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La poesía crece entre las virtudes

Written by Debate Plural

José Rafael Lantigua, ex ministro de cultura República Dominicana (D. Libre, 24-8-13)

Afirma Eduardo Milán que toda poesía persigue algo en el sentido en que se sitúa de un modo peculiar en el mundo. El aeda irrumpe en la palabra para revestirla, para consumar un acto de inspiración que busca dar sentido a un pensamiento iluminado, a una expresión recóndita, almacenada en los claroscuros de la conciencia, destinada a uncir el mundo de su gravedad y a vincular los caminos del hombre con la esencialidad de la creación humana, con el sentido espiritual de las cosas que la propia naturaleza provee: desde la fe, desde la desesperanza, desde la desconfianza, desde el amor.

Aun en la poesía de humaredas densas, transidas de dolor y desconsuelo, gravita el amor como orden y secuela de su tránsito. El amor es la esencialidad de la poesía: la brevedad que se entrega con largueza entre los hilos del instinto poético.

Cuando se establece en el mundo, con sus formas peculiares, la poesía busca un destino, cualquiera que sea, pero un destino de liberación contra las acechanzas de la vida, un destino de acoplamiento con las vitalidades de la existencia, un destino de unidad con los designios propios del poeta que hace trascender la eficacia de la palabra.

Toda esta realidad poética, llamémosla de ese modo, crea un ámbito de contradicción, porque la poesía es fundamentalmente un camino de contraposición a la palabra y sus efectos. Desde ella, desde su ámbito tonal, se genera una presencia ambivalente del recuerdo, de la memoria, de la historia personal que remueve su interioridad. La poesía es un lenguaje sublevado, un lenguaje desatado, y toda su construcción se aviene a este propósito para poder transformar la escritura en un diálogo íntimo entre el ser y sus circunstancias, entre el instinto y su pureza, como si dijésemos que el vacío se entronca con su engranaje. El poema, como cree el propio Milán, es «un recinto cerrado ante el cual todo escolio rebota».

Me basta solo un minuto que se agiganta,/ para ver una rueca acelerada / en el hilo desmadejado de mi sombra.

Oscar Holguín-Veras Tabar inicia de este modo su más reciente poemario. El suyo es un poema desmadejado en sus formas para ir tras la búsqueda de un destino en el mundo de sus quebrantos: los quebrantos posibles y próximos, los que pueblan de miedo y cuestionamientos incesantes los caminos del hombre.

El poema de Holguín-Veras abre un reto, mientras rompe sus cauces para abrirse a la cabalgata de los designios, a los que el vivir desata y a los que desde el vivir se azotan con los vientos húmedos de la ansiedad humana. El poeta aguarda un devenir, su espíritu anda «roto como luz quebrada que fallece en los/ hilos del atardecer». Y en ese solo verso se consigna el sentir de su escritura poética, y desde él -palabra de lector- se abre la realidad de su relato, la honda pureza de su cabalgadura.

¿Cómo me imagino en tus manos? / ¿Cómo alargo tus dedos / para que sean ríos y me besen?

Y por aquí anda rondando el amor que transita en todo verso. El amor de las contiendas maduras, el de los celos de ternuras que cubren deseos, el amor de las llamaradas colgadas en los riscos de las vivencias.

Holguín-Veras relata una interioridad vencida. La niñez, la etapa remota de los vacíos de la memoria, es una constante poética y es una constante humana, donde ambas -poesía y humanidad- se encuentran y reencuentran para salir al frente a los «fardos andrajosos» que la existencia permea y memoriza.

El poeta se extasía en la luminosidad del instante. Sabe que su memoria transita el azar de los recuerdos infecundos, tal vez de los momentos que lastimaron la heredad del tiempo, pero sabe también que sobre estos «tiempos lerdos» se fue creando el instinto luminoso del poema, el instante supremo en que los dones se plantaron lejos de sus albedríos para sustanciar una imagen y su pureza, una sensación y su sombra.

