Cultura Nacionales

Trazos de Harold

Written by Debate Plural

Jose del Castillo (D. Libre, 2-2-13)

Harold Priego -quien fuera director artístico de reputadas publicitarias- era hijo de artista. Su padre, el muy querido don Joaquín Priego vecino por décadas de mi hermana Miriam, destacó en la escultura. Con énfasis en figuras históricas y en los motivos surgidos del rico arte taíno. Fue artífice del desarrollo artesanal promovido desde el Estado a través del Cenadarte, que dirigió, a cuyo consejo pertenecí junto a Manuel García Arévalo, Federico Fondeur, Alina Mera y Said Musa. Su intensa labor magisterial se multiplicó en centros técnico vocacionales y en la conducción de la Escuela Nacional de Bellas Artes.

Uno de sus conjuntos escultóricos nuclea la Plaza de la Democracia, monumento destinado a honrar la memoria de doce figuras emblemáticas de la civilidad dominicana. Bustos de Mella y Sánchez en la Puerta de la Misericordia, Pedro Henríquez Ureña frente al Banco Central. Una formidable cabeza del cacique Caonabo. Bartolomé Colón en la sede del Ayuntamiento en el Centro de los Héroes. Imbert y Valerio junto a otros restauradores en Santiago, su lar natal. Enriquillo en la Plaza Indoamericana en Quito. Arturo Pellerano Alfau a la entrada del Listín Diario. Educadoras como Ercilia Pepín en la UNPHU. La geografía urbana debe mucho a ese bueno y laborioso Priego, duartista y patriota a toda prueba que se esmeró en su práctica cotidiana en formar artistas y artesanos, y sembrar arte verdadero en los espacios públicos de una ciudad que le acogió como uno de los suyos. De penetrante mirada observadora, sopesado hablar, don Joaquín nos legó su obra Cultura Taína, testimonio de su apasionada admiración por el talento creativo de nuestros pobladores precolombinos.

Otro antepasado de Harold, padre de su madre Raquel, es el pintor y diplomático Enrique García Godoy, pionero de la plástica nacional. Caracterizada su obra en óleo y pastel por un limpio dominio técnico del dibujo lineal y el estudio anatómico evidenciado en sus delicados desnudos. Rasgos que destacan en sus retratos y en la representación de episodios históricos, como el cuadro en el que captura el encuentro del prócer José Martí y el general Máximo Gómez para suscribir el famoso Manifiesto de Montecristi el 25 de marzo de 1895 -que hoy forma parte de la colección del Banco Central- o el retorno de Duarte a la patria en la goleta La Leonor.

Este abuelo de nuestro caricaturista fue acertado analista de política internacional del Listín Diario, cónsul en Caracas y Génova, fundador de una escuela de pintura en La Vega, presidente del Ayuntamiento de la ciudad olímpica, escultor de una pieza dedicada a su padre Federico en el parque central de su rincón natal. Lo cual nos lleva al bisabuelo de Harold, Federico García Godoy, el célebre educador, periodista, crítico literario y escritor. Autor de Rufinito, Alma dominicana, Guanuma y El Derrumbe, textos claves en la forja de una conciencia de identidad nacional. Una de las vocaciones de Enrique García Godoy fue la ilustración de revistas literarias y gráficas, locales y extranjeras, género que dominó con gracia.

Con estas raíces halándole los pies por tres generaciones antecesoras, nada fortuito un fruto tan redondamente fructífero. Harold se convirtió en un verdadero fenómeno sociológico de la comunicación de masas. Tras incursionar en revistas y suplementos humorísticos, al fin se enseñoreó del espacio reservado en los diarios a la caricatura de opinión, que alimentó con sus creaciones en Hoy (Eloy en el Hoy), Listín Diario (Doña Mármara y su inofensivo marido don Chichí), El Caribe (Matías y Berroa) y Diario Libre. En este medio de circulación gratuita sus personajes Diógenes y Boquechivo -«muñecos» les llamaba él con marcada modestia- revolucionaron los índices de lectoría. Muchos llamaron a esta tira «el editorial» del periódico, en alusión a la fuerza de penetración de sus mensajes. Al compararla con las no menos agudas notas de opinión escritas por Adriano Miguel Tejada e Inés Aizpún. En señal de eficacia comunicacional del lenguaje gráfico y textual que comporta la caricatura.

En los últimos tiempos el aprovechado Tulio Turpén y su adorable novia, la voluptuosa y apetecible Yuleidy -símbolos golosos triunfantes de la nueva dominicanidad globalizada-, compitieron en popularidad con los anfitriones del cartón. Amenazados por la presencia avasallante de esta dinámica pareja, Diógenes y Boquechivo, con sus diálogos mordaces enclavados en la cotidianidad popular ironizada, batallaron por preservar una sociedad más aldeana, asida a valores, que se resiste a morir. Como científico social, el célebre C. Wright Mills, de seguro se habría identificado con el ejercicio cotidiano de imaginación sociológica que Harold realizó mediante las viñetas de estos apreciados «muñecos», dotados de una criticidad demoledora. Parlantes coloquiales que pasaron por su criba inclemente el mundo dominicano, atenazado por la concurrencia compleja de fenómenos de todos los pelajes. Desde los simplemente estimulantes y benéficos hasta los más siniestros y espeluznantes, «que horripilan y meten miedo de verdad» como rezaba aquella cancioncita infantil del ratoncito Miguel.

