Cultura Internacionales

Cuba: Huella de España más de un siglo después del desastre cantado en decimas…

Written by Debate Plural

Juan J. Aznarez (Hoy, 2-2-08)

 

Negras mondongueras de Sevilla y reinas africanas esclavizadas emparejaron en Cuba con hidalgos, soldados y chusma española, y nació la población mulata de la colonia, a cuyo crecimiento demográfico contribuyeron los curas amancebados con hembras que no creían en Dios. Durante el turbulento esplendor de la perla de las Antillas, en los siglos anteriores a su dolorosa pérdida, las calesas eran plateadas y el puerto de La Habana embarcaba hacia España el oro de las conquistas americanas y el tributo de los encomenderos y oligarcas criollos. Pero el estallido liberal de las colonias inglesas, la onda expansiva de la Revolución Francesa y la voracidad recaudadora de la metrópoli detonaron las sublevaciones de la independencia.

Más se perdió en Cuba y volvieron cantando las milicias españolas, derrotadas por Estados Unidos en el año 1898 porque la flota del almirante Cervera, en la bahía de Santiago, era de papel frente al cañoneo de los acorazados yanquis. España dejó mucho al perder aquel año su posesión más querida: hijos y cultura, vicios y virtudes, palacios y conventos, la fabada asturiana y la descendencia blanca o parda de aquellos pioneros embrujados por el trópico. Pero Cuba no fue entregada fácilmente. Veteranos de las contiendas peninsulares y de las campañas de África y Conchinchina, una fuerza de 175.774 hombres, desembarcó en las dársenas isleñas para combatir a muerte en la horrorosa Guerra de los Diez Años (1868-1878).

«Tengo tíos que trabajaron como voluntarios, civiles que se inscribían en las milicias españolas», recuerda el español de Lugo José Caneda, de 72 años, mientras juega al dominó en el Centro Gallego, del que es vicepresidente. Las luchas en la manigua, el vómito negro, la disentería y la fiebre amarilla fueron tan horrorosamente carniceras que el general Arsenio Martínez Campos, uno de los principales jefes expedicionarios, pidió al presidente Antonio Cánovas del Castillo, que no enviara más tropa a aquel cementerio de españoles: «Trate usted de hacer un arreglo con los independientes y retirémonos cuanto antes», resumió en un exhorto, fechado en el año 1876. El mando militar criollo tampoco era una piña, pues sus caudillos, inmersos en una amalgama de problemas, no se percataron «de la profunda falta de fe en la victoria del mando militar español», según los investigadores cubanos René González y Héctor Espulgas.

El acuerdo de paz fue un espejismo y la tea independentista prendió de nuevo en el año 1895 en una isla definitivamente insurrecta. España decretó la ley marcial y, una sucesión de flotas guerreras zarpó con 80.000 hombres a los acordes del pasodoble La marcha de Cádiz. La decadente metrópoli, política y militarmente inestable, reforzó las guarniciones que batallaban contra los machetes de la negritud y la revancha, y contra la parentela independentista de los colonizadores del siglo XVI. El curso de la guerra en aquel choque de ideales, pasiones y codicia fue incierto, pues el acero de Toledo aguantaba el hierro mambí. Siempre al acecho, Estados Unidos exigió a Madrid la independencia de Cuba, situada a 145 kilómetros de sus costas. Quiso obtenerla a la medida, y fraguó su entrada en liza: el choque naval de Santiago y la colonia fueron perdidas en las cuatro horas de aquel tiro al plato gringo. Cuba se convirtió constitucionalmente en protectorado, abastecedor y balneario norteamericano hasta el triunfo de la revolución de Fidel Castro, en enero de 1959.

¿Más de un siglo después del desastre cantado en décimas es visible la huella de España en la isla? Hasta debajo de las piedras. Aparece en la sangre del comandante y sus leales, en el sincretismo religioso, en los negros y mulatos de apellido Martínez o Echeverría, en el temperamento y picardía cubanos, y en el potaje de olla, cuya ingesta en estas tórridas latitudes hace sudar a mares. «La fabada y el caldo gallego llegaron a ser casi platos nacionales», recuerda Aurelio Alonso, subdirector de la revista Casa de las Américas, nieto de un abuelo fundador del club asturiano Llanera. Las señales de España parpadean en las fortalezas militares de Santiago, en el mobiliario de Trinidad, en los patios y porches andaluces, en los museos capitalinos y en los soberbios centros gallego y asturiano de La Habana, exponentes de la pujanza de sus comunidades hasta las confiscaciones revolucionarias.

