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Los barrios, memorias de poeta (1)

Written by Debate Plural

Marcio Veloz Maggiolo (Listin, 25-4-14)

La nueva ciudad creada por Nicolás de Ovando fue el resultado de un supuesto cambio climático que obligó a su traslado desde la parte oriental del río Ozama hacia el farallón occidental. La tradición habla de un huracán y de hormigas –¿con escudos y tizonas apuntalando y punzando el traslado, hormigas coloniales, talvez llegadas en las carabelas y de olas inmensas que se posaban como propietarias salidas de las primeras viviendas?–. La imaginación creció con los años, con el miedo, con aquellos que nunca se mudaron de sitio, con los que prefirieron quedarse y seguir cultivando los predios de lo que luego fue llamado Pajaritos. Ya Bartolomé Colón había trazado la villa y su padre el Almirante, quizás con pluma cernícalo o guaraguao, había escrito aquella carta en la que en 1498 rubricaba con su firma el nombre: Santo Domingo. Ni “de Guzmán”, ni nada parecido.

El nombre Santo Domingo era homenaje a un judío cardador de lanas llamado Domenico. Un colombo casi desconocido que ahora emergía para  nominar una villa nombrando la futura urbe. Allá, en el oeste del Ozama, la incipiente ciudad, con cuatro calles que eran sólo una según Fray Vicente Rubio, reclamó atenciones, y su poca  gente vio llegar seres de diversa cultura, nacionalidades y oficios; gentes nuevas, porque muchos de los llegados en el Segundo Viaje a La Isabela, retornaron, o murieron, o se esfumaron como fantasmas. Carlos Esteban Deive se ha referido a la población judía que llegó silenciosa y se asentó con miras comerciales. Otros persistieron y vivieron en la villa oriental a la que el propio Colón le dio nombre. Ahora llegaban espaderos, nuevos monjes, gente de mar, políticos en cierne, rufianes, escribanos y jueces, comerciantes sefarditas (judíos  de valijas y tonsuras falsas), y ya luego se estrenó la primeriza corte  virreinal que se asentaba en las salas de la recentina torre del homenaje, y años después en el Alcázar fundado por Diego Colón, espacio florecido de soberbias españolas y de negros domésticos.

Viajarían muchos con nombres supuestos, aprendidos a pronunciar en el trayecto de aquellos inevitables meses marineros configurados por la esperanza, la sal, el oleaje y la espuma, marco agónico de la tierra distante. Hoy, dentro de la modernidad, la estatua de Fray Antón de Montesino, todavía fraile abandonado a su suerte, indica con gesto broncíneo el camino por dónde vinieron, a la vez que acusa con sólida  melena llena  de cardenillo,  dónde están los encomenderos,  los ladrones del pasado y del futuro, diciendo que la urbe está carcomida, que la avaricia rompió hace tiempo los sacos de cada época, y que la historia, acertijo perenne, se repite.

A las palacios del Santo Domingo que apuntaba a ser  medievales  y a la vez renacentistas, se acercaron los miserables, los engendradores de futuro, las gitanas que gararantizaban el porvenir. Las calles no sólo recibían pisadas que madrugaban en los charcos en una ciudad con luminarias de cuaba y caras resinas importadas, sino que pronto las iglesias del catolicismo conquistador se coagularon envueltas en cofradías y espacios para la supervivencia; misas para pobres, sin embargo más que ricas para la creciente población dominante y esclavizadora, así muchas tempranas para habitantes mal vestidos y mujeres sin trapos que lucir, habitantes de casas de madera mal labradas con techos de cana, paja, y oficios sonoros que lo fueron para canteros de rostro calizo, plateros con escasa materia prima, y poetisas de voz apagada como campanillas de timbre temeroso, adosaron a la villa su historia inicial.

La ruralidad comenzaba con un cura cada diez mil millas. Tiempo inaugural que se escondía en los establos donde tocaban los esclavos el tambor oscuro de la noche, al tiempo que cuidaban del quehacer aun semi-urbano de sus amos  y de su propia habla, mezcla ferruginosa de palabras de lengua diferente, bañando caballos y limpiando porquerizas, e inventando modos y mezclas de cantos, porque no todos llegaban de un mismo lugar ni eran parte de una misma etnia.

Alrededor de las iglezuelas o  capillas  nacieron los primeros barrios. Se cocieron las primeras identidades barriales: San Miguel, San Antón, Santa Bárbara, San Lázaro, todos cantando entre oraciones y misales los padrenuestros y avemarías del siglo XVI. Los barrios se definieron en oficios,  voces, discursos y motivos de una cristiandad nueva, pero cimarrona y apenas orientada por la parroquia.

