Cultura Nacionales

Desgranando granos

Written by Debate Plural

Jose del Castillo (D. Libre, 16-2-13)

 

«Jochelito, esas son lentejas, si quieres las tomas o si no las dejas», así me introdujo la querida tía Carmen en la degustación de unos ricos potajes de lentejas o de arvejas que preparaba con papas, zanahoria, cebolla, ajíes y verduritas. Su padre, un español oriundo de Burgos casado con criolla puertoplateña, le habría familiarizado con estos platillos y otros como el pisto castellano que elaboraba con contagioso gusto. Mismo que ordené un domingo en los 80 en la primera vez que visité Burgos, junto a una suculenta paletilla de cordero y patatas asadas. Apurando el sólido con buen tinto riojano. Preámbulo de una merecida siesta después de viajar en autobús desde Santander. Antes del bucólico paseo por El Espolón y la romería pagana por tascas refrescantes que se enredan en el entorno mundano de la bella Catedral gótica. Simbiosis maravillosa de ángel y pecado que sólo España sabe amantillar.

Así como el potaje de lentejas se me quedó aposentado en la memoria del paladar, así entró en mi mundo gastronómico la fabada asturiana. Un cocido hecho con fabes (alubias blancas que algunos realizan con judiones de granja), chorizo, morcilla, lacón, tocino, azafrán, pimentón, laurel. Que de plato regional ha ganado el favor de la barriga peninsular y se ha irradiado al mundo. Lo encontraba regular en el restaurante Vizcaya de Lombardero, un refugio de artistas en los 50 que se ha mantenido vigente. Un plato bomba que gustaba a mi madre, al igual que el cocido madrileño que tiene en su centro a los garbanzos, con anclaje sefardita y larga historia, alimentado por carnes de vacuno, cerdo y ave, tocino y chorizo, papas, repollo, acelga y cardo. Que los dominicanos hemos reciclado para bien, haciéndolo nuestro como heredad filial.

Estos caldos españoles se me mostraron luego en sus variantes regionales, como el más ligero caldo gallego con presencia abundante de repollo, berza y grelo (brote de nabo), habas secas, papas, lacón, ternera magra, chorizo. Los potajes de garbanzo, tal el tradicional con chorizo y morcilla. Los más light con auyama, verduras (acelga, espinaca), bacalao. En Buenos Aires en los 60 disfruté la amplia oferta de las fondas gallegas a precios populares. En España -por toda su rica geografía regional exceptuando Galicia- he degustado la reverencia que las ollas rinden a los granos y sus múltiples combinaciones, con los judiones de Cándido, el mesonero real en su mesón segoviano, zapateándome el apetito. En Santo Domingo he podido vivir el desarrollo de la reputada gastronomía ibérica durante medio siglo. Ni hablar de la Casa de España con su tasca y restaurante formal, junto a los festivales de cocina regional que organiza con motivo de las fiestas patronales.

Fui partícipe de los inicios informales de lo que sería el Mesón de Castilla, en la calle Dr. Báez, en inmueble de la artista Josefina Romano. Junto al joven periodista de Última Hora Carlos Cepeda, acostumbraba llegar al caer la tarde, al igual que amigos tenderos de la calle El Conde, como Miguel Torrón, Paco Linera, Tomasín López Ramos, Marcelino González y Marcial Corral Manrique. Las buenas y modestas lentejas dieron paso a un formidable establecimiento con los mejores salpicones de mariscos, pulpo y langostinos, lacones con grelos, chillo a la espalda con angulas, pierna de cordero, patatas a la diabla y otras exquisiteces, bajo la galante anfitrionía de Antonio Aragón Corrales y el tino culinario de Álvaro Mencía. A este último lo seguí (o perseguí enamorado de sus sabores magistrales) al Mesón de las Tapas (Roberto Pastoriza), Casa de España, La Masía y el Mesón de Álvaro, donde quedó estampada su huella.

En el Bar América -originalmente cafetería con excelentes bizcochos, tostadas y helados- llegó Paco huyéndole a las expropiaciones del general nacionalista Velasco Alvarado en Perú. Y le dio un giro al lugar, incorporando el ceviche, los langostinos de río al natural y otros platillos que revolucionaron el concepto del tradicional local frontal al Hospital Padre Billini. Tanto fue el éxito, que atrajo clientela de clase alta y estimuló a Paco a fundar el Jai Alai en la Independencia, todo un emblema de la cocina vasca y la ahora mundializada gastronomía peruana. Sucesivas administraciones han mantenido en operación el Bar América -incluyendo aquel entusiasta gallego concesionario que hacía la queimada con redobles de pandereta y coplas de conjuros.

