Nacionales Sociedad

Gimnasio en el Hotel Universal

Written by Debate Plural

Jose del Castillo (D. Libre, 3-9-11)

Eran los años postreros de la dictadura. El fuego expedicionario de junio del 59 había quedado atrás, dejando una secuela de montañas quemadas en la Constanza edénica de mis veraneos infantiles. De sórdidos relatos de torturas y fusilamientos masivos en San Isidro -«hasta los muchachos cadetes son obligados a participar en esas cosas», se decía por lo bajo. Desde La Voz Dominicana radiodifundían los nombres, tras lo cual, en tono enfáticamente macabro, se declaraba: «muerto». Cero Invasión -una obra de don Paco Escribano exhibida en un teatro de la Trujillo Valdez- relataba la trágica suerte de uno de los hambrientos «barbudos», muerto a mazazos por una campesina que le habría brindado albergue. Delio, vestido impecable con un traje azul que hacía juego con el color de sus ojos, era mostrado de vez en cuando en El Embajador para consumo de la prensa internacional. Se iniciaban los días duros de la represión, la rebeldía juvenil, la tensión con la Iglesia, Radio Caribe, el atentado a Betancourt y las sanciones de San José. El reiterativo tac-tac-tac de los temibles cepillos del SIM marcándole el paso al peatón, expuesto al «móntate aquí».

Yo andaba entre los 12 y los 13, no ajeno a estos asuntos que me iban «abriendo los ojos», verificados algunos episodios en mis narices -como el apresamiento en noviembre de 1960 del grupo Nueva Trinitaria integrado por mis compañeros de barrio adolescentes de mayor edad y mi profesor Casado Soler, operando a solo una cuadra del Palacio Nacional, la muerte de mi amigo Aldo D’Alessandro, o la visita al SIM acompañando a mi madre para responder por el parentesco con Jesús del Castillo Díaz, expedicionario del 59. Mi barrio ocupado por el SIM. Con Estrada Malleta, uno de los matadores de las hermanas Mirabal, haciendo servicio en la puerta de casa. Pero lo mío, fuera de los estudios, los deportes, el cine, la televisión, los bailecitos, la crianza de peces, era entonces el fisicoculturismo y la lucha libre.

Charles Atlas y su método de tensión dinámica que se promovía en la contraportada de los «paquitos» impresos en México -comprados semanalmente en la Librería Amengual y en la Quisqueya, de Chichí, en la 30 de Marzo- brindaba una opción económica y casera de ejercicios, cuya rutina realizaba antes de la ducha, a veces en el baño mismo. Su cuerpo bronceado y atlético, con el antes y después, exhortaba a los alfeñiques a dejar de serlo y seguirlo a él por una senda que garantizaba el éxito con las mujeres. Lo otro eran las pesas. Billy Gutiérrez fue mi primer instructor, en el gimnasio de patio que tenía en la Galván, dotado de barras, argollas, banca para realizar press, tabla de flexión, poleas, pesas de cemento y de hierro. Un instructor fenomenal el querido amigo Billy, con su cuerpo hercúleo flexible, karateca por demás y solidario. Un good-looking que encandilaba a las damas en las fiestecitas.

Mi segundo entrenador en el techo de su casa en la San Francisco de Macorís fue César Tirado, más inclinado por las barras y las flexiones, quien también me instruyó en natación y clavadismo, que practicábamos los sábados en la piscina del Jaragua, con Perón y todo leyendo la prensa. Su hermano Gustavo participaba, con menor entusiasmo atlético, más motivado por la ciencia y la técnica que reforzó en México, en cuyos campos agronómicos llegaría a descollar en el Instituto Dominicano del Tabaco y en la Secretaría de Agricultura. Rafuche Rodríguez fue otra referencia barrial en eso de darle a las pesas, así como Rafael Pérez, al lado de mi abuela, en La Trinitaria. En gimnasios de patio, donde la nobleza de dos latas de pintura alojaba el cemento, empatadas por una barra de tubería de hierro. Una puerta vieja desechada proveía la madera para hacer un banco, una tabla de flexión o el marco del tragaluz servía para practicar «barra».

Recuerdo que hice una fabulosa colección de la revista Muscle Power. Allí encontraba todo tipo de rutinas de ejercicios, relatos testimoniales, consejos prácticos y ofertas de productos relacionados con el mundo del fisicoculturismo. De ahí las visitas a la Casa de los Cuadritos en la avenida Mella para comprar mancuernas, barras y discos, extensores y latas de súper cápsulas de proteínas de soya de la afamada marca Weider, suplemento nutricional para obtener volumen. En esas estaba cuando supe del gimnasio de Bienvenido Polanco, alias Definido en alusión a la extraordinaria definición muscular que mostraba su cuerpo, esculpido a cincel, desgrasado, en el cual cada fibra se evidenciaba a fuer de tensión. Un mulato buenmozo y caballero, disciplinado y serio, de ojazos morenos. El Definido era también, maestro de fisicoculturismo aparte, un diestro levantador de pesas, entrenador él mismo de los mejores levantadores de cilindros del país. Por eso su amplio local, situado en el patio del Hotel Universal, al descubierto, con facilidades de duchas y vestidores, era frecuentado por Pisandro Miniño, José Márquez y otros cultores de este deporte.

