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Leonardo Padura: la novela de una vida

Written by Debate Plural

José Rafael Lantigua, ex ministro de cultura República Dominicana (D. Libre 20-6-15)

Leonardo Padura acaba de ser galardonado esta semana con el importante premio Princesa de Asturias de las Letras, que recibirá en el otoño próximo, en reconocimiento a una obra que define a «un autor arraigado en su tradición y decididamente contemporáneo, un indagador de lo culto y lo popular, un intelectual independiente, de firme temperamento ético», según el dictamen del jurado.

El escritor cubano fue descubierto por los lectores dominicanos en 1997, cuando se apareció por acá, bajo el sello de la editorial barcelonesa Tusquets, su novela «Máscaras», una deliciosa narración policiaca que abrió el apetito de muchos lectores que, como quien escribe, quisieron seguir las huellas del teniente Mario Conde por los laberintos de sus hazañas detectivescas. «Máscaras» había obtenido en 1995 el Premio Café Gijón de Novela, y esa edición que llegaba a nosotros abría también a Padura las puertas de su proyección en el escenario editorial español. Entonces supimos que este importante escritor cubano era el autor de la tetralogía «Las cuatro estaciones», que, además de «Máscaras» forman las novelas «Pasado perfecto», «Vientos de cuaresma» y «Paisaje de otoño», que fueron arribando a nuestros espacios en ediciones cubanas o españolas, para mostrarnos la calidad de un autor que comenzamos pronto a disfrutar como entrañable.

Antes de publicar su primera novela «Fiebre de caballos», en 1988, Padura era crítico de literatura policial, hasta que decidió ser creador de este tipo de literatura generando el mundo de hipótesis, posibilidades y elucubraciones del teniente Mario Conde, junto a la radiografía de la sociedad cubana y sus circunstancias. Su tetralogía ha dado fama internacional a este escritor, cuya obra ha sido traducida a varias lenguas, al tiempo que ha obtenido dos veces el Premio Dashiel Hammet a la mejor novela policial, mientras ha ido sumando otros lauros prestigiosos a través del mundo, incluyendo el máximo honor de las letras cubanas en 2012. Pero, en ninguna de las notas que publica la prensa internacional se lee que Padura obtuvo en Santo Domingo el Premio Internacional de Novela 2001 de Casa de Teatro con su obra «La novela de mi vida» que tuve a bien introducir en su presencia en acto celebrado en dicho centro cultural. También puso a circular aquí un libro que no veo citado en su bibliografía y que me encomendó presentar en la primera Feria Internacional del Libro, en 1998, honor que delegué en mi fenecido amigo Yaqui Núñez del Risco, «Los rostros de la salsa» que, al parecer, no ha sido jamás reeditada (Ediciones Unión, 1997).

Independientemente de sus primeras narraciones, cuentos y ensayos, creo que «La novela de mi vida» (Casa de Teatro, 2001), «El hombre que amaba los perros» (Tusquets, 2009) y «Herejes» (Tusquets, 2013) son los tres más grandes momentos en la novelística de Padura, que lo han elevado como una de las principales figuras de la novelística en español de nuestros tiempos. En «La novela de mi vida», Padura forja una trama novelesca con la que traza un entramado fictivo dinamizado por la realidad histórica, recreando con matices de leyenda y el desafío del descubrimiento de una impronta individual y colectiva señalizada por horizontes que se enfrentan a los vericuetos del destino, la vida de José María Heredia, un poeta fundamental de la literatura cubana a quien Martí llamara «el primer poeta de América».

Heredia murió en México a los 35 años de edad, después de una vida cargada de dilemas políticos y familiares, pero al mismo tiempo signada por la defensa de valores a los que siempre dedicó especial empeño hasta su agonizante caída final en un hospital azteca, donde murió olvidado, ignorándose incluso su activa solidaridad con la Revolución Mexicana a la que hizo aportes sustanciales que le merecieron el cargo de diputado de la nación. Su trashumancia geográfica fue, sin dudas, clave en su trajinar vital. Heredia, poeta cimero de la literatura cubana, era dominicano de origen porque sus padres fueron los primos hermanos José Francisco Heredia y Mieses y María de las Mercedes Heredia y Campuzano, esposos que formaron parte de los importantes y selectos grupos familiares de nuestro país que emprendieron el camino del destierro a principios del siglo dieciocho huyendo de las huestes de Toussaint Louverture que, tras la firma del Tratado de Basilea, se instalaron en este territorio. Como otras muchas familias dominicanas, los Heredia se establecen en Santiago de Cuba y allí nació, en 1803, José María Heredia. Pero esta familia no se quedaría definitivamente en esa ciudad del oriente cubano, sino que inició un periplo incansable por varias islas del Caribe, por España, por la Florida, por Venezuela, hasta que recala nuevamente en Santo Domingo, oportunidad que aprovecha el padre de Heredia para dejar a su hijo y a su esposa en manos de familiares cercanos. Aquí, José María Heredia realiza sus estudios elementales y ya a muy tierna edad constituía la sorpresa de sus mentores educativos por su facilidad para la comprensión de las materias humanísticas y, especialmente, del latín. Heredia es pues, como ha sucedido con otras figuras egregias de la historia cubana, uno de los eslabones fundamentales en la forja histórica de relacionamiento entre Cuba y República Dominicana, un aspecto por cierto poco estudiado.

