Nacionales Sociedad

Haciendo memoria sobre la izquierda en República Dominicana (VIII)

Written by Debate Plural

Manolo: revolucionario a carta cabal

 

José Rafael Lantigua, ex ministro de cultura República Dominicana (D. Libre, 7-12-13)

 

Jorge Díaz había llegado ese mediodía del 14 de junio de 1962 a la ciudad capital formando parte de una nutrida delegación de catorcistas cibaeños que arribaban entusiasmados a la céntrica calle El Conde para participar en la primera gran manifestación de la Agrupación Política 14 de junio.

El era uno de los cuadros más activos de la nueva corriente política que comenzaba a sacudir los estamentos conservadores y tradicionales de una sociedad cerrada aún a las utopías y que solo celebraba la osadía de los «revolucionarios» en la medida en que sus principios servían para dar colorido a un paisaje político predemocrático.

Los catorcistas habían estado activos durante todo el proceso de destrujillización inmediata que siguió a la muerte del tirano. Ellos habían hecho los aportes más valientes, porque los símbolos principales de su estandarte doctrinario y político habían caído en las montañas de Constanza o en los predios de Maimón y Estero Hondo, habían sido hechos prisioneros y sufrido horrores en las ergástulas trujillistas, habían soportado el flagelo de la intimidación en los días tenebrosos que marcaron el final abrupto de la dictadura.

Los catorcistas traían un semblante de sacrificio y pureza que las demás organizaciones políticas no podían exhibir con tanta transparencia y vigor, aun aquellos que provenían de un exilio en muchos casos plagado de sospechas y ruindades. Ellos también acunaban sus odios más fecundos y sus radicalismos más tenaces, porque venían de padecer los rigores de la persecución y el duelo en una medida que otros no podían comprender ni sufrir.

Manolo Tavárez Justo estaba presidiendo, con una estela diamantina de honestidad ideológica y de firmeza patriótica, los signos de aquellas jornadas de proclamas de emancipación y de condena necesaria. Otros, convencidos de la oportunidad política que se les presentaba de cara al futuro, o desdeñosos de nuevos sacrificios, miraban con recelo aquel afán puritano de enmendar los entuertos de una era que buscaban sepultar en el olvido antes de que fuese demasiado tarde.

Manolo era un líder de carisma arrollador, de personalidad impactante, que parecía destinado a no dejar espacios a la mentira, al doblez y a la imposición de un nuevo estadio de ignominias y bastardías. No era un político, era un combatiente. No era un dirigente para fórmulas tibias, sino un líder destinado a agarrar al toro por los cuernos y hacer crecer en las plazas el gusto de las masas por una nueva actitud de lucha y una nueva y excitante voluntad redentora.

Jorge Díaz había venido desde el Cibao convencido de que la «verdad» de Manolo era la que iba más en consonancia con su espíritu de lucha contra una voluntad política que todavía no daba indicios de desear la superación de aquella situación de incertidumbre planificada con que se buscaba empañar -y empeñar tal vez- el propósito común de establecer una democracia real en un país aturdido aún por la emboscada de silencio y crueldad que se diseñó durante más de treinta años para detener sus esperanzas dormidas.

Aquel 14 de junio de 1962, los catorcistas iban a celebrar por primera vez en grande la efeméride que le otorgaba un aire mítico a sus desvelos políticos: la expedición guerrillera del 14 de junio de 1959. El año anterior, todavía los sicarios de un régimen en desbandada estaban comandando las sombras de una nación postrada por un luto llamado a transformarse en fiesta unos cinco meses más tarde. Esta era, pues, la primera oportunidad para recordar el sacrificio de aquellos valientes que habían llegado a las lomas de Constanza «enamorados de un puro ideal» para sembrar una semilla de libertad que había florecido plenamente y que tres años después se consagraba en aquella tarde de cielo nublado que se habría de convertir en lluvia incesante pocas horas después.

