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La narrativa. Notas febriles

Written by Debate Plural

Marcio Veloz Maggiolo (Listin, 23-10-15)

 

Cuando literariamente narramos hechos, costumbres, historias desconocidas, usando del idioma como un gozne literario y transformando las fuentes a niveles poéticos, hay que preguntarse si estamos haciendo lo que hoy llamamos “narrativa”. Tendríamos que considerar narrativa los poemas de Homero y los del Cantar del Mío Cid, pero también aquellas formas escritas en fusión con diversos géneros cuyo objetivo es, como acontece en La Celestina, de Fernando de Rojas o como en las formas narrativas del Romancero o los romanceros populares que describen casi de manera épica acontecimientos, vida popular, o hechos de la vida cotidiana.

De modo que a mi juicio, talvez insano o no muy sano, la narrativa, un producto que navega en la prosa, no es sólo una forma literaria, sino que es a veces un modo de ser de la propia literatura en el que el meollo argumental es señalar lo que está pasando o ha transcurrido. “Lo narrativo” está de algún modo formando parte de todos los géneros literarios.

Antonio Fernández Spencer, poeta sobrio y de cultura muy densa, proclamó en uno de sus poemas que la poesía era “contar lo que en la vida sucede”. Así debió de ser cuando el hombre inventó el idioma y con él la música de las palabras. Tenía que hablar de sus miedos, sus instrumentos de caza, su aceptación o rechazo del medio.

De algún modo narraba sin haber creado la letra; en verdad toda narrativa comenzría con signos, senas, señales, ruidos guturales, intentos de palabras, imitación de lo escuchado en el medioambiente.

Milenios después, tras éxitos y fracasasos convertimos en letra lo narrado, pero llegar a la letra compuso en problema mental en el que se debatió la necesidad de covertir un sonido en signo, y un signo en objeto siempre dotado de la misma categoría fonética, pero antes en una representación descrita con la magia de los dibujos que representaban historias y hechos.

Cuando el hombre moderno quiso interpretarlos partiendo de cualquier “piedra de Rosetta, tuvo que hacer una traducción que traicionaba la verdad oculta en estos pro-textos.

Cuando el hombre descubrió que podría inventar el habla, tuvo que hacerlo contando como dice el dominicano Fernández Spencer, Premio Adonais 1952, con lo que en la vida sucede.

Es muy simple, nada de complicaciones, contar lo sucedido acontece, no tan literariamente, cuando volvemos del cine, o hemos visto el juego de béisbol o seguimos una discusión en el mercado en torno a la carestía de los víveres. Antonio había nacido en Villa Francisca, barrio popular donde la vida se narraba casi a sí misma. Por eso consideraba las cosas como un punto clave para entender la realidad más simple, y con ello se declaraba vallejiano.

Antonio era en principio, un poeta de las cosas.

En el momento de la Colonia en el que España temió a la prosa más que a la poesía, y ya que la lengua podría considerarse, al dar paso a la imaginación, capaz de atentar contra el statu quo, afectando los intereses del poder: lo narrativo fue casi prohibido, y lo que vendrían a ser el cuento y la novela, formas ya consentidas, como se sabe, fueron casi desahuciadas en su quehacer americano, por lo que es tardíamente cuando podemos hablar de las primeras novelas y cuentos dentro del esquema o los esquemas conocidos como tales en nuestra América.

La narrativa dominicana no escapa a esta situación y es tardía, nacida en un exilio de textos concebidos fuera del territorio mismo. En las islas y espacios pequeños, nutridos por la Corona de material literario enviado para uso modélico de los mismos, se forjaban ejemplos, y con la versifi cación que llegaba, incluyendo las noticias ya fermentadas, los versos del romancero modélico en muchos casos se transformaron en la voz de las colonias, en la voz narrativa de gran parte del proceso colonial y luego del republicano, La polígrafa y folklorista Flérida de Nolasco apunta sobre las evidencias de que ya hacia los fi – nales del siglo XVI continuaba el envío masivo de material musical y literario a la isla de Santo Domingo para uso popular desde la propia España, y que las prohibiciones hechas por la Corona desde 1532 hasta casi mediados del siglo XVI para libros literarios y obras de imaginación parece, que fueron de algún modo obviadas, pero ya el efecto de haber dado a la poesía métrica cierta preeminencia obraba contra formas menos mnemotécnicas.

Flerida de Nolasco, arguye que en 1597 se remite una considerable cantidad de música tanto sagrada como profana con la fi nalidad de ejemplifi car o utilizarse en la colonia. El documento de embalaje detalla dos mil pliegos remitidos.

Analizando la carencia de novelas, genero tardío en América, ya Pedro Henríquez Ureña, en “Apuntaciones Sobre la Novela en América”, había igualmente señalado lo siguiente: “la razón de este hecho, aunque raras veces se recuerde, en disposiciones legales de 1532 y de 1543, se prohibió para todas la colonias la circulación pura, en prosa, o versos, escritas por ningún español o indio, que traten materias profanas y fabulosas” habiéndose ordenado que estos textos no vinieran de España y que “no pudieran imprimirse en América”. Quizás sea esta la razón de la épica romancesca en nuestros autores y la del predominio del octosílabo pareado que conformaran una memoria narrativa diferente.

Yo diría que las primeras novelas dominicanas nacieron del conocimiento de la literatura española de la época. Novelas como La Fantasma de Higuey, de Angulo Guridi, y El Montero, de Pedro Francisco Bonò,(1856) son ambas narraciones que apuntan hacia unos inicios novedosos. Contar, más que nada, lo que en la vida sucede. Imaginación restringida por la realidad que no debe ser sino presentada como tal, o sea la cotidianidad como punto inviolable de referencia (El Montero) o la leyenda como creencia sin un más allá de sí misma. (La Fantasma de Higuey) Ambas, novelas de autores dominicanos publicadas fuera del país, necesitaron de una perspectiva y del convencimiento de los autores de que eran piezas publicables; la de Bonò se conoció como novela por entregas en Paris en 1857, y la de Angulo Guridi, en La Habana en 1856.

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