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Pensamiento y palabra

Written by Debate Plural

Andres L. Mateo (Hoy, 27-4-11)

Nunca he podido desentenderme de mi relación mágica con las palabras, porque ese vínculo me condujo al descubrimiento del deleite del pensamiento. Ahora es un lugar común decir en el discurso académico que no hay pensamiento sin lenguaje, pero cuando ese resplandor se enreda con la cándida indagación de un niño, el resultado es siempre maravilloso.  Provengo, pues, de un universo de interrogaciones que han mortificado vivamente nuestro ser en la historia, o que han naufragado,  en determinados momentos de la vida social,  acompañando tanto la frustración del pensamiento liberal como la larga tradición de autoritarismo que ha vivido el país. E, incluso, hemos asumido hasta la negación misma de la identidad y la cultura.

¿Quiénes son, realmente, nuestros liberales? ¿Quiénes pueden representar, en la administración del Estado, una corriente de pensamiento que se distancie de la larga tradición conservadora? ¿Es tan apabullante la hegemonía conservadora en nuestra historia que debemos atribuirle al conservadurismo todas las realizaciones sociales? ¿Cuando el PRD asumió el poder, en el año 1978, no entró con un armazón teórico proveniente del liberalismo? ¿Y cómo salió de esa experiencia de Estado?  Más próximo al conservadurismo que al liberalismo, sin ninguna duda.  ¿No era Leonel Fernández un ejemplar de la fauna del liberalismo, hasta que probó el poder y se embriagó, convirtiéndose en portaestandarte del conservadurismo? ¿ Y qué fue lo que hizo Lilís al romper la tradición libertaria de los azules, fraguando un poder desmesurado que se llevaba de paso el sentimiento liberal de Luperón?

Toda la quejumbre filosófico teórica que en el plano político e histórico llenó el siglo XIX dominicano, gira alrededor de esta preocupación fundamental, y son  la constante más definida de la historia dominicana. Es por eso que,  aunque planteada en otros términos, dramáticos y terminales, según sea el caso, la forma clásica de sugerir cualquier proyecto nacional comienza siempre por cuestionar la tenencia de una identidad, cuya aventura espiritual permanece como el habla de una humanidad estrechamente vinculada al azar. No me parece necesario atiborrar con citas conocidas las preocupaciones que la supuesta inviabilidad de la nación dominicana produjo en la historia del pensamiento social de nuestro país, pero el clamor condolido abarcó desde la exclamación medio romántica del arielismo (Santiago Guzmán Espaillat), hasta la pléyade vaporosa de los positivistas (desde Federico García Godoy a Don Américo Lugo, e incluyendo al propio Hostos).  La cultura es, pues, que los políticos liberales dominicanos cambian de naturaleza para mantenerse en el poder, y el liberalismo no ha tenido tiempo de construir un  referente sólido que derrote la legitimidad con la que el conservadurismo ha reciclado siempre sus ambiciones.  ¿Acaso no es lo mismo Balaguer vendiéndose como un mesías, salvando la patria del caos; que Leonel Fernández prefigurando el destino de todos, convertido en un ser sobrenatural, para quien la mugre mediaisla que es éste país le resulta tan poca cosa, que es necesario salir continuamente al extranjero  a pregonar sus excelsas cualidades?

Todo es cultura. Pero la historia dominicana camina de espalda a ella.  El centro de mis preocupaciones ha sido el siguiente: ¿Por qué las relaciones de fuerza de la sociedad dominicana no han necesitado nunca de la cultura para legitimar su poder?

Yo no estoy seguro que la problemática de la dominicanidad debiera comenzar por responder este asunto. Ello no atañe a la globalización que se vive hoy día. Pero si  en medio de la planetarización hay infinidad de guerras nacionalistas, tal vez nosotros tenemos derecho, a estas alturas, a hacernos semejante pregunta. Porque vivimos el espectáculo de la práctica política como si estuviéramos en el siglo XIX,  porque ciertamente no hemos salido del siglo XIX desde el punto de vista institucional,  y porque nuestros “líderes” han fracasado en organizar una sociedad institucionalizada, más justa y habitable para sus integrantes.  Quizás por ello, las relaciones de fuerza de la sociedad dominicana no han necesitado nunca de la cultura para legitimarse. Quizás por ello, también, pensamiento y palabra en nuestro país andan por mundos diferentes.

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