Jorge Díaz ignoraba, sin embargo, en el momento que buscaba ubicación en el parque Independencia, justo frente al Baluarte que guardaba los restos de los fundadores de la nacionalidad dominicana, que a esas horas ya el germen de la división amenazaba con destruir el instrumento político que se había dado con el fin de asumir la responsabilidad de una lucha que vislumbraba firme y auténtica. El 14 de junio había sufrido ya su primer desgarramiento, cuando algunos dirigentes optaron por enrolarse en la Unión Cívica Nacional, pero en toda la agrupación, desde sus cuadros más altos hasta los que -como Jorge Díaz- eran cuadros menores, aunque de intensa vocación de servicio a la causa política que enarbolaba la entidad, se entendía que los renunciantes eran, en verdad «cívicos» que en un momento de unidad patriótica habían cerrado filas al lado del esposo de Minerva Mirabal, heredero de su heroicidad sin mancillas. Ellos, por tanto, no parecían importar. Manolo estaba incólume sobre una cima de respetabilidad y vergüenza, presidiendo una nueva era de batallas sin fin contra la mentira. Por eso cuando su figura, casi mesiánica para aquella multitud vibrante presente en el parque Independencia, se asomó a la tribuna, Jorge Díaz aplaudió sin cesar mientras gritaba enardecido: «¡Revolución, revolución!», y Manolo levantaba las manos para saludar a sus fieles, «¡revolución, revolución!», y las manos de los manifestantes se unían alegres, «¡revolución, revolución!», y el espíritu de la plaza cubana donde cada 26 de julio desde 1959 se recordaba la gesta fidelista, «¡revolución, revolución!», se trasladaba con todos sus matices verdeolivo, «¡revolución, revolución!», hasta aquella plaza dominicana donde centenares de hombres y mujeres creían posible repetir la hazaña victoriosa de La Habana febril del primero de enero de 1959, «¡revolución, revolución!».

Y Jorge Díaz estaba allí siendo testigo de aquel histórico momento cuando Poncio Pou Saleta, Mayobanex Vargas y Medardo Germán, sobrevivientes de la expedición del 14 de junio, arribaban a la tribuna para saludar a la muchedumbre. Y en medio del vocerío y la emoción parecía ver abiertas todas las compuertas de la libertad entre aquellos herederos naturales del heroísmo que habían aportado la valentía de tres mujeres constituídas en soles de las nuevas hornadas, que habían llevado al holocausto a ciento veinticinco mártires, entregado a la tortura a decenas de hombres que, en medio de aquella multitud, entremezclados con los gritos y las proclamas, podían exhibir sus cuerpos quemados por los bastones eléctricos o manchados por los moretones que quedarían como huellas eternas de un dolor calcinante, del mismo modo que los judíos de Auschwitz llevaban las marcas de sus suplicios en sus pieles aherrojadas.

Los auténticos símbolos de la lucha antitrujillista estaban allí. No estaban en la diáspora que ahora vacilaba en busca de espacios y liderazgos. No se encontraba en el ostracismo coagulado cuyos efectos psicológicos iban comenzando a transformar los espíritus de hombres marcados, irremediablemente, por la insignia del juego político. No estaba en la resistencia viril que ahora parecía dispuesta a reclamar las honras de apellidos hundidos por la voracidad trujillista. Estaba allí, en aquella plaza de titanes del martirio, del dolor real, de la muerte física que rondó viviendas y caminos, del golpe brutal, de la denuncia despiadada, de la toma de conciencia que también fue toma de armas en las montañas, de la sangre esparcida sobre muros y recodos de una patria dolorida, de los puños cerrados por la opresión y la mordaza.

La suma de todos esos dolores y martirios había llevado a la radicalización. Era casi imposible reducir la estatura de aquella efeméride de luto y sangre. Era virtualmente ilógico detener aquel proceso de liberación. La radicalización era un haber necesario y un cauce posible por donde echar a andar los objetivos revolucionarios que aquella masa incandescente, aquella muchedumbre exaltada hasta el paroxismo, estaba exigiendo a todo pulmón mientras la lluvia caía inmisericorde, sin poder silenciar el coro vibrante de sus proclamas.

Algunos ya, a esa hora, habían negado su respaldo a la corriente revolucionaria que clamaba por una actitud más firme contra el estado de cosas posible -y pasible- de desviación hacia metas que no eran las acordadas y las reclamadas una vez decapitada la tiranía. El germen de la división estaba aposentándose sobre los cuadros mejores de una organización política joven. Políticamente joven, porque sus dirigentes no habían sido formados en el ejercicio sin entrañas de la política. Jóvenes por edad cronológica y por edad política, cuyo único centro de gravitación era la utopía que apenas comenzaba a ser alimentada. La utopía de la liberación pura, que las aspiraciones ruines en camino y las divisiones partidarias en auge en otras entidades establecidas -Unión Cívica y PRD- parecían destinar a la imposibilidad.