«Queremos a España y a Cuba, porque somos hijos de España, porque Cuba nos abrió sus puertas cuando nuestro país era pobre», subraya Alfredo Gómez, de 77 años, con hijos y nietos cubanos, presidente del Centro Gallego, inmigrante desde el año 1957. «Españoles nacidos en España e inscritos somos entre 1.200 y 1.300, y con pasaporte español, 54.018».La lista no se agota porque miles de hijos y nietos aún no lo han solicitado. Otros andan buscando ahora el domicilio de sus ancestros peninsulares porque los lazos de sangre cotizan: la Administración española ayuda a los inscritos con unos 1.400 euros al año. Vienen muy bien porque la granizada revolucionaria fue tremenda en Cuba, que hoy tiene 11 millones de habitantes, cerca del 60% blanco, el 25% mulato y el resto negro y asiático. Las tradiciones españolas y el compendio de otras inciden en todos. La población insular creció mucho desde el censo de 1774 al 1817: pasó de 171.000 habitantes, 44.000 esclavos, a más de medio millón.

A partir de 1880, el éxodo español hacia América fue masivo y Cuba acogió el mayor número de las peonadas: 1.118.968 hasta 1930: el 33,93% del total. «¿Dónde trabajábamos? En el comercio, como chóferes, como muchachas del servicio doméstico», recuerda Gómez. «Y a base de esfuerzo y trabajo nos fuimos abriendo paso en la vida. Siempre trabajé en el giro (sector) de la gastronomía, en lo que en España se llamaba ultramarinos y aquí bodegas con cantina». Y en esto llegó Fidel y mandó parar: todo para el Estado y a la ventanilla. El grueso de los españoles expropiados abomina de la revolución porque les arrebató despachos profesionales, ultramarinos, hoteles, ingenios azucareros, casas y esperanzas: el patrimonio de toda una vida de deslome. La proclamada justicia distributiva de los nuevos gobernantes, les pareció una milonga al decir de un abuelo navarro: «Si alguien quiere tener una gran casa como la mía que se deje primero los cojones en las zarzas como me los he dejado yo para poder tenerla». Un canario despotrica en privado porque todavía pintan bastos: «Los comunistas me quitaron toda una flota de camiones. Y aquí me ve usted, sin un duro».

Miles de españoles partieron en los sesenta hacia España, Nueva York o Miami, y miles se quedaron. José Caneda fue uno de ellos. Morirá en Cuba. Su historia es bastante singular. Su padre vivió tres gobiernos, el español, el norteamericano y el cubano; la madre, que lo quería cura, metió a José en un seminario. Pero el chaval abandonó pronto los amenes porque miraba el mundo por los ojos del indiano y soñaba con la copla escuchada al padre durante el auge capitalista: «Cuba, Cuba, encanto mío / en Cuba no hay ningún pobre / ni hay moneda de cobre / y corre el oro como el río». Caneda, que se casó en 1959 con una cubana, Raquel Vázquez, hoy jubilada de la Dirección Provincial de Justicia, perdió su comercio, y decidió integrarse en la sociedad revolucionaria, aunque sin militancia política.

El español enseña su documento de identidad nacional, el certificado de haber cortado 870.000 arrobas de caña en una zafra, y su título de Vanguardia Nacional como el trabajador de comercio más destacado de la provincia de La Habana durante 10 años consecutivos: una fiera. El Partido Comunista Cubano (PCC), «que como sabe es una organización totalmente selectiva», le abrió sus puertas:

-Mire, Caneda, usted tiene los méritos suficientes para ingresar en el partido. ¿Tiene usted algún impedimento, algún complejo, algo que se lo impida? Nosotros le podemos ayudar.

-No, nada de eso. Es que yo no siento esa conciencia que debe tener un comunista. Yo trabajo porque trabajo, pero no me gusta que me manden a trabajar.

