estos partidos recibieron del Manifiesto Comunista de 1848 de Marx y Engels provino del acento que había puesto sobre la “organización de los proletarios como clase, que tanto vale decir como partido político”[1]. Y cuando Marx y Engels habían sostenido incluso antes que “es necesaria una transformación en masa de los hombres, que sólo podrá conseguirse mediante un movimiento práctico, mediante una revolución”, sus nociones de “movimiento” y “revolución” fueron ambas concebidas, no como un momento espontáneo y catártico de insurrección sino más bien como involucrando un largo proceso de organización de clase y construcción institucional, mediante los cuales las capacidades de los trabajadores pudieran ser desarrolladas y así “volverse capaces para fundar una sociedad sobre nuevas bases”. Aquí posiblemente pensaban algo similar a la Sociedad Educativa de Trabajadores Alemanes fundada en Londres en 1840, que publicitaba en uno de sus carteles: “El principio fundamental de la Sociedad es que los hombres solo pueden alcanzar la libertad y la conciencia de sí mismos mediante el cultivo de sus facultades intelectuales. En consecuencia, todas las reuniones vespertinas están dirigidas a la instrucción. Una tarde se enseña inglés, en otra, geografía, historia en una tercera, en la cuarta, dibujo y física, en una quinta, canto, en una sexta, baile y en la séptima, ideas políticas comunistas”.

Los miembros de la Liga Comunista, que como parte de “su misión histórica para cambiar el mundo” habían fundado esa sociedad educativa y más tarde encargado el Manifiesto –por no hablar de “los cuarentayochistas que pronto abarrotaron las calles de París”–, difícilmente podrían calificarse como partido en el sentido que esta palabra tomaría cuatro décadas después, cuando la Segunda Internacional de partidos socialistas de masas fue fundada en el Día de la Bastilla de 1889. Cuando la Liga Comunista se desintegró en medio de una disputa faccional, Marx se refirió al asunto tras la fatal ruptura como la diferencia entre el materialismo de su bando y el idealismo del otro en lo que se refería a sus enfoques de los tiempos revolucionarios: “El punto de vista materialista del Manifiesto se ha rendido al idealismo. La revolución no es vista como el producto de la realidad de la situación sino como el resultado de un esfuerzo de la voluntad. Mientras que decimos a los trabajadores: Tenéis que atravesar quince, veinte, cincuenta años de guerra civil para alterar la situación y entrenaros a vosotros mismos para el ejercicio del poder, se dice que debemos tomar el poder de una vez o, de lo contrario mejor quedarnos en la cama”.

La cronología de Marx para la construcción de partidos fue señaladamente premonitoria. Los nuevos partidos socialdemócratas que emergieron en los siguientes quince, veinte, cincuenta años, con implicación masiva de las clases obreras durante esas décadas, fundamentaron sus actividades en la comprensión de que, con palabras del propio Engels en 1895, “la época de ataques sorpresa, de revoluciones llevadas a cabo por pequeñas minorías conscientes liderando masas inconscientes, ha pasado. Donde sea que esté la cuestión de una transformación completa de la organización social, las masas mismas deberán estar ahí también, ellas mismas deben haber comprendido ya qué es lo que está en juego, qué es lo que tratan de conseguir, en cuerpo y alma. La historia de los últimos cincuenta años nos ha enseñado eso. Pero para que las masas puedan entender lo que ha de hacerse, se requiere un largo y persistente trabajo”.

El legado marxista sobre el cual estos nuevos se nutrieron y, con no menor alcance, manufacturaron, implicó traer de vuelta al Manifiesto de su relativa oscuridad, como una ayuda clave para el propio papel de estos partidos en la formación de “los proletarios como clase”. Esto era visto explícitamente como un proceso paciente de construcción organizativa y educación popular masiva. El análisis más reciente y exhaustivo de los programas de partidos socialistas anteriores a 1914 –empezando con el fundacional programa alemán de Erfurt de 1891, pero también cubriendo los de los partidos socialdemócratas belgas, suecos, franceses y rusos así como el del Partido Laborista británico– demuestra con claridad que las inspiradoras metas socialistas estuvieron siempre ligadas a la articulación de reformas más inmediatas. Estas iban desde aquellas diseñadas para mejorar las condiciones de vida y trabajo hasta las que apuntaban a la extensión del sufragio, la libertad de asociación y el imperio de la ley; hasta aquellas concebidas para garantizar la completa igualdad a las mujeres, la separación de iglesia y Estado, la educación universal laica y la democratización del arte y la cultura. Mostraron a las clases trabajadoras ampliamente entendidas, en palabras de August Bebel, que los partidos “estaban actuando para ellos en la práctica, y no simplemente remitiéndoles a algún futuro Estado socialista, del cual nadie conoce la fecha de llegada”. Con todo, también eran vistos como cruciales “para equipar intelectual y culturalmente a la clase obrera en el control de su propio destino político”, lo cual supuso, por encima de todo, el desarrollo de las capacidades de autogobierno de las clases trabajadoras.