Incluso esa tarde, en plena tribuna, ya la división estaba sentando sus reales, sin que la multitud sospechase siquiera lo que ya era una realidad fatídica en el seno de una de las colectividades de mayor futuro político en el momento. Todos simpatizaban con la revolución cubana. Sus insignias eran las suyas. Sus proclamas buscaban imitarlas. Sus destellos de proyección se inclinaban a reivindicarlas. Unos, sin embargo, entendían el proceso cubano como único, no asimilable en nuestros ductos históricos. Otros, procuraban acomodar sus signos vitales a la proclama de redención que atesoraban Manolo y el 1J4. En otras palabras, mientras algunos reclamaban moderación y realismo, otros clamaban por revolución a cualquier coste. Mientras algunos pocos intentaban ordenar una vía democrática hacia la conquista del poder político, otros, en mayoría, blandían la espada de la insurrección necesaria y la violencia posible. Los pocos esperaban hacer conciencia de sus propuestas a los demás. Los muchos arreciaban sus consignas y establecían sumariamente sus preceptos. Los que constituían minoría veían desvanecer sus ideales democráticos. Los que estaban en mayoría eliminaban a los contrarios con firmeza de objetivos y radical actitud de compromiso.

II

Jorge Díaz no entendió muy bien a Manolo cuando en aquella gran manifestación en el antiguo Parque Independencia del 14 de junio de 1962, proclamó:

«Oiganlo bien los señores de la reacción, óiganlo enemigos del pueblo, enemigos del progreso, si los bienes del pueblo son sustraídos a ese pueblo y entregados a los enemigos y sigue en vigencia y se pone en práctica la ley de emergencia, y se pretende en consecuencia golpear en esa forma al pueblo y a sus organizaciones más honestas, identificadas con la lucha del pueblo, el 14 de junio sabe muy bien donde están las escarpadas montañas de Quisqueya».

Pero, Jorge Díaz aplaudió a rabiar, se hizo uno con el coro multitudinario que reclamaba «¡revolución, revolución!», y se detuvo de pronto, como hizo la multitud a pedido del orador, para escuchar a Manolo recalcar:

«Oiganlo bien, señores de la reacción, si imposibilitan la lucha pacífica del pueblo, el 14 de junio sabe muy bien donde están las escarpadas montañas de Quisqueya» (el grito herido de la multitud hace inaudible aquí las palabras de Manolo) «y a ellas» (sigue la muchedumbre frenética, lanzada en vilo a los brazos de la redención proclamada) «y a ellas iremos, siguiendo el ejemplo y para realizar la obra de los héroes de junio de 1959, y en ellas mantendremos encendida la antorcha de la libertad, de la justicia, el espíritu de la revolución, porque no nos quedará entonces otra alternativa que la de libertad o muerte».

La multitud violó entonces los parámetros del orden y la ecuanimidad. La exaltación era unánime. Manolo caminaba como un corcel brioso hacia los campos minados de la lucha guerrillera, pero se colocaba primero en los brazos de las proclamas redentoras, y empezaba a batir palmas junto a la muchedumbre que, en lo adelante, lo llevaría en andas hasta el martirio y el olvido. La plaza Independencia rugía, mientras la noche caía sobre su dominio de éxtasis.

Jorge Díaz vio a Manolo descender de la tribuna empapado de sudor y llanto. Tal vez lo vio igualmente, en ese justo momento, ascender a la inmortalidad, pero no quiso decirlo. Lo que vio realmente fue a un hombre agigantarse sobre los meandros de la historia y acogerse solícito a los caprichos ideológicos de una jornada incomprensible para los que no la vivieron y exultaron. Jorge Díaz supo entonces que en ese preciso instante, mientras la gente volvía a sus vehículos para regresar a sus comarcas, o tomaba los caminos de la esperanza para regresar a sus sueños, se estaba comenzando a escribir un nuevo capítulo en la historia política del país. No podía determinar cómo se escribía y cuáles serían sus alcances, pero conocía perfectamente que allí algo nuevo y gravitante se estaba inscribiendo en los anales de luz y sombras de una era difusa y confusa.