Fue así como me inscribí en ese gimnasio, por la módica suma de 5 pesos mensuales. Todas las tardes, tras la salida del colegio, enrumbaba hacia la arzobispo Nouel justo donde está hoy el Museo de la Resistencia. Allí era yo una suerte de mascota, recibiendo las instrucciones de Definido y las atenciones de los otros compañeros más veteranos en eso de «darle duro a los jierros». Luego de traspasar un primer patio interior, observado por la mirada vigilante de la dueña del hotel -una señora que se pintaba el rostro, se acicalaba como si fuera domingo y arrellanada mantenía la vigía desde el balcón de la segunda planta- se llegaba a un verdadero enjambre de movimientos. Sobre una plataforma, Polanco cargaba la barra con cilindros de más peso, que José Márquez, con una fortaleza increíble, levantaba protegido por suspensorio, muñequeras y una faja apretada en la cintura. Con el rostro enrojecido, José superaba sus propias marcas. Pisandro, con una corpacha menos trabajada, hacía sus prácticas con destreza.

El espectáculo que lo paralizaba todo correspondía a Definido. Todos dejábamos a un lado nuestras rutinas individuales para prestar la atención debida al maestro. Un monstruo tirando peso hacia arriba, demarcando cada músculo en el esfuerzo, estirando las piernas para potenciar la mecánica del levantamiento. El Definido tomaba aire, inflaba el pecho, achicaba la cintura, se concentraba y convertíase en un transformer. Sus portentosas muñecas se tensaban en el amarre de las manos sobre la barra, curvaban de súbito para impulsar el peso hasta el nivel superior del pecho y luego remontarlo triunfante sobre la cabeza. Cual si fuere Atlas sosteniendo el mundo. A veces visitaba Sixto Incháustegui, quien tenía un gimnasio en El Conde, entrenador reputado con estudios sobre la materia, admirador de Definido e interesado en el levantamiento de pesas. Otro centro de prestigio, sito en la Bolívar, era el Gimnasio Camilo, frecuentado por gente de mayores ingresos.

Fue en esos años que conocí a Federo -quien me bautizó cariñosamente Parvulita, por mi edad, siempre atento a la corrección en la realización de los ejercicios-, a Ramy, Juan Mejía y otros fisicoculturistas. Entre ellos, el más cercano en cuanto a edad era Felipe Gil. Un joven de estatura modesta, buenmozo, de pelo muerto, simpático, quien pronto había desarrollado volumetría, que exhibía con orgullo, bajo el entrenamiento de Polanco y su propia disciplina. Precoz, Felipe se puso la faja y empezó a ensayar levantamiento, para sorpresa de todos. Lo hacía con gracia y disposición, con su cara de niño, que casi lo era. Tras la salida del gimnasio, íbamos a comprar barquillas de mantecado al Bar América, antes de aterrizar en El Conde para ver a las muchachas pasearse coquetas en el ocaso de la jornada.

Muy temprano, Felipe empezó a visitar las cabinas de las emisoras de radio de la Ciudad Colonial, atraído por la magia de la comunicación. Luego supe que se hizo locutor de noticias, productor de programas musicales y de televisión, publicista, actor, experto en el manejo de medios. Una de las voces más cotizadas para la narración en documentales históricos, como los realizados por René Fortunato en su excelente serie. Un verdadero conocedor de la música, melómano, asociado al grupo integrado por José León, Arístides Incháutegui, Eladio Knipping Victoria y su hermano Ricardo Gil, que presentara una singular selección en el Congreso del Bolero celebrado en el Centro León. Vinculado por décadas a la empresa E. León Jimenes como especialista en medios y al formidable proyecto radiofónico Raíces, que disfruto a diario desde que sumó su oferta a las ondas hertzianas.

La vida -esa que manda, indefectible, en cada cual- nos lanzó por diferentes sendas. Yo marché a Chile y nunca volví a encontrarme en calidad de amigo con Felipe Gil, no así con su hermano Ricardo, contertulio erudito en las peñas de Fabio Herrera Roa. Pero seguí admirando a distancia su talento desplegado en la radio, en los documentales de Fortunato y en campañas publicitarias que llevaban el sello de su factura. De cualquier modo, hoy que se nos fue de golpe, a los 64 a los que ya me aproximo, quiero retenerlo bajando por la cuesta de la calle José Reyes -él, un miguelete, yo un sancarleño-, balanceando con gracia juvenil su cuerpo bien torneado, mostrando con orgullo sus bíceps trabajados a golpe de mancuernas, ajustados a la camiseta. Con el pelo distraído y aquella sonrisa fácil y confiada. Cuando la vida se nos abría a ambos como un libro amplio con las páginas en blanco, cuyas galeras debíamos llenar.

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