Cultura Libros

Norma y los almendros

Written by Debate Plural

Marcio Veloz Maggiolo (Listin,

La Torre de Papel) (Para Jorge Luis Borges, algo tardíamente)

Hay torres de marfil, pero también las hay de papel. En éstas podrían no existir verdaderos anaqueles aunque sí imaginarias estanterías que vienen a ser lo mismo, por lo cual centenares y centenares de páginas flotantes sonreirían burlonamente cuando alguien con paso “ralentizado” por los años, trata de conocer sus secretos. Ciertamente me da miedo confesar que vivo en una Torre de Papel. Borges no la veía, pero, igualmente, a veces la imaginaba.

Les voy a hacer ahora una corta historia sobre eventos que acontecen en estos tipos de torres: Don Sergio sudaba vocabularios completos y un día, revisando su anciana biblioteca se dio cuenta de que las manchas negras en el piso no eran insectos, sino letras y al armarlas en compañía de su nieta se dio cuenta de que estaba sudando páginas y páginas de Don Quijote, lo que comprobó revisando el libro y percibiendo que algunas carillas en blanco pudieron ser el espacio de las letras que sudaba y escapaban del libro por cuenta propia, entonces se puso en guardia… Llamó durante horas buscando auxilio, pero cuando su nieta regresó del colegio, las letras habían vuelto a ocupar, en el orden exacto, las estanterías y el libro del cual habían escapado.

En la imaginación de don Sergio, sin embargo, los espacios en blanco formaron una torre.

Como practico a veces mi deseo de no escuchar, ejercito con malicia mi sordera. Ella es la página en blanco de sonidos que esperan. Los ciegos son una cosa y los sordos otra. Sé que aquello que no oigo, son como letras que resbalan desde mis orejas y cayendo al suelo, mueren resecas por el sol de los trópicos, no pudiendo retornar al lugar originario.

Pero en el caso de don Sergio no acontecía de ese modo. En eso mi sordera quizás pudiera parecerse a la sudoración del abuelo. Ahora la manejo para que las palabras se estrellen sobre el piso con fi nes mayéuticos, pero no malsanos, de desconcertar a mi interlocutor. Sócrates me perdone y los neoplatónicos por igual. Es como un gozoso experimento mefi stofélico practicado por Werther mientras fue sordo de solemnidad. Cuando algunos creen que estoy oyendo he dejado, adrede, de escuchar. Entonces río como todo un perverso. El desechar sonidos, es “despalabrar el idioma del otro”. Pero llegado el día del anti-ruido, le rindo pleitesía a mi silencio provocado. Para eso sirven las páginas en blanco de mi torre de papel, donde anoto mentalmente los fallos ajenos, los silencios y las risotadas interiores.

Toda torre, de cualquier material y la de papel aún más, es como un silencio en blanco, (un silencio impoluto), estimulado por la voluntad del artista. Hay que identifi carla porque es silencio atesorado en escondrijos a veces invisibles donde un polvo estelar intenta penetrar el contenido de sus tesoros, pensamientos que duermen en cada una de sus páginas. Se dice que en las noches las páginas en blanco de los libros también en blanco conversan, y que el espíritu vidente por haber sido ciego, de Jorge Luis Borges, dirige las conversaciones con su notable experiencia centrada en bibliotecas teosófi cas y mitológicas fl otantes en los universos astrales, todas orales, y se supone que dictadas por un Funes, memorioso como los tantos amigos del cascarrabias Jorge Luís.

Mi torre no es la de marfi l, inútil y llena de frases huecas, como las del viento casi sólido que chamusca las hojas resistentes de los almendros que Norma plantara para que los ruiseñores del barrio construyeran nidos, que aún esperan ser habitados.

Un nido, un homenaje a la esperanza, a la espera, una expectación que contiene una apuesta por la vida.

Mi torre es la de papel, no la de Babel; me canso de repetirlo, no deseo confusiones; torre casi escondida en mi interior repleto de papiros callados, de tabletas sumerias y acádicas de arcilla y con rajaduras un tanto babilónicas emergidas de una Mesopotamia gris, producto de lecturas solariegas nutridas con cuentas de ámbar talladas por artífi ces y chamanes babilónicos en la época de Semíramis, donde lo imaginario reproducía lo imaginario, y los jardines colgantes, como esquifes en un mar de balcones, fueron lugar donde los dioses de todas las religiones adoraron su Dios, que es el mismo con rostro diferente. Allí donde Abraham descubrió la unidad de Yahveh y todavía los dioses confusos aprenden de sí mismos y por cuenta propia el contenido de lo que aún no ha sido escrito; de lo que llamaríamos “la creación carente”, o bien “el logos virgen”, papeles y pelajes que transmiten voces ocultas que nacerán un día.

Ahora, como siempre me desahogo escribiendo y pensando en seres de otros mundos, en aves migratorias como ángeles de hueso, en dragones de fi bra macedónica, en fantasías pintadas y escenográfi cas como las del pájaro azul de Maurice Maeteerlinck, o en oleajes de los cuales sin recordar su imagen soy capaz de reconstruir para adornar mi música interior. Pienso en la diosa Urania, cicerona del universo y le pido guiarme, pero aún soy muy pesado para fl otar, desciendo.

Ahora presiento coros de óperas auscultadas y nunca vistas más de media vez. Confi eso que existen sorderas productivas; que no sólo algunos grandes músicos transforman el ruido interior en melodía copiando la matemática imposible de las notas musicales como lo hiciera el inventor de la grafía de las mismas, Guido de Arezzo.

Pero como escuchar es también un memorable intento de las almas, digo “vamos a oír” y escucho… o imagino que escucho. Se produce el milagro de los pequeños tímpanos del sueño. Imaginación de lo imaginario en tiempo de sonido. Nadie sospecha mis resonancias ni mis ecos copiando repeticiones nuevas que no sé de dónde regresan, ecos de universos pasados que transitan en años-luz y que han desaparecido hace millones de estrellas; música esférica que sólo puedo escuchar yo mismo.

 

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