Entonces la palabra “parroquiano” pudo ser usada y tuvo sentido.  De la palabra árabe “bar”, lugar donde los árabes del Medioevo español  habían establecido sus viviendas fuera de las ciudades, nace el “barrio”, alrededor de las ermitas, capillas y pequeñas iglesias de  Santo Domingo, también. Allí hubo un florilegio de conglomerados humanos: barrios los hubo que representaron un poco el exilio pobrísimo de las villas. Cuando los siglos XVII y XVIII arribaron, “adosados” como, chapolas o  mariposas negras de las que dan fiebre, ya éramos parte de la colonia, madre nutricia de alegrías y tragedias, almohadón de invasiones e hija del llamado “situado”, monedero marítimo llegado para pagar empleados y macuto  o más bien  “bacía”  donde venia el futuro  tintineando en maravedíes y en pensamientos agiotistas.

Las calles coloniales habían sido trazadas por la cotidianidad y el tiempo de su uso y necesidades. Se diría que se adaptaban al modelo histórico. Ellas, si hubiesen podido pensar, habrían decidido mantener sus  máscaras de siglos. Pero no. Llegaría el tiempo de los reformadores. Durante los finales del siglo XIX  cambió el modelo  de barrialidad. Nacieron las llamadas estancias, comienzos de intentonas de latifundio urbano luego fragmentadas muchas de ellas  para convertirlas en repartos y barrios con otras características. Ya en el siglo XVIII San Carlos, pasó de territorio rural a la barrialidad. Con personalidad canaria, nutrió agrícolamente la pequeña capital.

Las urbes, como Santo Domingo vieron nacer barrios esta vez marcados  por el temor a nuevos  fenómenos naturales y bélicos. Los mecados se ocuparon de modelar rincones. Cantones que nacieron creados para vencer la naturaleza  y desnacieron al impulso de invasiones. El destino bélico estaba enquistado en  las enemistades de España con Inglaterra y luego con la Francia napoleónica. Mientras tanto la  mínima villa del Santo Domingo ovandino crecía  huyendo de la huella e imagen de terremotos y huracanes, tal y como acontece en nuestros días. Los huracanes, anteriores a toda escritura isleña, conformaron  una parte de nuestra  identidad histórica.

La del barrio de La  Misericordia nacía entonada por el  ruido de un seísmo combatido con rezos y promesas. La gente usó la piedra de las ruinas para penitencias religiosas en cada cabeza y oraciones con golpes de pecho nacidas de culpas ocultas que ahora se  afloraban La llamada puerta de La Misericordia, producto de lamentos para evitar que la voz de la tierra misma segara a sus habitantes, (entrada a la villa ovandina) fue entonces la marca preferid de la frontera entre lo que luego seria Ciudad Nueva, nueva barrialidad  y la  contrastante Misericordia, donde la muralla trataba de detener el futuro y se apoyaba en el nuevo  barrio con mayor identidad en el siglo XIX a tal punto que los revolucionarios de 1844 la escogieron para enmarcar el primer grito de libertad contra la tropas haitianas-.

Pasando de estancias y  repartos a la condición de barrio, en el siglo  XX Gascue,   Villa Francisca,   villa Consuelo y Villa Juana, formaron parte de una punta de lanza que se iniciaba como una agresión urbanística contra las ruralidades del norte del territorio separado por la vieja avenida Capotillo. Debajo de la avenida Capotillo, hoy avenida Mella, y de sus construcciones quedó el mayor paño de la muralla colonial, debajo de alguna tienda, como La Sirena actual , hay unos pobres lienzos de la misma ocultos por material plástico hoy opaco y ciego, sin nada que recuerde parte de esa tumba con un fantasma de siglos pasados dentro.

Nos alejábamos de las viejas murallas y de los asentamientos coloniales clásicos. Villa Francisca nació al suroeste  del corazón de Galindo, en tierras del escritor Manuel de Jesús Galván que fueron nombradas en honor a su esposa Francisca, urbanizadas por Juan Alejandro Ibarra, lo mismo que Cristo Rey, barrio o reparto no tan repentino como se piensa. En Villa Juana antes de que aquellos predios pertenecieran a Ventura Peña, se asentaron inmigrantes canarios, (de los cuales era Ventura descendiente), e hicieron florecer la caña  y los trapiches de azúcar comandados por “isleños”, lo mismo que en Villa Consuelo, en cuya parte norte, cercana a “La Zurza”, canarios de apellido Veloz tuvieron sembradíos de caña  y producción de dulce.

Las tierras de Ventura Peña pasaron a ser potreros, los llamados “Potreros de Venturita”, donde luego se fundara el aeropuerto General Andrews, nombre  que Trujillo escogió para el aeropuerto internacional ubicado en  el kilómetro 2 de la Carretera Duarte, para uno de los fundadores de la flota aérea de los Estados Unidos de América muerto en Islandia en un accidente de aviación, y que ocupó en parte el espacio de ámbito de la ciudad  llamado La Esperilla.

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