Cuando, justo un año después de aquella experiencia inolvidable, Jorge Díaz volvió al parque Independencia el 14 de junio de 1963 para escuchar a Manolo reiterar el compromiso de la efeméride anterior, muchos de los que formaban parte de la delegación que vino junto a él desde los pueblos del Cibao en 1962 ya no le acompañaban. Pero él permanecía invariable y firme en sus ideales revolucionarios y sabía a ciencia cierta que Manolo se jugaba un destino que él deseaba compartir.

Para entonces, ya la decisión estaba tomada. Tony Raful describe aquel momento, en su brillante crónica sobre el Movimiento 14 de junio, de esta manera: «El pueblo presente esa tarde a las dos, cubría todo el espacio frontal del Baluarte del Conde, los espacios laterales, hasta llegar a la calle Mercedes frente al local del Partido Revolucionario Social Cristiano, y del otro lado hasta la Padre Billini y la calle Pina. Millares de jóvenes aledaños, arriba de la copa de los árboles». La multitud había crecido con respecto al año anterior. Juan Bosch gobernaba y los cívicos habían sido echados del panorama del poder.

Aunque había una brisa fresca de democracia, había también un viento soterrado de sospecha y miedo. Manolo estaba él mismo alentando desde la tribuna el grito de «¡revolución, revolución!». Ahora daba la impresión de que intentaba parecerse más a Fidel Castro: estilo de dicción, ropaje mesiánico, tintes identificatorios en el vestir, traje verdeolivo, jóvenes vibrantes rodeando su estela, y una plaza rugiendo «¡revolución, revolución!». Era un enclave propio para el delirio. Y el «Patria o muerte» flotando sobre la multitud delirante en el espíritu que trasvasa el objetivo del mismo ideal fidelista en el eslogan de «Libertad o muerte», Y las montañas de Quisqueya, escabrosas y silentes, esperando la inmolación para sujetar a la Historia por sus aletas alucinadas.

Manolo estaba condenando al gobierno de Juan Bosch por su actitud, que definió «demagógica», al negarse a facilitar la radiotelevisora estatal para transmitir el acto, e incluso por negarse a conceder permiso a las estaciones privadas para que difundieran por sus ondas el discurso del líder del 14 de junio. Manolo husmeaba la trampa. Y la trama. Mientras Bosch sufría ya la imputación de «comunista», a escasos cuatro meses de su gobierno, Manolo lo laceraba por el otro costado acusándole de propiciar una política «al servicio de los intereses de los sectores y clases reaccionarias del país».

Manolo estaba ya plenamente consustanciado con la retórica fidelista. Desde sus labios brotaban reiterados los vocablos «imperialismo», «reacción», «colonialismo», «liberación». El sector proguerrillero que un año antes había recibido en un momento de división el espaldarazo de Manolo cuando recordó la presencia de «las escarpadas montañas de Quisqueya», estaba en su momento de apogeo y control de la maquinaria política del 14 de junio.

Jorge Díaz se encontraba entre aquellos que cerraban filas con la línea que Manolo esa tarde del 14 de junio de 1963, a cuatro años de la epopeya guerrillera contra la dictadura, llamaba «vigilante». Algunos habían retrocedido. Otros se habían guarecido en el silencio y la oquedad. Temían por igual dejar las filas de un estamento partidario que identificaba su propio discurrir personal y político, y respaldar con su militancia un ideal que ya estaba lejos de ser justamente el que había iluminado el heroísmo.

Pero, Jorge Díaz estaba allí, imbuido de la nueva doctrina, alimentando su espíritu combativo, aguardando las líneas maestras que le conducirían a la gloria de ver redimida la patria de sus sueños y pesadillas.

