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¡Presidente, es mi hijo, es mi hijo!

Tony Raful (Listin, 7-5-13)

Que se muera un poeta es una pérdida casi sideral, que se ausenten sus sonidos, el ceñidor de sus auroras, la palabra telúrica que trepa los balcones y los tejados en nocturnas serenatas de amor; que se muera un poeta es un cataclismo, se horada el cielo y la mirada, la lluvia gris del invierno, el pálpito de una baja sensible que dificulta el acopio del amor, ese tejido dulce que es señuelo del corazón, ápice de los besos y la ternura; que se muera un poeta es una noticia imposible de saldar, queda su imagen auditiva blanda y querida, quedan sus pasos, su estela  rumorosa de metáforas y conciertos; que se muera un poeta es crear un vacío como la rosa del poeta que no lo llena nadie, un imposible trajinar  de llanto y pesadumbre.

Jacques Viau Renaud, un joven poeta haitiano, se había integrado a la sociedad dominicana desde muchos años atrás, cuando su padre Alfred Viau, perdió las elecciones presidenciales de Haití frente a Francois Duvalier, el tétrico dictador que oprimió a su pueblo. Alfred, su padre, se refugió con su familia en República Dominicana, en una de esas condescendencias del dictador Rafael Trujillo, para con algunos exilados y perseguidos en sus países. Esta actitud tenía precedentes en la acogida de los refugiados españoles de la guerra civil y en la aceptación de refugiados judíos, abriendo las puertas del país a esas emigraciones. Jacques, mulato en un país como Haití, donde las diferencias entre mulatos y negros podrían contribuir a explicar sus contradicciones y tragedias, se integró  entre nosotros, ejerciendo el magisterio y vinculándose al mundillo intelectual dominicano de la época. De ojos grandes amarillentos, Jacques impresionó entre los más jóvenes por su carácter, su formación intelectual, por su rigor, por su forma educada y formal, granjeándose la simpatía de todos los que lo conocieron.

Lo sorprendió Abril, las llamaradas de la guerra, el duro y cruel escenario de la muerte. Y no vaciló un instante en sumarse  a los jóvenes que en la cuesta de Villa Francisca, opusieron valiente resistencia a la intervención extranjera. Pero, ¿qué hacía un poeta en un comando de la guerra? ¿Qué buscaba un hombre de dulce estampa en el fragor de los disparos, en medio de gritos y quejidos, de morteros y bombas? Si este poeta llevaba en su mochila los lápices y los versos de una tempestad de colores y sueños, si tenía su bitácora de ocurrencias, de lloviznas y de muchachas hermosas a las cuales cautivaba con su verbo, con su tramado pausado de imágenes, con su retórica, con sus gestos. Lo sorprendió Abril, llamarada de utopías y proclamas, la energía de una Patria que no era la suya pero que lo había acogido con sutil y vaporoso ensueño de primaveras. Jacques escribió: ¿En que preciso momento se  separó la vida de nosotros, en qué lugar/ en que recodo del camino? / ¿En cuál de nuestras travesías se detuvo el amor para decirnos adiós? / Nada ha sido tan duro como permanecer de rodillas/Nada ha dolido tanto a nuestro corazón/ como colgar de nuestros labios las palabras de amargura”. En otro de los poemas de su obra póstuma, “Permanencia de llanto”, parece describirse a sí mismo cuando dice: “Joven corajudo, he aquí tu tumba recién cavada/ Oh pobre muchacho, no dejaste tu semen fruteciendo en la tierra/ no pudiste sembrarte en la mujer que amabas/ No te dieron tiempo/ Pero no importa/ Yo me declaro tu hijo/ y en tu nombre elevaré mi voz/porque en mi nombre sellaron tus labios”. Jacques murió con apenas 22 años y no pudo sembrarse en la mujer que amaba.

Jacques Viau tenía un sueño y un ideal que era liberar a Haití de la dictadura de Duvalier, y para ello procuró contactos y vías de compromiso para internarse en Haití y librar la lucha contra la tiranía, pero abril de 1965 lo sorprendió en las calles rebeldes de Santo Domingo. Uno no se explica todavía su muerte, aquellas heridas que mutilaron su cuerpo, su presencia en medio del estruendo, un poeta que escribió: “Que los hambrientos  comprendan que la vida les pertenece/ Que el callado plañidor de las calles/ edifique con lo que nunca sus manos han tocado/ Que el viento socave el armazón del llanto/ Es preciso que el silencio deje de secundar nuestra voz/Que las sombras depongan su hostil armadura ante la vida”.   El 21 de junio de 1965, su padre, Alfred Viau, abrazó al presidente constitucional, Francisco Caamaño en  el velatorio, lleno de llanto y diciendo, “¡Presidente, Presidente, es mi hijo, es mi hijo!…”. Otro poeta, Juan José Ayuso, lo vio esa noche estrellada cruzando el cielo hacia la otra parte de la isla,  iba “montado en una estrella, abriendo un surco claro para  que el sueño quepa”.

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Debate Plural

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