Ciertamente, la temprana reprimenda de Marx en su Crítica del Programa de Gotha de 1875 al partido socialdemócrata alemán por sus tendencias estatistas, en agudo contraste con la admiración que había expresado por las formas de administración democráticas brevemente probadas en la Comuna de París, resalta como un notable hito de que había algo que ahí andaba equivocado. En cualquier caso, para cuando Marx murió, bajo ningún concepto estaba tan claro que el SPD sobreviviría a su ilegalización por la Ley Antisocialista de 1878. Forzar la derogación de la ley en 1890 fue una victoria histórica, pero también fue notable que la crítica de Engels al programa de Erfurt de 1891 del SPD avisara de que “temiendo una renovación de la Ley Antisocialista”, un cierto “oportunismo” estaba ganando terreno en el partido. Engels vio esto reflejado, no solo en la aparente aceptación de que todas las exigencias del partido podrían ser conseguidas dentro del “presente orden legal en Alemania”, sino incluso más aún en la conclusión del programa según el cual “la sociedad actual está desarrollándose hacia el socialismo”.

Lo que Engels estaba percibiendo aquí, avant la lettre de Bernstein por así decirlo, era lo que más tarde sería conocido como “revisionismo”. El asunto no era tanto sobre si era posible una senda pacífica al socialismo; era más bien sobre lo que el “oportunismo” representaba en términos de la creciente autonomía del liderazgo del partido sobre las masas de afiliados, en medio de una multitud de prácticas internas de partido que inhibían más que desarrollaban las ambiciones revolucionarias de los obreros y sus competencias democráticas. En la primera década del siglo XX esto llegó tan lejos que Robert Michels pudo concluir su célebre estudio sobre el funcionamiento de “la ley de hierro de la oligarquía” dentro del SPD, fijando en su lugar sus esperanzas en un sistema público de educación “para aumentar el nivel intelectual de las masas y que estén capacitadas, dentro de lo posible, para contrarrestar las tendencias oligárquicas del movimiento de clase obrera”. Aun así, Michels no deseó “negar que cada movimiento revolucionario de clase obrera, y cada movimiento sinceramente inspirado por el espíritu democrático, pueda tener cierto valor como contribución al debilitamiento de las tendencias oligárquicas”.

Fue este espíritu democrático el que inspiró los famosos artículos de Rosa Luxemburgo de 1898-99, Reforma o revolución, escritos como una respuesta directa a la justificación explícita de Eduard Bernstein y su elaboración de la visión según la que “la sociedad actual está desarrollándose hacia el socialismo”. Bernstein afirmó que las reformas producidas por el sindicalismo y la acción parlamentaria, sostenidos por la concentración y socialización de la producción y las finanzas que acompañaban el pleno desarrollo del capitalismo, probarían tener un carácter inherentemente socialista. Contra esta visión, Luxemburgo discutió que perseguir únicamente este tipo de reformas aseguraría que “la práctica diaria de la socialdemocracia pierda toda conexión con el socialismo”. Con afilada nitidez, Luxemburgo anticipó que una perspectiva estratégica fundamentada en la compatibilidad de los intereses capitalistas y los de clase obrera, con el partido asumiendo “resultados prácticos inmediatos, reformas sociales (…) como el objetivo principal”, solo podría llevar a la adopción de una “política de la compensación, una política de tira y afloja, y una actitud prudente de conciliación diplomática”. Y en este contexto, la perspectiva revolucionaria basada en una “inequívoca, irreconciliable perspectiva de clase” sería vista por el partido como un obstáculo que superar.

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