Manolo, esa tarde, frente a sus conmilitones, frente a dirigentes del exilio haitiano presentes en la manifestación, frente al líder independentista puertorriqueño Juan Mari Bras que le acompañaba en la tribuna, frente a los sobrevivientes de la acción guerrillera del 14 de junio de 1959, y frente a las treinta o cuarenta mil personas que le vitoreaban con sus consignas, no repitió su proclama proguerrillera del año anterior. Pero la dejó entrever. Mientras en ese mismo lugar donde ahora se encontraba liderando las nuevas rutas de las luchas libertarias, Viriato A. Fiallo hizo un juramento solemne que no cumplió, de no convertir su organización patriótica en un partido político, Manolo Tavárez Justo estaba haciendo un juramento igual de solemne ante el Altar de la Patria y ante la historia -porque así lo dijo entonces- de que su lucha no cesaría «hasta convertir en una luminosa realidad los ideales de la Revolución de la Liberación Nacional…aunque para ello sea necesario que cada uno de nosotros tenga que morir todos los días en la cruz del sacrificio».

A esa hora ya Jorge Díaz y todos los catorcistas presentes sabían a qué se refería Manolo. A esa hora ya muchos estaban conociendo de armas y de tácticas guerrilleras. A esa hora ya muchos llevaban bajo sus brazos los libros clave del marxismo secular y cubanizado.

A esa hora de la jornada histórica y de la noche que cerraba la nueva demostración de fuerza del 14 de junio, Jorge Díaz sabía que la batalla por la democracia real no había cesado y que la historia estaba a punto de comenzar a reclamarle su postura decidida frente al nuevo compromiso.

Manolo estaba ya plenamente consustanciado

con la retórica fidelista. Desde sus labios

brotaban reiterados los vocablos «imperialismo»,

«reacción», «colonialismo», «liberación».

El sector proguerrillero que un año antes

había recibido en un momento de división

el espaldarazo de Manolo cuando recordó

la presencia de «las escarpadas montañas

de Quisqueya», estaba en su momento

de apogeo y control de la maquinaria

política del 14 de junio.

III

La severa actitud crítica de Manolo Tavárez Justo contra Juan Bosch y su gobierno variaría bruscamente apenas justo un mes después de la gran manifestación en el Baluarte del Conde del 14 de junio de 1963.

El líder catorcista tuvo tiempo para comprobar que Bosch manejaba maniatado las riendas del poder y que sobre su gobierno se cernía lentamente la sombra de la conjura. Entre perredeístas y catorcistas, sin embargo, no parecían existir posibilidades de diálogo para enfrentar la trama golpista. Una unidad vigorosa en aquel momento entre ambas fuerzas políticas hubiese podido quizás abortar la estrategia elaborada por los prohijadores del golpe. Pero, los perredeístas no tenían entonces vocación para defender su propio gobierno, entre ellos el comején de la división avanzaba velozmente y los catorcistas llegaban tarde, después de meses de crítica «vigilante» contra el gobierno boschista, al puesto de defensa de la constitucionalidad.

Manolo, por la colaboración de un militante de su organización que era técnico de la Compañía de Teléfonos, tenía intervenido el teléfono del presidente Bosch y, gracias a ello, supo horas antes del golpe de la inminencia del mismo y de la imposibilidad de Bosch de detener la penosa acción.

Cuando poco menos de un mes después del golpe, el Triunvirato tomaba la decisión de declarar ilegal a la Agrupación Política 14 de junio, ordenando el saqueo de sus locales por tropas militares, Jorge Díaz y los millares de militantes y simpatizantes de la organización catorcista, sabían que había llegado la hora de cumplir el juramento solemne pronunciado frente a los restos venerandos de los Padres de la Patria aquel memorable 14 de junio de 1963, y el anterior compromiso asumido el 14 de junio de 1962, ambas proclamas de las que Jorge Díaz era testigo compromisario, de acudir a las «escarpadas montañas de Quisqueya» cuando las fuerzas de la reacción violentasen los designios del pueblo.

Cuando el licenciado Emilio de los Santos, el doctor Ramón Tapia Espinal y el ingeniero Manuel Enrique Tavares Espaillat (viejo amigo de Manolo) se juramentan como miembros del nuevo colegio director de la administración pública, horas después de consumado el golpe, y con Bosch todavía guardado en una de las oficinas de Palacio, Manolo Tavárez estaba buscando asilo en la embajada de México, mientras sus más cercanos seguidores lo instaban a salir para presidir la hora de la resistencia.

