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La guerra de abril y los chinos del Embajador

Written by Debate Plural

José Rafael Lantigua, ex ministro de cultura República Dominicana (D. Libre 10-5-14) 

 

Los grandes conflictos de la humanidad, desde los extremos de una personalidad asfixiante y controvertida o desde los torvos aconteceres de un hecho que marca destinos, parecen nunca terminar de contarse.

Una dictadura de fatigante extensión -en el tiempo y en la crueldad-; un liderazgo sórdido, encarnado en seres descocados donde el equilibrio mental es una desgajante imposibilidad; un acontecimiento de dimensiones históricas incontrastables -guerra, revuelta popular, careos fratricidas-; engendros políticos sostenidos por impurezas de tipo criminoso que terminan convirtiéndose en asilos de infractores; hechos y personajes a quienes la historia asignó un lugar de irrefutable primacía, en ese arbitrario designio que es la evolución de la realidad humana, y que por su penetrante realidad han de ser siempre motivos para la tasación perpetua.

A veces son memorias de testigos de excepción, nunca consultados por los historiadores que suelen ir a las fuentes protagónicas; otras se transmiten en forma novelada; algunas más llegan en ensayos, entrevistas, crónicas periodísticas, que desmenuzan situaciones, reconstruyen periodos, amplían las secuencias y consecuencias de un acontecer, o simplemente colocan sobre los rieles de la historia nuevos episodios, personales o colectivos, que no habían sido objeto de atención.

Sucede con frecuencia con el nazismo o la guerra civil española, para poner dos ejemplos a los que damos continuidad por un apasionamiento temático que uno nunca logra explicar. Los fanatismos lectoriales son tan recurrentes como cualquier otro exclusivismo humano: el fútbol, acarrear monedas o el mantenimiento de fidelidades artísticas, por decir. España suele recibir cada año decenas de historias nuevas sobre el espacio de confrontación bélica entre sus iguales que se desarrolló entre republicanos y el sublevado bando falangista con sus adiciones, entre 1936 y 1939, y que concluyó con la instauración de la dictadura franquista de treinta y seis años. El tema luce inacabable, porque con tan extendida guerra y tan largo dominio del Generalísimo Francisco Franco, han de brotar con frecuencia los horrores, las convulsiones sociales y económicas, los relatos militares y las peripecias de individuos o grupos que han ido conformando una saga imbatible que aún sigue su curso. El nazismo es igual, o mayor. Uno cree saberlo todo sobre el oscuro periodo hitleriano, cuando de pronto aparece un testimonio que informa sobre experiencias no antes comunicadas, o sobre una novela que exorciza momentos ignorados de aquella aterrante historia. Es la vieja y conocida guerra la que origina una novela extraordinaria como «La ladrona de libros» de Markus Zusak, magistralmente llevada al cine. Es la omnipresencia del Fuhrer y sus días finales en el búnker, ya referidos en otras memorias, la que permite conocer el testimonio conmovedor de Armin D. Lehmann, uno de los niños-soldados de la Juventud Hitleriana que acompañó hasta la última hora a su líder y acabó siendo testigo, como pocos, de la atmósfera del averno donde se sumergió junto a un pequeño grupo de acólitos hasta la clausura del ominoso Tercer Reich. O adentrarse en los campos de concentración del nazismo desde una visión distinta, como ocurre con la novela «La bibliotecaria de Auschwitz» de Antonio G. Iturbe.

Los dominicanos no debemos inquietarnos porque todavía salgan a la luz episodios desconocidos para muchos sobre la Era de Trujillo o sobre la Guerra de Abril, o en torno a cualquier otro episodio de nuestra historia más reciente, sobre el cual han de quedar aún, con toda seguridad, cosas que contar. Exponerlas sin ambages, dejar que sean exploradas, es tarea del historiador, pero sobre todo de los propios testigos y protagonistas cuyas crónicas han de suplir las informaciones y experiencias que han de faltar para que conozcamos en todos sus detalles la historia total.