Al lado del PLD en la Independencia, funcionó La Mezquita, con sus lentejas y chorizo, cochinillo horneado y buenas carnes, al que acudíamos junto a Jacobito Valdez y Freddy Agüero. Un sitio frecuentado por los fundadores de ese partido como Tonito Abreu, Euclides Gutiérrez, Gonzalo González Canahuate, Bosco Guerrero, Felucho Jiménez, Amiro Cordero Saleta. Que formaba el cuadrante coloquial -La Carmina, el Bar América, La Mezquita y el Panamericano- de un partido entonces de modesta clase media. El Caserío -fundado por don Pedro Zabala Colón desde un original carrito de churros- y la Taberna de María Castaña, sitos en el Malecón frente a Güibia, hicieron historia por la vibra de una clientela vivaz, la generosidad de sus platos desbordantes -patente en el mesón cubierto de ofertas inevitables expuestas en gredas gigantes. Una mezcla de hermosas mujeres, políticos militantes, escuchas de altos quilates, jóvenes profesionales, pujantes emprendedores españoles, se confundía en ambiente irrepetible tras los 12 años duros del doctor. Era como un gran desahogo. Todo bajo la égida de los gobiernos del PRD -el de Jorge Blanco parido en sus entrañas festivas. Y las atenciones meritorias de Manolo Tojo, Eugenio Fernández y Emilio Montoiro -estos últimos socios actuales del Boga Boga. Y el gran Pío, aporte criollo en el servicio.

Y así se podría discurrir sobre la amplia gama de restaurantes españoles capitalinos. Como el Lina fundado en los 50 por Marcelina Aguado de la Rosa y transfigurado en los 70 con el aval de los fondos FIDE del Banco Central en base de un hotel de 60 habitaciones, que ampliado posteriormente opera bajo el grupo Barceló. Fue símbolo máximo de una gastronomía hoy descuidada. El Cantábrico, heredero del local del viejo Lina en la Independencia, con una cocina insuperable en marisquería y pescados, adjunta una animada barra de profesionales parlantes. El Reina de España, que funcionara en la Cervantes con mesón de lujo decorado a vitrales y cristales martillados, agraciado con la bonhomía servicial de don Severiano Lamadrid. El Museo del Jamón que mantuvo su hijo Angelito Lamadrid en la Plaza de España, hoy convertido en reputado ganadero con su Hacienda España, antes ocupado en la distribución de congelados de pescados (Pescanova) y panes españoles importados.

Don Pepe, en su local de la Pasteur y ahora en Piantini, excelencia a toda prueba, una experiencia que manda repetirse (favorito de Jacinto Peynado). El desaparecido Juan Carlos, preferido de Francis Malla y de Juan Ducoudray (quien gustaba también de las tabernas Vasca y del Pescador), dos caros amigos con los que compartí tiempo largo y buena mesa. La Quintana de la Atarazana, con sus potes bien cocidos y simpatía femenina familiar. Aquel Club Gallego Pontevedra que devino en Iberia, una casa formidable donde se come abundante y con calidad, reinan los pulpos, pescados y mariscos. El conejo rinde sus carnes tiernas y los granos se fusionan con el arte de los mejores sabores. Ahí están la Taberna Asturiana (Oloff Palmer y Frank Félix Miranda) y el Centro Asturiano (Bolívar), donde se puede degustar la fabada, chorizo a la sidra, arroz con leche como postre. Saborear el magnífico queso Cabrales parte de un universo de 42 tipos artesanales regionales, gamonedo entre mis preferidos, que nos fuera presentado hace unos años por Román Ramos. En encuentro memorable compartido en Punto y Corcho, con Franklin Báez Brugal, Manolito García Arévalo -compañero de zafarrancho mandibular en el Club de la Muela Inclemente, capítulo dominicano de una cofradía con ramificaciones internacionales-, Peter Croes, Pichy Vega, el embajador argentino Jorge Roballo y Pedritín Delgado Malagón.

Una base gastronómica catalanista se la puede hallar en La Masía de la Arzobispo Portes, donde Rafael se esmera en brindar buena atención, mientras se siguen las incidencias de los partidos de fútbol en los que juega el ya célebre club Barça. Con música en vivo en las noches en su animado patio techado, se cuenta con faves a la catalana, butifarra con alubias, pescados all i oli, ensalada de bacalao, escudella, crema catalana y otras delicias. El Gallego, del buen amigo Pena Manso, ha ganado galones en poco tiempo, ubicado en la Ángel Perdomo de Gascue a pocos pasos de la Bolívar. Allí Galicia manda, con sus emblemáticas empanadas de bacalao, lomo de cerdo y chorizo, hechas en hojaldre divino. Caldo gallego, callos con garbanzos, pinchos, lacón, pescados -entre ellos el bacalao con ajo, pimentón, aceite de oliva y papas-, rodaballo, pulpo (polbo a feira), queso del Cebreiro y dulce de membrillo que gustaba como a un niño a don Manolo García Costa.

El Hostal Nicolás de Ovando original de los 70’s tuvo una oferta de alta cocina. Recuerdo allí por vez primera al caballeroso Antonio Aragón Corrales introduciendo el menú impreso en formato grande blasonado. Hoy en día, casi me he mudado al Boga Boga, un segundo hogar donde Emilio y Eugenio, secundados por su personal, ofrecen trato amable y buenos platos. Este viernes, mientras redactaba las presentes notas honrando el placer de tanto grano y pensando en la tía Carmen, me hicieron en casa lentejas con puerro, cilantro y otras verduritas, cebolla, ajo, sal, pimienta, papas y zanahoria en trocitos. Que almorcé con unos granos largos de arroz Basmati, sueltos con discreción sobre el potaje para no interrumpir su impronta peculiar. Fue un plato «verde que te quiero verde» lorquiano con toquecitos breves de colores naranja y crema, y filamentos blancos. Mediterráneo como Serrat. Para estirar los años.

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