-(Risas…) Bueno, pues siga así.

Los españoles, hijos de españoles o nietos de españoles consultados para este trabajo siguen así o asá. Casi todos viajaron a España en los programas del Inserso. Sus historias son elocuentes. Algunos fueron aventureros, aspirantes a indianos, adscritos a los ayuntamientos carnales, sacramentados o no, con las forzadas de los barcos negreros. La mayoría, sin embargo, era pobre en la España del esparto de gran parte del siglo XX; miles fueron fugitivos de la Guerra Civil de 1936. Todos se alejaron de una patria siempre a cuchilladas. Ángel Nicolás Fernández, de 72 años, nacido en Asturias, matrimonió con una cubana emigrante de Estados Unidos, y tuvieron un hijo, cirujano instalado en México, y una hija, administradora de hotel en La Habana. «¿Qué hacemos? Pues nos reunimos los domingos y hablamos de aquí y de allá». Hablan hasta la saciedad de aquí, del futuro sin Fidel Castro, del precio del mango, o de allá, de la Liga española y las vicisitudes públicas.

El padre de Antonio García, de 70 años, era de Almería, y llegó a principios del siglo pasado con la maleta de madera y lleno de ilusiones. Antonio trabajó cuatro años en Budapest y se declara «barman internacional». Visitó España el año pasado y quiere volver. ¿Y los nietos de españoles? Esperanza Molina Salgado, 60 años, de padres cubanos, los es por tres partes: abuela materna, gallega de Pontevedra, abuela paterna, vasca, y abuelo por parte de padre, canario. «Nos criamos con mi abuelo asturiano». Casada y sin hijos, espera alguna ayuda oficial de Madrid. «Vamos a ver si con lo de los nietos puedo recibir algo porque ahora empiezan a arreglar lo de los nietos». Los españoles hablan y no paran. El viejo de Marcelino González, de 82 años, nació en Oviedo. Acumuló dinero, casas y negocios, «pero bueno….», se resigna el hijo. «Mire», y abre un sobre de correos, «este dinerito me lo manda mi hija desde Alemania».

La huella de España permanece en las nostalgias, en Adela Feijó, que con 104 años no está para entrevistas, en el complejo de museos históricos militares de las principales ciudades isleñas, en la plaza de San Francisco y el parque del Morr; perdura en los elegantes estilos arquitectónicos de las viviendas familiares y en las cerca de cien sociedades asistenciales o culturales que atienden a compatriotas en desgracia, organizan actos culturales o imparten clases de baile flamenco.

El bautizo de la capital como San Cristóbal de La Habana, cuyo centro histórico es Patrimonio de la Humanidad, la villa de la Santísima Trinidad, hoy Trinidad a secas, o Sancti Spíritu, remiten a un pasado de misión y conquista, a los arsenales de avemarías y pólvora desembarcados en las bahías de Cuba desde que el adelantado Diego de Velázquez, primer gobernador, se apoltronara en Santiago, en el año 1510, para gloria de la corona y enriquecimientos de sus arcas. La generosidad de las monjas españolas de hoy rivaliza con el desprendimiento del clero de la colonia comprometido contra la explotación de indígenas y esclavos, y es el contrapunto de los frailes abarraganados de los siglos de la corrupción y el saqueo, más dados al copón de la baraja que al eucarístico

«Los africanos emparentaron las virtudes y características de sus ídolos con las deidades de la cristiandad, de las que tomaron sus nombres», señala la investigadora Inés María Martiatu. Millones de cubanos rezan a su manera, hablan un español de reminiscencias canarias, su música y baile nos acercan a Andalucía y su arquitectura a Cataluña y al moro. Los aportes sobreviven a las crisis políticas y enconos bilaterales porque la España llegó para quedarse en sus aciertos y fracasos. La llegada de europeos, africanos y asiáticos en las largas travesías veleras dibujó la actual miscelánea cultural y racial del archipiélago antillano, visible aún en la organización veraniega de sus casas más antiguas, en el mimbre de las mecedoras, el ornato de las festividades paganas y en los hermosos ojos verdes y achinados de cuerpos de canela y conga.

¡Ay, pero qué sabroso, chico!

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