Nacionales Sociedad

Haciendo memoria sobre el asesinato del luchador y patriota Manuel Aurelio Tavárez Justo

Written by Debate Plural

José Rafael Lantigua, ex ministro de cultura República Dominicana (D. Libre, 7-12-13)

Jorge Díaz había llegado ese mediodía del 14 de junio de 1962 a la ciudad capital formando parte de una nutrida delegación de catorcistas cibaeños que arribaban entusiasmados a la céntrica calle El Conde para participar en la primera gran manifestación de la Agrupación Política 14 de junio.

El era uno de los cuadros más activos de la nueva corriente política que comenzaba a sacudir los estamentos conservadores y tradicionales de una sociedad cerrada aún a las utopías y que solo celebraba la osadía de los «revolucionarios» en la medida en que sus principios servían para dar colorido a un paisaje político predemocrático.

Los catorcistas habían estado activos durante todo el proceso de destrujillización inmediata que siguió a la muerte del tirano. Ellos habían hecho los aportes más valientes, porque los símbolos principales de su estandarte doctrinario y político habían caído en las montañas de Constanza o en los predios de Maimón y Estero Hondo, habían sido hechos prisioneros y sufrido horrores en las ergástulas trujillistas, habían soportado el flagelo de la intimidación en los días tenebrosos que marcaron el final abrupto de la dictadura.

Los catorcistas traían un semblante de sacrificio y pureza que las demás organizaciones políticas no podían exhibir con tanta transparencia y vigor, aun aquellos que provenían de un exilio en muchos casos plagado de sospechas y ruindades. Ellos también acunaban sus odios más fecundos y sus radicalismos más tenaces, porque venían de padecer los rigores de la persecución y el duelo en una medida que otros no podían comprender ni sufrir.

Manolo Tavárez Justo estaba presidiendo, con una estela diamantina de honestidad ideológica y de firmeza patriótica, los signos de aquellas jornadas de proclamas de emancipación y de condena necesaria. Otros, convencidos de la oportunidad política que se les presentaba de cara al futuro, o desdeñosos de nuevos sacrificios, miraban con recelo aquel afán puritano de enmendar los entuertos de una era que buscaban sepultar en el olvido antes de que fuese demasiado tarde.

Manolo era un líder de carisma arrollador, de personalidad impactante, que parecía destinado a no dejar espacios a la mentira, al doblez y a la imposición de un nuevo estadio de ignominias y bastardías. No era un político, era un combatiente. No era un dirigente para fórmulas tibias, sino un líder destinado a agarrar al toro por los cuernos y hacer crecer en las plazas el gusto de las masas por una nueva actitud de lucha y una nueva y excitante voluntad redentora.

Jorge Díaz había venido desde el Cibao convencido de que la «verdad» de Manolo era la que iba más en consonancia con su espíritu de lucha contra una voluntad política que todavía no daba indicios de desear la superación de aquella situación de incertidumbre planificada con que se buscaba empañar -y empeñar tal vez- el propósito común de establecer una democracia real en un país aturdido aún por la emboscada de silencio y crueldad que se diseñó durante más de treinta años para detener sus esperanzas dormidas.

Aquel 14 de junio de 1962, los catorcistas iban a celebrar por primera vez en grande la efeméride que le otorgaba un aire mítico a sus desvelos políticos: la expedición guerrillera del 14 de junio de 1959. El año anterior, todavía los sicarios de un régimen en desbandada estaban comandando las sombras de una nación postrada por un luto llamado a transformarse en fiesta unos cinco meses más tarde. Esta era, pues, la primera oportunidad para recordar el sacrificio de aquellos valientes que habían llegado a las lomas de Constanza «enamorados de un puro ideal» para sembrar una semilla de libertad que había florecido plenamente y que tres años después se consagraba en aquella tarde de cielo nublado que se habría de convertir en lluvia incesante pocas horas después.

Jorge Díaz ignoraba, sin embargo, en el momento que buscaba ubicación en el parque Independencia, justo frente al Baluarte que guardaba los restos de los fundadores de la nacionalidad dominicana, que a esas horas ya el germen de la división amenazaba con destruir el instrumento político que se había dado con el fin de asumir la responsabilidad de una lucha que vislumbraba firme y auténtica. El 14 de junio había sufrido ya su primer desgarramiento, cuando algunos dirigentes optaron por enrolarse en la Unión Cívica Nacional, pero en toda la agrupación, desde sus cuadros más altos hasta los que -como Jorge Díaz- eran cuadros menores, aunque de intensa vocación de servicio a la causa política que enarbolaba la entidad, se entendía que los renunciantes eran, en verdad «cívicos» que en un momento de unidad patriótica habían cerrado filas al lado del esposo de Minerva Mirabal, heredero de su heroicidad sin mancillas. Ellos, por tanto, no parecían importar. Manolo estaba incólume sobre una cima de respetabilidad y vergüenza, presidiendo una nueva era de batallas sin fin contra la mentira. Por eso cuando su figura, casi mesiánica para aquella multitud vibrante presente en el parque Independencia, se asomó a la tribuna, Jorge Díaz aplaudió sin cesar mientras gritaba enardecido: «¡Revolución, revolución!», y Manolo levantaba las manos para saludar a sus fieles, «¡revolución, revolución!», y las manos de los manifestantes se unían alegres, «¡revolución, revolución!», y el espíritu de la plaza cubana donde cada 26 de julio desde 1959 se recordaba la gesta fidelista, «¡revolución, revolución!», se trasladaba con todos sus matices verdeolivo, «¡revolución, revolución!», hasta aquella plaza dominicana donde centenares de hombres y mujeres creían posible repetir la hazaña victoriosa de La Habana febril del primero de enero de 1959, «¡revolución, revolución!».