Diógenes y Boquechivo acumularon ocho volúmenes impresos, al mejor estilo de las tiras Mafalda del argentino Quino o los Agachados y los Supermachos del mexicano Rius. Sus historietas seriadas y animadas para disfrute de los televidentes bajo patrocinio de La Sirena. Expuestas antológicamente en el mural circundante del Parque Independencia y en el MAM. En un blog interactivo muy visitado que Harold mantuvo en su portal de Diario Libre, pletórico de imaginación. Nuestros dos héroes -de una sociedad sana que quiere seguir guiándose por ciertos principios éticos- han prestado sus talentos para campañas de educación ciudadana. Como las desplegadas para el pago de la factura eléctrica, el uso del gas natural como energía amigable, el plan de alfabetización y el bicentenario de Duarte. Un proyecto de un film de largo metraje fue el último sueño de Harold.

Aparte de fungir como creativo y director de arte publicitario en agencias prestigiadas y en la suya propia, a la par de caricaturista de clase mundial, Harold fue un artista provocador e imaginativo que empleó la computadora como herramienta de trabajo. En lugar del pincel, el carbón, la plumilla o el lápiz, para dar forma a los temas que le motivaron casi como una obsesión. Asistido por el mouse óptico manejado diestramente, trazó líneas, dibujó figuras, dio volumen, empleó tramas, mezcló colores, pobló los espacios con imágenes y personajes salidos de su laboratorio computarizado. Cual alquimista de un arte vanguardista e irreverente, pero que nos retrotrae al tríptico Jardín de las Delicias de Hieronymus Bosch (El Bosco), cargado de imaginería onírica, bestiario, sarcasmo apocalíptico y seres de todos los calibres. Una tradición flamenca continuada por Pieter Brueghel el Viejo, patentizada en El triunfo de la muerte y La Torre de Babel.

Harold nutrió sus raíces de savia surrealista a lo René Magritte en la limpieza de las formas dotadas de realismo mágico. Bebió -¡claro que bebió este bohemio consumado!- del mejor destilado Pop de Andy Warhol en adelante, tan caro al arte del diseño publicitario. Se dejó seducir -con bastante frecuencia- por la multifacética tradición de ilustradores de todo tipo, de comics, libros, revistas, films. Y por supuesto, por el mundo del diseño. Por eso, entre las medias tramadas que se ajustan a las piernas de sus damas suculentas y el gato de Cheshire de Alicia en el País de las Maravillas de la versión original de Walt Disney hay maravillosa semejanza.

Una exposición de su trabajo artístico se realizó en la publicitaria Pagés BBDO. Allí sus figuras estilizadas remedaban las del gran Fernand Léger, menos geométricas y más sueltas. En su estética merodeaba la semántica sórdida de bares y cabarets a lo Toulousse Lautrec, gozador de los ambientes de la noche, que nuestro amigo conoció como el que más. Desfilaron parejas en danza voluptuosa, el músico de jazz soplando el saxo solitario, mujeres aproximándose en marejada lésbica. Sus seres -gente, bestias y máquinas disparatarias como diría Federico Henríquez Gratereaux- se deslizaban en bicicletas polivalentes, cuales aros rodantes extensiones de sus extremidades. Quizá en homenaje a los dibujos ingenuos del maestro Domingo Liz.

Un bestiario diverso -que habría encantado a Borges y a Cortázar, obvio que a Kafka- se nos mostraba en esa selección de pequeñas pesadillas y sueños recurrentes que asediaban su mundo creativo. El circo, el bachateo, las maquinitronas, que vienen desde Julio Verne pasando por Soucy Pellerano. El sexo sin saxo. Las «mierderías» (como él les llamaba), consistentes en figurillas oníricas encantadas a lo Clara Ledesma. La melancolía con fuerte embocadura mulata. Formaron esa colección que nos acercó al universo Priego, en versión Harold.

Como castigo, nuestro artista procreó otro artista, para dar continuidad a la maldición de los elegidos. Inescapable ante tanto arte ancestral, Samuel Priego representa la garantía de que la dinastía se alarga y no cesará con la ausencia de su progenitor.

Ahora que su espacio físico se nos ahuecó de repente, cuando lo esperábamos para continuar nuestra tertulia. Los que tuvimos la dicha de compartir tantos momentos de alegría y disfrutar su ingenio coloquial siempre a flor de un chiste. De recibir el encanto risueño de su mirada juguetona y la prueba patente de su querencia. De imantarnos con el ángel vitalista que impulsaba sus pasos de muchachote grande. De sentir como bocanadas salutíferas las ráfagas continuas de una aleación irrepetible de sabiduría popular e inteligencia culta (su pasión erudita por la ópera así lo revelaba).

Ahora que nos hará más falta -porque siempre nos hizo falta el encuentro mágico con este duende maravilloso-, los que heredamos su estampa de amistad bondadosa estamos comprometidos. A perpetuar la obra que nos legara como pueblo.

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