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Compromiso social del intelectual dominicano

Written by Debate Plural

Jose Luis Taveras (D. Libre, 28-12-17)

Un amigo me dijo con brutal franqueza: “José Luis, tus artículos han perdido dimensión académica; los sufro como aguijones renales”. Le contesté con recíproca crudeza: “Los tuyos me recuerdan la sinfonía ‘Haffner’ de Mozart interpretada por la Filarmónica de Viena en la gallera de Haina”.

En el fondo, mi amigo tiene razón; es glorioso pensar como él, siempre con elucubraciones filosóficas o jurídicas como si escribiera para suecos, tan ajeno al drama que nos constriñe. Más que un ejercicio de responsabilidad intelectual, lo concebiría como un fantasioso autoengaño.

Pienso que el escritor de estos tiempos no solo es garante del rigor, la coherencia e integridad de su pensamiento, sino de su encarnación en el contexto vital. Además de intérprete, debe ser compromisario testimonial de su realidad. No solo debe vivir de lo que piensa sino vivir lo que piensa. Ernesto Sábato se refería a las dos caras del escritor: una, como indagador de los confines de la condición humana; otra, como ciudadano comprometido. El escritor de hoy más que adorno o fetiche debe ser alarma; un constructor de conciencia social o, como diría el argentino Rodolfo Walsh, uno que por su alto compromiso en “vez ocupar un lugar en la antología del llanto lo debe tener en la historia viva de su tierra”.

Teorizar de espalda a una tragedia tan deshumanizante como la que vivimos es irresponsable. A veces me pregunto: ¿Quiénes son y dónde están los intelectuales? Tenemos una crisis de pensamiento crítico. Una parte de los considerados como tales deambula entre bohemias decadentes reencarnando el ayer en copas de vino; otros, como tecnócratas acomodados, echando panzas sedentarias; los más tercos, batiéndose entre duelos de pedanterías.

La intelectualidad dominicana está caducando; debe superar a Trujillo y a la guerra de abril. Esa visión sentimentalista de la historia, a pesar de su profusión, ha impreso una débil marca en las generaciones emergentes. Sus aficionados suelen ser predominantemente los contemporáneos de sus narraciones. A pesar de que perviven los mismos arquetipos autocráticos del ayer, las respuestas de hoy no son ni remotamente las mismas; el mundo nos ha descubierto. Nuestra crisis es de futuro. El intelectual crea, desarrolla y articula ideas originales que marcan tendencias de opinión, construyen propuestas de pensamiento e influyen en las conductas y decisiones colectivas.

Si algún trazo define lo que hago es ser un profano y vagabundo escritor que le busca color al grito mudo de la gente. En ese oficio errante no respeto sutilezas, dogmas ni correcciones. Por eso mis juicios no son necesariamente objetivos; nacen de la contradicción que se disimula en las apariencias políticamente correctas. No soy neutral: antes que analizar, critico; más que explicar, interpreto. Escribo en la forma que demanda lo que denuncio, convencido de que vivimos en una sociedad de palabra anémica en la que para hablar hay que mirar a todos los lados y para escribir repasar una y otra vez las colindancias.

No suelo pensar en lo que escribo; escribo lo que pienso. Para mí es abrir un torrente represado. Una vez arrojadas, las ideas pierden dueño y buscan sus cauces como poseídas por instintos propios; en ocasiones se ordenan en un sentido tan insospechado que trascienden hasta los designios que las parieron. Mi trabajo consciente es domarlas con el látigo del raciocinio pero sin inhibir esa fuerza que le da vida y marca emotiva. No escribo para otros ni buscando devotos: eso es farandulería; lo hago como ejercicio de intimidad, de desnudez.

Valoro los escritos llenos de citas y referencias de ideas ajenas porque nos abren el pensamiento a perspectivas más amplias. Prefiero en cambio aprender de la vida tal como ella se revela; compilar las enseñanzas de mis propios escarmientos y confirmar en ellos las razones ajenas. Hay doctos que conocen lo que otros saben; hay sabios que aprenden con su propia historia. Entre instrucción y sabiduría, me convoca la última. Al final, la vida es un emprendimiento de felicidad que no siempre descubre el conocimiento.

No me imagino escribir sobre temas abstractos. Me sentiría un alienígena pontificando sobre la naturaleza humana. Vivo en un mundo real desafiado por urgencias. Prefiero moverme en la dimensión cóncava de la realidad, allí donde nacen los intereses, se arman los tratos y se definen las agendas de poder. Admito mi temeridad. Me declaro sospechoso de ese instinto y como tal nunca espero acreditar otra distinción que no sea la “ojeriza”. No me siento héroe ni mártir por eso; creo (quizás equivocadamente) que es como debe funcionar una comunicación responsable. Tampoco me considero un villano acosado por el resentimiento, la amargura o la paranoia. Soy un hombre del sistema sin ganas de adaptarme a su molde ni de diluirme en sus corrientes. Prefiero el naufragio siempre inconcluso de nadar en contra del viento.

Acepto que en una sociedad de opiniones prestadas es herético usar nombres propios o liberarse de los pesados eufemismos. Siempre late la prejuiciosa presunción de que uno anda buscando algo. Pocos conciben otros valores de realización más allá del capital, el poder o el aplauso. Lo hago por convicción y placer. Dos razones más poderosas que aquellas. Por eso mi ejercicio de libertad es denostado. Me importa una mierda el juicio libertino de la gente enajenada; más acepto como iluminado el consejo de hombres sanos y libres. No soy más que un vagabundo que se resiste a ser domesticado. Me prefiero bestia loca que robot programado. ¡Que viva la libertad!

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