Y Jorge Díaz estaba allí siendo testigo de aquel histórico momento cuando Poncio Pou Saleta, Mayobanex Vargas y Medardo Germán, sobrevivientes de la expedición del 14 de junio, arribaban a la tribuna para saludar a la muchedumbre. Y en medio del vocerío y la emoción parecía ver abiertas todas las compuertas de la libertad entre aquellos herederos naturales del heroísmo que habían aportado la valentía de tres mujeres constituídas en soles de las nuevas hornadas, que habían llevado al holocausto a ciento veinticinco mártires, entregado a la tortura a decenas de hombres que, en medio de aquella multitud, entremezclados con los gritos y las proclamas, podían exhibir sus cuerpos quemados por los bastones eléctricos o manchados por los moretones que quedarían como huellas eternas de un dolor calcinante, del mismo modo que los judíos de Auschwitz llevaban las marcas de sus suplicios en sus pieles aherrojadas.

Los auténticos símbolos de la lucha antitrujillista estaban allí. No estaban en la diáspora que ahora vacilaba en busca de espacios y liderazgos. No se encontraba en el ostracismo coagulado cuyos efectos psicológicos iban comenzando a transformar los espíritus de hombres marcados, irremediablemente, por la insignia del juego político. No estaba en la resistencia viril que ahora parecía dispuesta a reclamar las honras de apellidos hundidos por la voracidad trujillista. Estaba allí, en aquella plaza de titanes del martirio, del dolor real, de la muerte física que rondó viviendas y caminos, del golpe brutal, de la denuncia despiadada, de la toma de conciencia que también fue toma de armas en las montañas, de la sangre esparcida sobre muros y recodos de una patria dolorida, de los puños cerrados por la opresión y la mordaza.

La suma de todos esos dolores y martirios había llevado a la radicalización. Era casi imposible reducir la estatura de aquella efeméride de luto y sangre. Era virtualmente ilógico detener aquel proceso de liberación. La radicalización era un haber necesario y un cauce posible por donde echar a andar los objetivos revolucionarios que aquella masa incandescente, aquella muchedumbre exaltada hasta el paroxismo, estaba exigiendo a todo pulmón mientras la lluvia caía inmisericorde, sin poder silenciar el coro vibrante de sus proclamas.

Algunos ya, a esa hora, habían negado su respaldo a la corriente revolucionaria que clamaba por una actitud más firme contra el estado de cosas posible -y pasible- de desviación hacia metas que no eran las acordadas y las reclamadas una vez decapitada la tiranía. El germen de la división estaba aposentándose sobre los cuadros mejores de una organización política joven. Políticamente joven, porque sus dirigentes no habían sido formados en el ejercicio sin entrañas de la política. Jóvenes por edad cronológica y por edad política, cuyo único centro de gravitación era la utopía que apenas comenzaba a ser alimentada. La utopía de la liberación pura, que las aspiraciones ruines en camino y las divisiones partidarias en auge en otras entidades establecidas -Unión Cívica y PRD- parecían destinar a la imposibilidad.

Incluso esa tarde, en plena tribuna, ya la división estaba sentando sus reales, sin que la multitud sospechase siquiera lo que ya era una realidad fatídica en el seno de una de las colectividades de mayor futuro político en el momento. Todos simpatizaban con la revolución cubana. Sus insignias eran las suyas. Sus proclamas buscaban imitarlas. Sus destellos de proyección se inclinaban a reivindicarlas. Unos, sin embargo, entendían el proceso cubano como único, no asimilable en nuestros ductos históricos. Otros, procuraban acomodar sus signos vitales a la proclama de redención que atesoraban Manolo y el 1J4. En otras palabras, mientras algunos reclamaban moderación y realismo, otros clamaban por revolución a cualquier coste. Mientras algunos pocos intentaban ordenar una vía democrática hacia la conquista del poder político, otros, en mayoría, blandían la espada de la insurrección necesaria y la violencia posible. Los pocos esperaban hacer conciencia de sus propuestas a los demás. Los muchos arreciaban sus consignas y establecían sumariamente sus preceptos. Los que constituían minoría veían desvanecer sus ideales democráticos. Los que estaban en mayoría eliminaban a los contrarios con firmeza de objetivos y radical actitud de compromiso.

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