Así se hizo, en efecto. Manolo salió de la legación diplomática un mes después de su virtual aislamiento, para proceder a hacer realidad su compromiso guerrillero. Nunca fueron más abruptas, oscuras y engañosas «las escarpadas montañas de Quisqueya». En algún momento, Manolo vaciló. Vacilaron también compañeros suyos que habían estado favoreciendo por más de un año la emulación del sacrificio de los hombres del 14 de junio de 1959, y tal vez también de los hombres de Sierra Maestra. Se suscitaron discusiones ofensivas, se proclamaron actitudes temerarias, se insuflaron conceptos redentoristas. «Libertad o muerte».

El levantamiento de Manolo y el 14 de junio era del conocimiento público. En el Cibao, por ejemplo, los dirigentes y militantes catorcistas repetían en cualquier ambiente que la revolución estaba a la vuelta de la esquina. El Triunvirato conocía ya los nombres de los comandantes de la jornada guerrillera y de las zonas en que iban a operar. Solo faltaban el día y la hora. Manolo tomó la decisión una noche de acalorado debate y de reiteración de promesas solemnes. Cuando el 27 de noviembre de 1963, dos meses después del golpe, mientras los perredeístas se iban al exilio o al stand by político, cuando algunos se doblegaban ante la nueva realidad, o simplemente callaban, Manolo Tavárez Justo tomó el camino de la insurrección y la inmolación.

No iba solo, desde luego. Con él se abrirían, teóricamente, seis frentes en distintos puntos del país. Fidelio Despradel, principal abanderado de la línea guerrillera y perseguidor de los que buscaban otra vía dentro del 14 de junio, comandaba el frente de Las Manaclas; Juan Miguel Román dirigía el frente de La Escalera y el Limón, en Puerto Plata; Rafael Cruz Peralta estaba al frente del batallón guerrillero de San Francisco de Macorís, en la Loma de la Colorada: Luis Genao Espaillat dirigía las acciones en La Berrenda, de Miches; y Polo Rodríguez, uno de los principales cuadros dirigenciales del catorcismo, comandaba el frente de La Horma, en San José de Ocoa. Manolo iría con Fidelio en el frente de Las Manaclas, a pesar de las advertencias directas de Fidel Castro, por intermedio de uno de sus dirigentes que habían viajado a Cuba meses antes de la acción guerrillera, de que no se internase en los montes en la primera etapa de la insurrección. Años más tarde se conocería que también el Che Guevara había manifestado su oposición al establecimiento de la guerrilla dominicana del 14 de junio.

El apoyo urbano -nunca consolidado- quedaba en manos de un comando que formaban Roberto Duvergé, Pedro Bonilla, Juan B. Mejía, Benjamín Ramos y Mario Fernández Muñoz.

Manolo salió de la capital en auto junto a un grupo reducido de sus compañeros, rumbo al lugar donde se iniciaría su internamiento en las lomas. Para cumplir ese propósito, se vería obligado a cambiar de vehículo y de ruta en varias ocasiones. Insólitamente, el chofer de la ruta final lo sería un connotado dirigente perredeísta de Moca, Rubén Lulo Gitte, célebre jugador de la selección nacional de voliból y cuyo hermano, Manuel, líder del catorcismo en su pueblo natal, se alzaba ese mismo día junto a Manolo.

No llegaban a cuarenta los alzados. Y entre ellos no más de diez estaban firmemente dispuestos a llevar la lucha hasta sus últimas consecuencias. Algunos frentes no llegaron siquiera a constituirse funcionalmente. Fueron apresados sus integrantes antes de lanzar un solo tiro. Otros fueron presas de fácil captura cuando apenas comenzaban el internamiento en las montañas. Y otros más comenzaron a ser diezmados dos o tres días después del levantamiento. El Sexto Frente del Sur, que estaba comandado por Angel Luis Patnella, dirigente catorcista de Barahona, fue dispersado por las llamadas tropas regulares antes de abrirse campo en la acción armada.