Crecí con tormentos, / con lámparas apagadas, / solo con aquellas que me inducían a la postración, / al invernar de sueños.

El poeta crea la casa de su presencia en el mundo. Allí están sus sombras y sus acosos, está su discurrir y sus resguardos, está el sentido de su existencia junto a las transidas formas de los desasimientos, del desamparo. El recuerdo se remonta a «las fauces de la nada», y entre las brumas que la memoria brinda para descifrar el pasado primigenio el poeta define su vitalidad y apunta que, en medio de aquel trote de limitaciones, de virtudes estuvieron llenos los caminos, los que a fin de cuentas, son los que hoy señalizan su existir. En aquel espacio donde tardaban en arribar las holganzas («…y llovían en mis ojos en la niñez cerrando mis párpados,/las puertas enjutas se abrían como se abre el amor,/en las ventanas retozaban las rosas como en un diluvio.»), allí, sin embargo:

Estuve apartado de telas negras y libertinas, / Y como se aparta el día de la noche, / también lo estuve de lenocinios.

Yo regreso a Eduardo Milán y su magnífico prólogo a la poesía reunida de Olvido García Valdés, cuando escribe: «El verdadero lenguaje puro en poesía no es el que habla de lo inasible o el que persigue algún tipo de esencia en la cosa que dice. Es el lenguaje que, desprendido, adquiere peso en sí mismo, presentación autónoma, fundación de un lugar, actúa por primera vez pero con memoria, cuerpo caliente de su desprendimiento».

Esa memoria que es naturaleza en esplendor, música, sermones de advientos, pájaros y flores, ancestros y virtudes, transcurrir de genes, es la que construye el poema de Holguín-Veras desde la hazaña de su vida, desde el sonido del amor que se percibe, se toca, se siente, se consustancia con todos los instantes rememorados en el ardor de su voluntad poética.

El poeta sigue su camino y en su quehacer de sombras, convoca a la «semilla del nuevo sembradío». No va a dar marcha atrás, no es posible. Hay que continuar la ruta, sembrar de desafíos a la esperanza, cerrar las grietas del desconsuelo, de los atosigamientos, de los silencios. Debe salir de ese «fardo de luz y sombra» combinados. Ese es el reto que el poema oferta. La palabra le sirve de albergue y destino. En la palabra está la carroza que conduce su destino.

La memoria, como herida, como sangre escurrida, sigue abierta, recogida en su andén de lluvia y temblor, pero abierta. Esa herida abierta deja escuchar ruidos, sentir pasos sobre el camino, languidecer el rostro, agotar la memoria misma. Pero, de esa memoria que se va quebrando sobre la marcha, de esa herida en firme, el poema renace en su soplo, en sus desnudos cerrojos, en su música que «se disgrega como gotas de mar».

Así me hicieron mis padres / batieron con sus alas la empalizada que me vestiría / conjugando su esencia en una madrugada de aldaba.

Quedarán entonces los ecos que, como palabras hirientes, turbarán los cielos. Se avecindarán los días presagiados. Llegarán otros clamores, nuevas pesadumbres, renovadas certezas, insensibles corrientes. Lo que pasa al poeta y pasa con todos los que, como él, nacieron en la pesadilla del dolor y los tiempos terminarán señalizando nuevas rutas donde la virtud ha de crecer en medio de renovadas desventuras. Hasta el silencio eterno.

Rememoro aquí el trozo de un soneto inolvidable de Gerardo Diego: Vivir, vivir tan sólo, sustantivo/existir, ser, estar, pura presencia,/palma de mano abierta a la clemencia/de la luz dócil y el calor pasivo. Holguín-Veras esgrime su verdad memoriosa y estruja la liviandad de su pasado, como una lanza abierta al desafío de las sombras y a las luces de su devenir. Sinfonía en la sombra desmadejada es música abierta, sustancial y severa, en la cortina desplegada de sus instantes.

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