Cultura Libros

Recuerdos de Lezama y Pablo

Written by Debate Plural

José Rafael Lantigua, ex ministro de cultura República Dominicana (D. Libre 29-7-17)

VISITAMOS A LEZAMA EN su casa de Trocadero 162, en La Habana, hace ya veintiún años. Sí. Allí lo encontramos, entre sombras, el poeta José Mármol, Freddy Ginebra y yo, perdido en las brumas de su soledad, la gran soledad en la que vivió y murió, según aquella famosa carta que le dirigiese a María Zambrano, muy a pesar de sus citas constantes, de sus tertulias arrebatadas, de sus frecuentes aticismos, de sus opíparos fomentos, de sus giras cotidianas por La Habana Vieja o por El Vedado en busca de sus enigmas permanentes, de sus irradiadoras luces, de su historia de deseos.

“La soledad y el misterio de la soledad asumidos como un sacramento, como la comunión y la poesía total de la resurrección”, que le definiese a María Zambrano, la filósofa española del exilio republicano, y que era la estampa de su propia armadura. “Pienso en Nietzche trepado por los fríos de la Alta Engadina y en Rilke segregando él mismo su soledad como la seda y el diamante”.

Fuimos a su casa a encontrarlo. Los lezamianos que van a La Habana deben caminar por Trocadero para llegar a su planicie, donde la memoria prepara su sorpresa: “gamo en el cielo, rocío, llamarada”. “Jochi, hay que pasar nuestras manos sobre el teclado de la vieja maquinilla donde, de seguro, Lezama escribió a Paradiso”. Pienso también que en ese mismo rincón, tal vez, me hago la idea, de que allí, justo allí, escribió una oscura pradera me convida.

Aquí: sus cuadros, las fotos de sus viejos, la pequeña sala, sus libros, la estrecha vivienda donde se alimentaron sus pájaros, donde creció el enemigo rumor, donde él decía que habitaba un susurro como un velamen, “una tierra donde el hielo es una reminiscencia” y “el fuego no puede izar un pájaro/ y quemarlo en una conversación de estilo calmo”. Allí estaba Lezama, su imagen y su fortaleza. Su casa es un museo de memorias. Hay un halo mágico en aquel encuentro. Un enigma de ensoñación y regreso. Las fotos que tomamos en la casa son las únicas que se velan. Una o dos solamente quedan como recuerdos, pero partidas por la mitad con un velo negro en el que, con toda seguridad, se ha escondido Lezama.

La señora que ha estado allí, en la casa, atendiendo nuestra visita, se queda perpleja ante nuestro entusiasmo y nuestra devoción. Cuando nos alejamos, volvemos la vista una y otra vez, y ella sigue allí, en el pórtico, saludándonos con una sonrisa de asombro y deleite.

Lezama. José Lezama Lima. Estar en su casa, en su ventana, en su mesa, en su escritorio, frente a sus cuadros y sus libros, penetrar en sus símbolos, encontrarlo, reencontrarlo. Una fascinación de la memoria. Un hito de la sensibilidad. Y así nos vamos por el laberinto que remonta hasta el signo en aquella ciudad donde cada calle ofrece las metamorfosis del blasón (Oppiano Licario me dicta el dictamen, y yo sudo la fiebre de esta visita inolvidable).

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De viaje por Chile, visité hace diecisiete años dos de las tres casas de Pablo Neruda, en Isla Negra, y La Chascona, en Santiago. La tercera es La Sebastiana que se encuentra en Valparaíso.

Visitar las casas de Neruda. Aquella en la que crecieron muchos de sus más famosos versos, en Isla Negra, frente al mar. Y aquella en que Matilde veló su cadáver con unos pocos amigos en una noche desvelada, transida de dolor y pesadilla, asaltada ya La Chascona por los gendarmes del pinochetismo triunfante.

Como Mario Vargas Llosa, que lo proclama siempre, somos fetichistas de la literatura. Nos encanta conocer la vida y haberes de los escritores: dónde escribieron los poetas y los novelistas sus obras; tocar, pongamos por caso, la maquinilla donde Lezama creó sus metáforas desbordadas; detenernos en la puerta de la casa donde Goethe, en Frankfurt, forjó su imantable escritura; visitar en dos ocasiones aquella casa bajita de Praga (La Zlatá Ulicka, en el Hradcany), específicamente la número 22, donde Kafka vivió y escribió muchos de los relatos breves de Un médico rural.

Pablo es, como diría alguna vez Allen Ginsberg, un vacío que no cesa. Caballo de greda negra. Profeta del amor y de la soledad. Presente allí, en Isla Negra, “entre las piedras oscuras/ frente al destello/ de la sal violenta”, donde se cobijó por años junto a su tercera esposa, Matilde Urrutia, la que lo acompañó hasta el final y la que escribió luego un bello libro donde recuerda sus años junto al poeta y aquellos instantes terribles, que parecieron eternos, de la separación definitiva y los acosos de la peste militar.