Caminamos hacia los cincuenta años de la revuelta abrileña y siguen sorprendiéndonos los testimonios de quienes vivieron y padecieron aquellos meses de dolorosa incertidumbre, luego de que el 28 de abril de 1965 desembarcaran los primeros 405 soldados norteamericanos para detener el triunfo de los constitucionalistas y se iniciara la segunda intervención de los Estados Unidos en nuestro territorio. Dos periodistas extranjeros serían seguramente los primeros en reseñar en libro la historia de aquella utopía bélica y descubrir para el mundo, con toda la carga de subjetividades que conlleva el conocimiento apresurado de las razones y circunstancias de una gesta como la mencionada cuando no se es nativo, los pormenores políticos, diplomáticos y militares de la insurrección que comenzó siendo golpe militar para convertirse casi de inmediato en lucha fratricida y concluir en guerra contra un invasor que no había sido previsto en el planeamiento de la conjura. El primer libro fue el del corresponsal del New York Times, Tad Szulc, quien publicaría en Nueva York su «Dominican Diary» a fines de 1965, o sea pocos meses después de experimentar solo por veintiocho días los rigores múltiples de la revuelta. Su libro se publicaría en 1966 en español, esta vez con el título «Revolución en Santo Domingo». Y es ahora, cuarenta y nueve años después cuando se realiza la primera edición dominicana con el tercer título que ha llevado el mismo libro, y que quizá sea el más acertado: «Diario de la guerra de abril de 1965».

Pero, sucede que para ese mismo año de 1966 aparecía en París, con la editorial Plon, un libro del corresponsal de Le Monde durante la guerra de abril, Marcel Niedergang, titulado «La revolución en Santo Domingo», justo el mismo título que llevó el libro de Szulc en su primera edición en español. El libro de Niedergang se publicó aquí en 1969 en las ediciones que entonces hacía la revista «Renovación» de Julio César Mártinez, traducido y anotado por el doctor Ramón Pina Acevedo. Poca gente lo recuerda o lo llegó a leer entonces, conforme he comprobado con historiadores y lectores amigos. Ha salido en segunda edición limitada, en el 2012, de Ediciones Cielonaranja, y me parece un texto tan interesante y revelador como el de Szulc, con quien Niedergang coincide en el relato de algunos aspectos de la revolución de abril.

Ambos relatos históricos contienen errores y juicios tendenciosos, pero al mismo tiempo arrojan luz abundante sobre episodios concretos de la actividad revolucionaria. Niedergang formula revelaciones de hechos no conocidos o, por lo menos, no explicados antes en otros trabajos sobre abril de 1965, al tiempo que arremete radicalmente contra determinadas personalidades de la contienda. Sus calificaciones contra propios y extraños son descarnadas, duras, directas, consideraciones que a su vez son ampliadas en sus notas por el doctor Pina Acevedo.

Pero, entre todos los aspectos de la tragedia guerrera que relatan estos dos reporteros -francés y americano- hay un episodio risible que forma parte de la confusión y el temor reinantes en esos días entre los que no tenían bando preferido durante la contienda. Niedergang y Szulc describen la atmósfera de miedo, de huida, de deseos de escapar del país que prevalecía en el Hotel El Embajador, tomado como centro de operaciones de los interventores, dormitorio y oficina de los delegados de la OEA, la ONU y representantes diplomáticos, y refugio de los más de 200 periodistas provenientes de Estados Unidos y de otros países, que fueron asignados por sus medios para cubrir el acontecimiento. En medio de aquella barahúnda, «los chinos complicaron el asunto aún más», refiere Szulc. Niedergang lo cuenta mejor. Un sábado en la tarde, un comerciante chino de la parte baja de la ciudad se presentó al hotel a solicitar una habitación. Al día siguiente, los botones descubrieron que en la habitación alquilada se habían establecido treinta chinos, entre hombres, mujeres y niños. En pocos días, la población china subió a más de ciento cincuenta. Todos, interesados en que los aviones norteamericanos destinados a evacuar a los ciudadanos de ese país, también lo incluyeran a ellos en el abordaje hacia Puerto Rico. «Campeaban en los vestíbulos, improvisaron una cocina en las habitaciones que ocupaban, y se incrustaron celebrando indescifrables conciliábulos en los alrededores de la piscina», cuenta el periodista de Le Monde. Szulc, por su parte, recuerda que como los chinos no tenían nada que hacer, permanecían subiendo y bajando por el ascensor. «Por la noche charlaban en voz alta e incesantemente en sus habitaciones. Un operador de la televisión, que fue despertado a las dos de la madrugada, por una conversación en chino insólitamente ruidosa, decidió vengarse de manera equivalente. Se acercó de puntillas a la puerta de los conversadores con su magnetófono y registró durante media hora su cháchara. A la noche siguiente, a las cuatro de la madrugada, colocó el aparato a la puerta de los chinos y lo puso en marcha. Los chinos se despertaron dando chillidos».

Mientras, a muchas cuadras de allí, la guerra seguía su curso, se escuchaba el detonar de los obuses, el estrépito de las metrallas, el silbido de las balas, la ronda de la muerte y su aguijón. Ambos libros, el de Szulc y el de Niedergang contienen muchas revelaciones y relatos novedosos que obliga a un más detallado abordaje sobre los mismos más adelante.

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