Aunque todos estaban imbuidos de un ideal heredado de la gesta del 14 de junio de 1959, pocos entre los alzados conocían los vericuetos de la pericia militar. No estaban preparados para los combates ni física ni anímicamente. Increíblemente, aun cuando las multitudinarias concentraciones catorcistas auguraban un apoyo firme en la resistencia urbana, salvo actos de apoyo de pequeños grupos de estudiantes universitarios en la ciudad capital, ninguna acción contundente levantó los ánimos prorevolucionarios en las ciudades. Mayor apoyo les fue ofrecido a los insurrectos en las áreas campesinas por donde ingresaban a las montañas. Fueron varios los campesinos que se prepararon para unirse a las guerrillas y que no lograron hacerlo por falta de coordinación, y varios los prácticos que les sirvieron a los comandantes y sus grupos para internarse en las lomas. Alguno fue apresado junto a los guerrilleros, y más de uno cayó abatido por las balas del Ejército.

El Frente Urbano resultó un chasco monumental, algunos guerrilleros dieron connotaciones de pusilanimidad y duda, uno de los dirigentes, por lo menos, había vendido su alma al diablo y terminó como cómplice y delator al servicio de los militares golpistas, y contradicciones en los mandos operativos de la guerrilla desdijeron de la conducta correcta a seguir. Varios cuadros clave cayeron limpiamente resistiendo a las tropas del gobierno, mientras otros comenzaron pronto a sentir el peso de la enorme responsabilidad que habían asumido. Hablaron por meses de alzamiento y lucha sin conocer los rigores del cambrón y el malle, sin sentir el temor de la oscuridad y el desaliento, sin ver de frente el rostro a la muerte y sus designios, sin sentirse perseguidos por el fuego rápido de una metralla o acosados por la brutalidad anhelosa de galones de la patrulla.

Los dominicanos estaban por esos días atentos a la gloria de Juan Marichal, a la lucha entre Escogido y Aguilas en el béisbol invernal, mientras los jóvenes se ensimismaban con los inicios de La Nueva Ola y ponían mayor atención a las canciones de Palito Ortega que llenaban la radio de la época y a los nuevos compases del Club del Clan de la puertorriqueña Lucecita Benítez. Además, era época de Navidad.

Cuando al caer la tarde del 21 de diciembre -hace hoy justamente 50 años- Manolo Tavárez y varios de sus compañeros que se habían rendido, atendiendo probablemente más a una resolución táctica o a una realidad imposible de transformar, que a las garantías ofrecidas por el presidente del Triunvirato, Emilio de los Santos, o directamente del triunviro Manuel Enrique Tavares Espaillat, amigo íntimo de Manolo y compañero de lucha antitrujillista, caen fusilados sumariamente, los dominicanos en su inmensa mayoría ignoraban la trascendencia de aquella inmolación.

Jorge Díaz, adolescente, y a quien quizás por su edad se le impidió conocer mayores detalles sobre el levantamiento guerrillero, leyó la crónica en los diarios al día siguiente. Sin exceptuarse, increpó solitariamente en su hogar a sus compañeros catorcistas, cuyo entusiasmo por las prédicas de Manolo, por su osadía teórica trasplantada al sacrificio real, no llegó a tanto. Vio caer a su líder y a muchos de los dirigentes con los que compartió lucha y amistad. El supo bien que muchos que sí fueron convocados optaron por quedarse. A esta hora son sobrevivientes de la utopía mancillada. ¿Hicieron bien o mal? No lo sabemos. El camino al martirio no es tarea ni agenda de hombres comunes. Jorge Díaz, por lo menos, supo que Manolo cumplió, aunque muchos no pudiesen acompañarlo.

El levantamiento de Manolo y el 14 de junio era

del conocimiento público. En el Cibao, por ejemplo,

los dirigentes y militantes catorcistas repetían

en cualquier ambiente que la revolución estaba

a la vuelta de la esquina. El Triunvirato conocía

ya los nombres de los comandantes de la jornada

guerrillera y de las zonas en que iban a operar.

Cuando al caer la tarde del 21 de diciembre

-hace hoy justamente 50 años- Manolo Tavárez

y varios de sus compañeros que se habían rendido,

atendiendo probablemente más a una resolución

táctica o a una realidad imposible de transformar,

que a las garantías ofrecidas por el presidente

del Triunvirato, Emilio de los Santos, o directamente

del triunviro Manuel Enrique Tavares Espaillat,

amigo íntimo de Manolo y compañero de lucha

antitrujillista, caen fusilados sumariamente,

los dominicanos en su inmensa mayoría ignoraban

la trascendencia de aquella inmolación.

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