Palmo a palmo caminamos por aquella casa, mientras la memoria de libros, de sus confesiones de vida, se oferta abrumadora en la mente, y en la garganta hay un nudo de dicha y pena, de gloriosa certidumbre, de meta lograda. Estar en Isla Negra, frente al “locomóvil” colocado a la entrada, que al poeta se le parecía a Walt Whitman. Conocer y tocar sus mascarones de proa, sus escritorios, su cama, sus asientos, sus botellas, sus caracoles, sus dientes de cachalotes. Conocer de esquina a esquina aquel territorio de luz y escuchar su voz –confieso que la escuché en el rugir de las olas vecinas- diciendo “Hermano esta es mi casa/ entra en el mundo/ de la flora marina/ y piedra constelada”.

Y el bar. (“¡Vamos al bar!/ Es hora de beber/ el buen vino/ de Chile”). En La Chascona quedan numerosas botellas con edades que superan los cincuenta años. Y en Isla Negra hay un bar para recibir a los amigos en la intimidad de un buen tinto, y “bar-vidriera al mar”, mientras en las vigas están grabados los nombres –con su puño y letra- de Miguel Hernández, de Lorca, de amigos poetas chilenos. Y están las campanas, y está la foto de Matilde “con su rostro de proa y su nariz victoriosa”. Y está el mapamundi que ya conocíamos en tantas fotos, y está Whitman –cómo no iba a estar- el adorado del poeta, aquel de quien dijera: “Me enseñaste a ser americano/ levantaste mis ojos a los libros”.

Y, sobre todo, está Neruda y está el mar. Está el poeta entre las piedras y frente al oleaje en su biblioteca de incunables, en el deslumbramiento y en la conciencia. Neruda está aquí. Me lo imagino agonizante, en los días terribles de la tragedia, en su cama de Isla Negra, aturdido por el dolor y la fiebre. Y lo veo también en La Chascona inerte, frío, en aquel pequeño cuarto donde estuvo su cadáver casi solitario, entre vidrieras rotas y objetos saqueados, mientras afuera la soldadesca se ensañaba contra la libertad.

Toco madera en La Covacha, el viejo escritorio que Neruda construyó de un tronco que trajo el mar. Y lo recuerdo diciendo: “Escribo en todos los rincones de Isla Negra, pero tengo un escritorio oficial al que he bautizado como La Covacha”. Allí está, intacto, y si el nerudeano hace un esfuerzo lo mirará sentado escribiendo sus versos ardientes y nombrando las cosas para inmortalizarlas.

Hay uva al final de la visita en La Chascona, y hay viento y silencio, un mar estrujante y una brisa acariciante en Isla Negra, cuando se abandonan las casas del poeta. Y frente a su tumba y la de Matilde, colocadas allí en tierra firme frente al mar, las olas casi tocándole, mi mujer y yo nos hacemos varias fotos, y recordamos al poeta decir lo que ahora confirmamos: “Me vine aquí a contar las campanas/ que viven en el mar/ que suenan en el mar/ dentro del mar/ por eso vivo aquí”. Y allí está. Confieso que lo he visto.

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Libros
Paradiso

José Lezama Lima (Edición: Eloísa Lezama Lima. Cátedra, 1980. 653 págs.)

Una de las más asombrosas creaciones en la literatura de lengua española. Obra de síntesis donde la exuberancia barroca, el hallazgo de un lenguaje erótico lleno de revelaciones, la sobrenaturaleza de una realidad mágica, se orquestan en un crescendo que conduce a la invención de un sistema poético del universo.

Oppiano Licario

José Lezama Lima (Bruguera, 1985. 299 págs.)

Obra póstuma e inconclusa del genial escritor cubano, donde lleva hasta sus últimas consecuencias los temas narrativos y formales ya planteados en su primera novela Paradiso. Oppiano Licario es una figura arquetípica que representa la destrucción del tiempo, de la realidad, de la irrealidad, y la suma del conocimiento infinito.

Residencia en la tierra

Pablo Neruda (Seix Barral, 1976. 148 págs.)

Un gran texto que señala un momento central en la evolución de la poesía contemporánea en lengua española. El poeta ahonda en el sustrato de lo irracional e innombrable. Una de las experiencias más decisivas de la prospección en áreas nuevas que define a la vanguardia contemporánea.

Antología Poética

Pablo Neruda (Editor: Rafael Alberti. Planeta, 1996. 509 págs.)

De todas las antologías de Neruda, ofertamos a los lectores la editada por el gran poeta español Rafael Alberti, quien sostuvo una estrecha amistad con el vate chileno. “En el mar, en la tierra/ en los pueblos perdidos/ en las grandes ciudades/ en las naciones/ siempre tu nombre, tú/ tu estrella inextinguible/ tu fulgurante ejemplo”, voz de Alberti en su poema Permanencia de Pablo Neruda.

Confieso que he vivido. Memorias

Pablo Neruda (Seix Barral, 1974. 511 págs.)

Las inolvidables memorias de Neruda, publicadas un año después de su muerte y que fue lectura mayor en los años setenta. La autobiografía de un auténtico cronista y testigo de su tiempo. Su potencia verbal, su concepción del arte y la poesía, sus posiciones políticas, sus amores y desamores, sus devociones y sus odios, sus últimas letras.

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