Leonardo Padura, reconstruye la historia de Heredia: su drama personal, sus amores, su carrera poética, sus veleidades, los embates que sufre a causa de la envidia y el destierro. Tal vez no sea nada nuevo en la historia de la literatura cubana la recreación de los avatares de un personaje fundamental de su discurrir literario. Virgilio Piñera se ha convertido en una figura referencial en novelas y obras de teatro y la dramaturgia cubana cuenta con historias basadas en las vidas de estelaridades literarias tan resonadas como Juan Clemente Zenea o Julián del Casal. Novelas y teatro de Carpentier y Abilio Estévez, para citar solo dos ejemplos, atestiguan este aspecto. Pero, la novela de Padura es la primera que, superando todos los precedentes, se ha afincado en la realidad de una historia particular de la cubanía literaria para desarrollar, con las licencias que otorga la ficción, una narración soberbiamente lúcida y límpida, en torno a la vida, caminos y destinos de una de las columnas históricas de la literatura de esa nación.

El novelista ha realizado una investigación profunda en torno a la vida de Heredia y sus contemporáneos sociales y poéticos, descifrando las características de esa relación y envolviéndola en el halo misterioso de un perdido documento que nadie parece haber leído «y que, presumiblemente, podía ser la comentada novela escrita por Heredia entre 1837 y 1839, poco antes de su muerte». Todo lo que se produce alrededor de este suceso es el trabajo narrativo que da cuerpo a la historia narrada por Padura. «La ficción -dice Mario Vargas Llosa- es una mentira que encubre una profunda verdad; ella es la vida que no fue, la que los hombres y mujeres de una época dada quisieron tener y no tuvieron y por eso debieron inventarla. Ella no es el retrato de la Historia, más bien su contra carátula o reverso, aquello que no sucedió y, precisamente por ello debió ser creado por la imaginación de las palabras para aplacar las ambiciones que la vida verdadera era incapaz de satisfacer, para llenar los vacíos que mujeres y hombres descubrían a su alrededor y trataban de poblar con los fantasmas que ellos mismos fabricaban» («Cartas a un joven novelista». Planeta, 1997, p. 13).

Para ilustrar esa realidad y consumirla, el narrador envuelve su trama en tres tiempos de lectura alternada pero a la vez confluyente: el tiempo de Heredia, su drama y su visión poética; el tiempo de José de Jesús Heredia, el hijo que sólo tuvo «un retrato pétreo de un hombre del cual no alcanzó a tener memoria viva, pues su padre había muerto al día siguiente de él haber cumplido los tres años de edad»; y el tiempo de una cubanía literaria dispuesta sobre los goznes temporales de una historia de laceraciones, de complejas urdimbres humanas, de incesantes arbitrios conceptuales y críticos en el marco de una realidad que es habitual en la novelística de Padura como escenario de reflexión y criticidad frontal.

Heredia cuenta su historia y sentencia sobre sus meandros de oscuridad y desafío. Siente que «el olor perdido de La Habana» le late en el pecho «con la intensidad dolorosa de la novela que ha sido mi vida, donde todo concurrió en dosis exageradas: la poesía, la política, el amor, la traición, la tristeza, la ingratitud, el miedo, el dolor, que se han vertido a raudales». Heredia, importa recordarlo con el narrador, es «un hombre que a los veinte años había conocido la fama, la gloria, el amor, el aplauso, la amistad y, sobre todo, había dominado la poesía como jamás lo hiciera ninguno de los seres nacidos en aquella isla pródiga en riquezas materiales y en miserias humanas». Dice Ángel Augier que Heredia «como todo poeta genuino…sentía que alentaba más en el plano del sueño que en el de la realidad». Su famosa carta familiar, fechada en Manchester en junio de 1824, que refiere su visita al Niágara de donde surgiría su famosa oda a aquel «torrente prodigioso», da cuenta de la batalla humana que se daba en su interior, confesando que igual que los rápidos de la gran catarata, «hierve mi corazón en pos de la perfección ideal que en vano busco sobre la tierra. Si mis ideas, como comienzo a temerlo, no son más que quimeras brillantes, hijas del acaloramiento de mi alma buena y sensible, ¿por qué no acabo de despertar de mi sueño? ¡Oh! ¿Cuándo acabará la novela de mi vida para que empiece su realidad?» (José María Heredia, «Obra Poética». Editorial Letras Cubanas: 1993).

Cuando presentamos en Casa de Teatro «La novela de mi vida» de Padura, decíamos que esa narración de dinámica estructura, de soberano estilo y de coherente tematicidad, -«una de las más ambiciosas y complejas que ha intentado un escritor cubano», conforme Jorge Luis Arcos-, confiere a su carrera literaria un punto luminoso que habrá de gravitar sobre el quehacer literario de su patria y sobre el desarrollo mismo de la literatura latinoamericana. Y advertíamos que Padura estaba sentando las bases de una carrera que habría de correr pareja con las de las más altas voces de la narrativa no solo continental sino universal. Al conocer la concesión del codiciado Asturias de las Letras, sentimos que nuestro vaticinio fue correcto y que Padura cumplió su objetivo.

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