Nacionales Sociedad

Vecindarios y barrios (V)

Written by Debate Plural

Marcio Veloz Maggiolo (Listin, 22-12-17)

La vida cotidiana era dominada por el trasiego, rincones casi mozárabes, los negocios casi de intercambio y por una artesanía rural que buscaba el mercado de los palos de escoba, las jigu¨eras para limpiar arroz, los callejones más que calles, los ventorrillos, los mercadillos campesinos, las acumulaciones de productos frente a las orillas del Ozama, y el uso de una culinaria basada en las raíces, los frutos del bosque, el maíz, y las enredaderas productivas. Éramos casi recolectores, pero ya el tambor y la maraca estrenaban voz semi-religiosa, o bien fonética en tonadas de campo adentro. Estas formas, supervivientes hasta los mediados del siglo XX, se hubiese podido pensar, habrían decidido mantener sus máscaras de siglos.

Pero no. Llegaría el tiempo de los reformadores. Durante los fi nales del siglo XIX cambió el modelo de barrialidad. Nacieron las llamadas estancias, comienzos de intentonas de latifundio urbano luego fragmentadas, muchas de ellas, para convertirlas en repartos y barrios con otras características. Ya en el siglo XVIII San Carlos, pasó de ser territorio rural a la barrialidad.

Con personalidad canaria, nutrió agrícolamente la pequeña capital. Las urbes, como Santo Domingo vieron nacer barrios, esta vez marcados por el temor a nuevos fenómenos naturales y bélicos. Los mercados se ocuparon de modelar rincones. Cantones que nacieron creados para vencer la naturaleza y des-nacieron al impulso de las invasiones. El destino bélico estaba enquistado en las enemistades de España con Inglaterra y luego con la Francia napoleónica. Mientras tanto, la inicial urbe del Santo Domingo ovandino crecía huyendo de la huella e imagen de terremotos y huracanes, tal y como acontece en nuestros días. Los huracanes, anteriores a toda escritura isleña, conformaron una parte de nuestra identidad histórica. La del barrio de La Misericordia nacía entonada por el ruido de un seísmo combatido con rezos y promesas. La gente usó la piedra de las ruinas para penitencias religiosas en cada cabeza y oraciones con golpes de pecho nacidas de culpas ocultas que ahora afl oraban en la llamada Puerta de La Misericordia, (“que cruz tan pesada, que largo el camino, perdona Señor el haberte ofendido”) producto de lamentos e himnos para evitar que la voz de la tierra misma segara a sus habitantes, La Puerta de la Misericordia, parte de la muralla sur-occidental de la que fuera la villa colonial, fue entonces la marca preferida de la frontera entre lo que luego sería Ciudad Nueva, naciente barrialidad y la contrastante Misericordia, donde dicha muralla, trataba de detener el futuro, y se apoyaba, con el reparto llamado Gascue, en el nuevo barrio con mayor identidad en el siglo XIX, a tal punto que los revolucionarios de 1844 la escogieron para enmarcar el primer grito de libertad contra la tropas de ocupación haitiana.

Casi como hoy, la presencia haitiana modifi có la visión del mercadeo. Creando puntos de interés a partir de 1822, que con otras características renacen. Mercadillos cuya raigambre es una forma casi familiar de vencer la pobreza que se renuevan.

Pasando de estancias y repartos a la condición de barrio, en el siglo XX Gascue, Villa Francisca, Villa Consuelo y Villa Juana, formaron parte de una punta de lanza que se iniciaba como una agresión urbanística contra las ruralidades del norte del territorio capitaleño, separado por la vieja avenida Capotillo.

Debajo de la avenida Capotillo, hoy avenida Mella, y de sus construcciones, quedó el mayor paño de la muralla colonial; apenas perceptible debajo de alguna tienda, como La Sirena actual, hay unos pobres lienzos de la misma ocultos por un material plástico hoy opaco y ciego, sin nada que recuerde parte de esa tumba con un fantasma de siglos pasados dentro.

Nos alejábamos de las viejas murallas y de los asentamientos coloniales clásicos. Ruinas bajo tierra reclaman su cruz y sobre tierra una foto vieja, un cuadro representativo como los de las pinturas que salvaron la realidad “in situ”, para poder, al través de lo deletéreo, encontrar la realidad tal y como era. Los versos de Salomé inmortalizaron las ruinas, “del pasado esplendor reliquias frías”. Mi padre le cantó al Alcázar de los Colón, diciéndonos sobre su permanencia en los años treinta que “la vida es una eterna cabalgata, y la felicidad, ave que huye”.

Villa Francisca nació al suroeste del corazón de Galindo, en tierras del arroyo y del puente Tamayo, propiedad del escritor Manuel de Jesús Galván, que fueron nombradas en honor a su esposa Francisca Velásquez, y urbanizadas por Juan Alejandro Ibarra, lo mismo que Cristo Rey, barrio o reparto no tan recentino como se piensa. En lo que es Villa Juana, antes de que aquellos predios pertenecieran a Ventura Peña, se asentaron inmigrantes canarios, (de los cuales era Ventura descendiente), e hicieron fl orecer la caña y los trapiches de azúcar comandados por “isleños”, lo mismo que en Villa Consuelo, en cuya parte norte, cercana a “La Surza”, canarios de apellido Veloz tuvieron sembradíos de caña y producción de dulce, dejando su nombre al territorio en cuyo lugar fue construido el Liceo Secundario Presidente Trujillo. Las tierras de Ventura Peña pasaron a ser potreros, los llamados “Potreros de Venturita”, donde luego se fundara el aeropuerto General Andrews, nombre que Trujillo escogió para el Aeropuerto Internacional, ubicado en el kilómetro 2 de la Carretera Duarte, uno de los fundadores de la fl ota aérea de los Estados Unidos de América, muerto en Islandia en un accidente de aviación, y que ocupó en parte el espacio de ámbito de la ciudad llamado La Esperilla. Durante los años 40 del siglo XX, el kilómetro 2 era llamado “El 2” para marcarlo como un lugar donde abundaron los lenocinios y casas de dudosos encuentros.

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